Qué oficina, señores. Qué oficina. Una mañana tranquila, semiinconsciente, quién más y quien menos en una paz que roza lo onírico, bostezos, calma chicha, cada uno con su música y sus tareas a ritmo pausado, y de pronto una escalada de violencia como no se recuerda y pelotas de goma volando de un lado para otro, un tiroteo que para sí quisiera cualquier western, un ametrallamiento de pelotitas digno del mismísimo Michael Mann,
Escribía Milton en El Paraíso Perdido que si Dios no quería una guerra en el cielo entonces por qué puso espadas en él. ¿Llenaron nuestros jefes la oficina de pelotitas de goma para que pudiésemos masacrarnos los unos a los otros un día?
Pero bueno, no ha habido daños de mucha consideración. No veo por el ojo izquierdo, anegado en sangre tras un brutal impacto logrado por Sheila, una mujer cuyas tendencias violentas se reducen, por lo general, a hablar como Ned Flanders y a ponerse en el msn nombres como "hola tronkis!" y "que vuelva el soleteee". Creo que soy el peor parado de todos, el resto vivirán con toda probabilidad. Yo no me atrevo a prometer nada, veremos cómo evoluciono en las próximas horas.
Pero yo venía a hablar de terrorismo literario, no de violencia laboral. Me llevó ayer Elena a una librería especializada en gastronomía. Bien que hacía, teniendo en cuenta el tipo de preguntas con las que, con su vocecita más amable (a la que tengo terror. ¡Desconfiad siempre de las voces de niña buena en mujeres con tan mala leche!) acorrarló a la pobre dependienta. ¿Y vienen aquí recetas para, digamos, especies de animales vágamente emparentados con las ovejas de una especie de la que quedan 50 ejemplares en el mundo, todos ellos concentrados en Sicilia? ¿Y explica cómo macerar un mamut? ¿Cómo preparar unas chuletas de canguro? ¿Cómo hacer morcillas de koala? ¿Cómo servir un leviatán en su salsa? ¿Cómo aliñar una boa constrictor? La dependienta tragaba saliva al ritmo de dos litros por segundo, con los ojos como platos, y era fácil leer lo que ella misma se estaba preguntando; ¿terminará preguntando también por recetas caníbales?
Viendo que la cosa iba para largo, porque a Elena, cuando aterroriza a algún dependiente, le gustan las torturas lentas, yo deambulaba por la librería, única que conozco cuya sección infantil es, claro, sobre gastronomía infantil. Pero descubrí un par de estantes que NO y repito NO porque era una novedad, en serio, NO iban de cocina. Rarísimo, porque había una buena colección de libros sobre, por ejemplo, el chocolate, o el gazpacho, o cualquier cosa que se coma. En esos estantes se apilaban, siguiendo un orden que no comprendí, colecciones de libros de otras clases, con la maravillosa virtud de que como la mayor parte de la librería era sobre cocina el resto de los libros se hallaban concentrados en un área pequeña, que por lo tanto tenía una gran densidad de títulos y no tenías que ir corriendo de un lado para otro como pasa en superficies más grandes. Lo cuál está muy bien, porque te da tiempo a repasar estantes enteros. Vi ahí mil cosas leídas y ya olvidades, mil escritores que forman parte de nuestro legado genético literario, y me sentí brutalmente amnésico, tan consciente de mi ignorancia ganada a pulso, perdida recuerdo a recuerdo. Medité con tristeza sobre ello, agachado frente a estantes repletos de libros con los lomos tapizados por pelos blancos de una perra que había en la tienda yendo de un lado para otro con un juguete de goma naranja estrujado entre los colmillos y que consolaba mi tristeza exigiéndome caricias para hacerme testigo de cómo aporreaba literatura con su cola. Vi luego un rincón estrecho y abandonado donde tenían las novedades internacionales, y vi así que Baricco tiene un libro nuevo de cuya existencia yo no sabía nada. Y pensaba en comprarlo, amparándome en que algo tendré que leer cuando termine Campos de Londres para no pensar lo consumista que soy (porque es un síntoma del que tiene más papeletas para ser mi desorden mental, por cierto), cuando me levanté porque ya venía Elena con un par de libros de doce kilos de peso cada uno, arrastrando tras de sí a la dependienta exhausta y cadavérica, y allí, en el mostrador, vi El niño del pijama de rayas, libro del que Verónica la que no es mi agente hablaba hace un tiempo en su blog y por el que sentía yo mucha curiosidad; sobre todo por esa nota críptica de la contraportada, por eso de no querer revelar ningún detalle del libro, por dejárselo entero para el lector. Ahí estaba el libro, que si tuviese bracitos los estaría agitando, y casi podía escuchar su voz que decía "cógeme, cógeme". Así que yo que soy muy obediente para ciertas cosas lo cogí, para alegría de la dependienta y de su santa madre, que estaba ahí junto a ella, tras la caja. Y dijo la dependienta "ah, dicen que está muy bien, tú te lo has leído, ¿no, mamá?". Y ¿qué hizo la madre, mientras la hija me daba el cambio? Se puso a contar el argumento del libro, para pasmo mío, de Elena y de su hija, que en cuanto pudo saltó sobre ella, tapándole la boca.
Un libro que uno debería leerse por sorpresa, cosa que comprenden hasta los editores, siempre ávidos de contar la historia, medio destripado así en un momento por una dulce viejecita de ojos azules. Si no hubiese tenido esa sonrisa mientras hablaba, si no se notase en su voz tanto amor por los libros, si la librería no fuese tan genial, si no hubiese estado ahí la perra blanca con el muñeco de goma naranja estrujado entre los dientes, yo ahora estaría a la fuga acusado de asesinato. Pero así no había manera no ya de matar a nadie, sino ni siquiera de cabrearse.
Para bien o para mal ya sé más del libro de lo que a estas alturas, sin haberlo abierto siquiera, me gustaría saber. Y no sabré el alcance de esa herida hasta que no lo lea, pero el libro ha quedado marcado. Pero no, y esto es de agradecer, como un libro desvelado y una trama que ya no me va a ser todo lo sorprendente que debiera, sino como el recuerdo de una bonita tarde de expedición gastronómicoliteraria con una buena amiga, de una bonita librería, de una perra simpática, y de una familia que amaba la literatura con tanta pasión como para no poder evitar dar detalles de la trama. Una historia que, por todo, me va a costar la vida olvidar. Y hay que agradecer que la compra del libro venga con su historia propia, al fin y al cabo.
Respecto al a faena en sí, me consolaré pensando que lo más probable es que el editor pusiese esa nota al final del libro, en vez del resumen habitual, porque no llegase a leérselo y perdiese la nota-resumen de su secretaria.
Escribía Milton en El Paraíso Perdido que si Dios no quería una guerra en el cielo entonces por qué puso espadas en él. ¿Llenaron nuestros jefes la oficina de pelotitas de goma para que pudiésemos masacrarnos los unos a los otros un día?
Pero bueno, no ha habido daños de mucha consideración. No veo por el ojo izquierdo, anegado en sangre tras un brutal impacto logrado por Sheila, una mujer cuyas tendencias violentas se reducen, por lo general, a hablar como Ned Flanders y a ponerse en el msn nombres como "hola tronkis!" y "que vuelva el soleteee". Creo que soy el peor parado de todos, el resto vivirán con toda probabilidad. Yo no me atrevo a prometer nada, veremos cómo evoluciono en las próximas horas.
Pero yo venía a hablar de terrorismo literario, no de violencia laboral. Me llevó ayer Elena a una librería especializada en gastronomía. Bien que hacía, teniendo en cuenta el tipo de preguntas con las que, con su vocecita más amable (a la que tengo terror. ¡Desconfiad siempre de las voces de niña buena en mujeres con tan mala leche!) acorrarló a la pobre dependienta. ¿Y vienen aquí recetas para, digamos, especies de animales vágamente emparentados con las ovejas de una especie de la que quedan 50 ejemplares en el mundo, todos ellos concentrados en Sicilia? ¿Y explica cómo macerar un mamut? ¿Cómo preparar unas chuletas de canguro? ¿Cómo hacer morcillas de koala? ¿Cómo servir un leviatán en su salsa? ¿Cómo aliñar una boa constrictor? La dependienta tragaba saliva al ritmo de dos litros por segundo, con los ojos como platos, y era fácil leer lo que ella misma se estaba preguntando; ¿terminará preguntando también por recetas caníbales?
Viendo que la cosa iba para largo, porque a Elena, cuando aterroriza a algún dependiente, le gustan las torturas lentas, yo deambulaba por la librería, única que conozco cuya sección infantil es, claro, sobre gastronomía infantil. Pero descubrí un par de estantes que NO y repito NO porque era una novedad, en serio, NO iban de cocina. Rarísimo, porque había una buena colección de libros sobre, por ejemplo, el chocolate, o el gazpacho, o cualquier cosa que se coma. En esos estantes se apilaban, siguiendo un orden que no comprendí, colecciones de libros de otras clases, con la maravillosa virtud de que como la mayor parte de la librería era sobre cocina el resto de los libros se hallaban concentrados en un área pequeña, que por lo tanto tenía una gran densidad de títulos y no tenías que ir corriendo de un lado para otro como pasa en superficies más grandes. Lo cuál está muy bien, porque te da tiempo a repasar estantes enteros. Vi ahí mil cosas leídas y ya olvidades, mil escritores que forman parte de nuestro legado genético literario, y me sentí brutalmente amnésico, tan consciente de mi ignorancia ganada a pulso, perdida recuerdo a recuerdo. Medité con tristeza sobre ello, agachado frente a estantes repletos de libros con los lomos tapizados por pelos blancos de una perra que había en la tienda yendo de un lado para otro con un juguete de goma naranja estrujado entre los colmillos y que consolaba mi tristeza exigiéndome caricias para hacerme testigo de cómo aporreaba literatura con su cola. Vi luego un rincón estrecho y abandonado donde tenían las novedades internacionales, y vi así que Baricco tiene un libro nuevo de cuya existencia yo no sabía nada. Y pensaba en comprarlo, amparándome en que algo tendré que leer cuando termine Campos de Londres para no pensar lo consumista que soy (porque es un síntoma del que tiene más papeletas para ser mi desorden mental, por cierto), cuando me levanté porque ya venía Elena con un par de libros de doce kilos de peso cada uno, arrastrando tras de sí a la dependienta exhausta y cadavérica, y allí, en el mostrador, vi El niño del pijama de rayas, libro del que Verónica la que no es mi agente hablaba hace un tiempo en su blog y por el que sentía yo mucha curiosidad; sobre todo por esa nota críptica de la contraportada, por eso de no querer revelar ningún detalle del libro, por dejárselo entero para el lector. Ahí estaba el libro, que si tuviese bracitos los estaría agitando, y casi podía escuchar su voz que decía "cógeme, cógeme". Así que yo que soy muy obediente para ciertas cosas lo cogí, para alegría de la dependienta y de su santa madre, que estaba ahí junto a ella, tras la caja. Y dijo la dependienta "ah, dicen que está muy bien, tú te lo has leído, ¿no, mamá?". Y ¿qué hizo la madre, mientras la hija me daba el cambio? Se puso a contar el argumento del libro, para pasmo mío, de Elena y de su hija, que en cuanto pudo saltó sobre ella, tapándole la boca.
Un libro que uno debería leerse por sorpresa, cosa que comprenden hasta los editores, siempre ávidos de contar la historia, medio destripado así en un momento por una dulce viejecita de ojos azules. Si no hubiese tenido esa sonrisa mientras hablaba, si no se notase en su voz tanto amor por los libros, si la librería no fuese tan genial, si no hubiese estado ahí la perra blanca con el muñeco de goma naranja estrujado entre los dientes, yo ahora estaría a la fuga acusado de asesinato. Pero así no había manera no ya de matar a nadie, sino ni siquiera de cabrearse.
Para bien o para mal ya sé más del libro de lo que a estas alturas, sin haberlo abierto siquiera, me gustaría saber. Y no sabré el alcance de esa herida hasta que no lo lea, pero el libro ha quedado marcado. Pero no, y esto es de agradecer, como un libro desvelado y una trama que ya no me va a ser todo lo sorprendente que debiera, sino como el recuerdo de una bonita tarde de expedición gastronómicoliteraria con una buena amiga, de una bonita librería, de una perra simpática, y de una familia que amaba la literatura con tanta pasión como para no poder evitar dar detalles de la trama. Una historia que, por todo, me va a costar la vida olvidar. Y hay que agradecer que la compra del libro venga con su historia propia, al fin y al cabo.
Respecto al a faena en sí, me consolaré pensando que lo más probable es que el editor pusiese esa nota al final del libro, en vez del resumen habitual, porque no llegase a leérselo y perdiese la nota-resumen de su secretaria.