Madrid de noche
Empieza temprano este viernes: Avisa el móvil a las 4:30 de la madrugada, hora a la que jamás me he levantado. Yo salto de la cama, sorprendentemente audaz, sintiéndome muy despierto y muy despejado. Pero una fracción de segundo después ambas sensaciones se desperezan, se yerguen sobre la cama en plan tsunami psicológico, y se abaten sobre mí, cataplaf: Ah, pues no, estoy muerto de sueño.
Pues bueno. Hoy es por una buena causa, porque un favor es una buena causa.
Correteo por la casa, rápidamente. Una carrera al baño, vago recogiendo lo que me pueda hacer falta (no son tantas cosas), salgo y confirmo que mi mayor terror nocturno, esta vez como tantas otras (no todas, ojo), era infundado: Nadie me ha bloqueado el coche aparcando en doble fila. Así que monto, arranco, doy las luces, suspiro y busco un buen CD para el paseo. Gana Eluveitie de calle. Lo pongo y me lanzo por las calles del barrio, absolutamente desiertas, salvo por un conductor confuso y onírico que vagaba de carril en carril. Me salto semáforos a cien kilómetros por hora, esquivo un par de taxis noctámbulos, medito que probablemente valga la pena madrugar, algún otro día, por el simple hecho de coger el coche y recorrer Madrid a estas horas; la ciudad está desnuda, entregada. Puede uno surcar su piel a cualquier velocidad, acariciarla en cada curva, saborear cada destello de cada farola. Terminan las meditaciones cuando aparco en doble fila, llega mi pasajera y, como siempre, me cambia el disco.
Pues bueno. Es mi pasajera, es su derecho elegir la música.
Además tampoco pone nada que no vaya a gustarme.
Nos zambullimos en la M-30. El Need for Speed, una mierda al lado de aquello. Subidas, bajadas, giros imposibles, focos deslumbrantes, oscuridades infinitas. Finalmente salimos de La Zanja, entramos en lo que puede llamarse una carretera, empiezan los carteles, empiezan los nervios estúpidos, porque es estúpido tenerlos porque los carteles están hechos para nosotros los estúpidos, para que no nos perdamos demasiado, para darnos segundas y terceras oportunidades. Somos muy felices cada vez que un cartel va acompañado de la silueta esquemática de un avión, los enfilamos, confirmamos que hay más gente torpe ahí fuera. Incluso gente más torpe que nosotros. Y también que por lo visto a esas horas, aparte del aeropuerto, hay pocos sitios donde ir.
Llegamos, nos creamos la duda artificial sobre el camino a la Terminal 1, porque si no la cosa parecería demasiado sencilla. Aparcamos en prohibido, buscamos la fila que toca y la compañera de viaje de mi pasajera, lo encontramos todo demasiado fácilmente. Yo decido callar esa intuición mía sobre la fatalidad en los viajes con el tema de los aeropuertos, no ha habido viaje en el que no me haya tocado pasar un susto y correr por pasillos acristalados. Igual esta vez no pasa, igual el gafe soy yo. Así que cierro la boca, me callo mi miedo tonto y las miro muertas de envidia. Se van a Londres, las muy capullas. A ver el Big Ben y a patearse la ciudad (herejes sin saberlo, sin escuchar mientras tanto Godspeed You! Black Emperor).
Facturan toneladas de peso en libros y ropa (es un viaje de tres días, al fin y al cabo), me acompañan de vuelta al coche, se despiden, vuelvo a casa. Por otro camino, tentando a mi suerte de explorador. No me pierdo. La ciudad está más despierta, pero no mucho más. Me da tiempo a recorrer de nuevo algunas calles desiertas, a ver tras el cuentarrevoluciones el comportamiento de una bestia feliz y veloz. Y llego al barrio, y encuentro un sitio exactamente al lado del que tenía antes de partir. Vuelvo a casa, subo las escaleras, enciendo el ordenador, escribo esto.
Y aún me da tiempo a echarme una siesta, y a morirme de envidia un rato más. Aunque esto último, como todo lo ruin de mi persona a lo que logro aplicar el tratamiento (lo que trasluce, bueno, es que uno sólo tiene dos manos y no se da abasto con tanto), lo ocultaré, fingiré no sentirlo, intentaré que no se me note en la cara cuando las recuerdo muertas de risa y les deseo un buen vuelo y que se lo pasen muy bien. ¡Qué hijas de puta! (ups, se me escapó).
Veo que el uso de taxis no está muy extendido por ahí. O eso o te odian :-O
ResponderEliminarcreo que le odian :D
ResponderEliminarRepor, es que yo soy más barato, más simpático, más majo y etcétera que el taxista. Y el taxista no le dejaría poner música. Ni fumar.
ResponderEliminarPip, motivos doy, motivos doy.
Es odio, es odio jajajajajaja
ResponderEliminar¿a que somos super monas?! bueno, que conste que te ofreciste voluntariamente ¿eh? ;P
Y no te quejes tanto per deu! mil besos churry! tu no te preocupes que te compensamos a base de conversacion!
¿Me ofrecí voluntariamente?
ResponderEliminarNo sé. Yo recuerdo una conversación que empezó con una tú diciendo "...¿no me harías un favor, no?" Que tú lo pidas y que yo diga que no hay problema no significa que yo me ofrezca. Aunque lo hubiese hecho, imagino. Total, lo hice anoche.
Los taxistas del aeropuerto ya me miran mal, por eso del intrusismo profesional.