29.12.08

una pregunta para los escultores realistas

Se fueron a Italia mi primo-exjefe, Juanito y su hermano.

-Traedme algún regalo -les había dicho yo.

Y me hicieron caso. A la vuelta vinieron cargados de regalos, y vino mi primo y me dijo

-Toma, esto pa ti.

Y me tendió un marcapáginas. Arriba, qué apropiado, ponía "David". En medio se veía esto:



A mí me hizo una gracia inmensa y desde entonces el pene del más legendario David divide, en los libros, lo que está leído de lo que falta por leer. Así que muy a menudo, cuando abro los libros, me encuentro enfrentado a un primer plano de los pétreos, marmóleos cojones del David de Miguel Ángel. Y cada vez más y más veces me descubro imaginándome al legendario artista renacentista, cincel y martillo en ristre, sacando, del bloque de mármol, ese par de pelotas, y preguntándome ¿qué narices puede uno estar pensando cuando está ahí abajo, enfrentado al bloque de mármol, tallando los testículos de una escultura? ¿Qué pensamientos albergaba la mente de Miguel Ángel, qué se le pasaba por la cabeza mientras hurgaba en el mundo de las ideas y se traía a golpe de cincel un par de pelotas y un palito para cedérsela a la eternidad?

¿Hay algún escultor realista en la sala que, habiendo tallado genitales, pueda sacarme de este charco de dudas y oscuridad?

26.12.08

la la laaa, la la laaa


Una vez, hace muchos años, mi agente me dijo que si algo se podía decir de mí era que soy un tipo consecuente. Durante años, después, ha demostrado la falsedad de esa frase unas setecientas mil veces diciendo muchas más cosas de mí, y supongo que ha asistido a miles de contraejemplos de lo consecuente que puedo yo llegar a ser, pero yo es una frase que recuerdo porque, la verdad, es una frase que a mí me viene de perlas recordar, porque a mí me gustaría ser consecuente, o me gusta serlo cuando me sale. Creo que ser consecuente es algo estupendo.

Digo esto porque esta mañana, mira qué fecha, viernes 26 de diciembre, me he despertado pensando que un día como hoy, mira qué fecha otra vez, sigue siendo viernes 26 de diciembre, no debería uno levantarse para ir a trabajar. Y al menos hoy me ha salido lo del ser consecuente, y he decidido que tengo toda la razón del mundo, así que sí, me he levantado, y sí, me he metido en el metro y sí, he venido a las oficinas de la Secta. Sí a todo eso. Pero que no cuenten conmigo para trabajar, hoy.

Por el momento me estoy dedicando a bostezar y a responder la correspondencia navideña. Una compañera de trabajo me había enviado un correo electrónico de estos de felicitación navideña. Salía mucho espumillón, un árbol de navidad de fondo y un gatito disfrazado de Papá Noel. Así que yo le he dicho que feliz Yule, y le he mandado mi foto de felicitación y la típica noticia de estas fechas sobre las andanzas de Papá Noel. Ya sabes, todos los años en los telediarios meten la típica noticia tontuela donde se ve a un tipo gordo vestido de rojo azotando unos renos, haciendo esquí acuático o snowboard. La mía, que he sacado de El País de hoy, es esta, aunque la copio recortada aquí debajo:

Un hombre vestido de Papá Noel mata a nueve personas en Los Ángeles

Las víctimas participaban en una cena navideña (…).

AGENCIAS - Nueva York - 26/12/2008

Al menos nueve personas han muerto después de que un hombre vestido de Papá Noel irrumpiera la noche del pasado miércoles en una vivienda donde se estaba celebrando una cena de Navidad en Covina, a unos 50 km de Los Ángeles. (…) Abrió fuego con una pistola sobre los invitados antes de incendiar la vivienda, al parecer propiedad de los padres de su ex mujer, según ha informado la Policía.

Según testigos presenciales (alrededor de una treintena de personas que participaban en la cena), el sospechoso lanzó varios cócteles Molotov contra la vivienda de dos plantas antes de salir huyendo. (…) Cuando los agentes llegaron encontraron el edificio en llamas.

Tras recibir varias llamadas al teléfono de emergencias 911, que se hicieron en torno a las 23.30 de la noche, una patrulla de Policía se trasladó al lugar de los hechos, donde encontraron los cuerpos sin vida de tres personas. Después de que actuaran los servicios de bomberos se encontraron varios cuerpos más calcinados.

La conclusión obvia (aparte de la de siempre: qué temprano montan los yanquis sus fiestas, hay que ver) es que en cuestión de regalos sale mejor apuntarse a los Reyes Magos que a Papá Noel. Cuando los Reyes se mosquean con uno le traen carbón. Mucho mejor eso que ver lo que hace Papá Noel cuando se mosquea.

Pienso en ello y soy consciente de que ya he realizado toda la filosofía del día. Así que doy por terminado esto, y voy a ver si consigo reclutar gente por la oficina para ver si podemos escaparnos a por una botella de ponche e ir por la oficina cantando villancicos, pidiendo el aguinaldo y pasando las horas de esta jornada laboral tan absurda, tan impropia y tan felizmente desperdiciada.

23.12.08

el cerco de rafael reig

El cerco de Rafael Reig sobre mi persona se cierra lenta pero inexorablemente.

Ayer caminábamos por Malasaña la Muchacha y yo, y ya nos tomamos la cosa con mucha filosofía. Íbamos andando, mirando las ventanas de los bares con ese odio tiritón del que ve a quienes están calentitos caña en mano y allí estaba, bigote y sonrisa.

–Mira, Rafael Reig –dije yo, con la voz rutinaria de quien asiste a una maravilla cotidiana.

–Ah, sí –respondió la Muchacha.

Y seguimos caminando porque teníamos prisa, y porque somos tímidos, y porque no somos nada mitómanos por muchas reverencias que se merezca Reig por sus cartas con respuesta.

Fuimos a casa de sus amigas mexicanas, que celebraban un amigo invisible. Un amigo invisible deprimente donde los haya porque yo no participaba, y en ocasiones como esa uno tiende a ponerse a lagrimear y a decir que él no tiene amigos invisibles.

–¡Eso es porque tu amigo invisible es invisible de verdad! –me intentó consolar María a Rayas– ¡Y no como los nuestros, que al final se ven!

Yo refunfuñé.

–Eso es porque tu amigo invisible existe.

Luego me obligaron a ejercer de Papá Noel e ir entregándoles su regalitos. Ellas daban palmas. Yo contenía mis lágrimas y ordenaba los regalos por orden alfabético, para no olvidar cuál era para cuál. Y me preguntaba qué pasaría si Papá Noel existiese, cómo se organizaría él, el listado de niños con el coñazo de ordenarlos por orden alfabético. La risa de la llegada del capitalismo a China, el tener que incluir críos con nombres escritos con rayitas y cuadraditos.

Si algún día hubo una criatura mitológica con superpoderes y la más mínima responsabilidad, comprendí, se habría pegado un tiro en cuanto Colt inventó su aparatito.

Pero yo me erguí sobre mi acordeonada espalda. Al fin y al cabo sólo eran cinco regalantes. En mi pequeño mundo yo podía hacerme cargo. Chúpate esa, Papa Noel. Incluso sin renos ni duendecillos ni nada. Incluso sin amigos invisibles. Casi no se me cayeron regalos al suelo ni nada. Sólo 3 de 5, para ser la primera vez no está mal. Lo que peor me sentó fue que María no se pinchase con el cactus que le regalaron. Lo mejor, que mientras a ella le regalaban ese cactus, ella le estaba regalando a la regalante una regadera. Viven juntas. Tratan de decirse cosas, hablando en idiomas distintos:

–Toma María, ¡una planta que no hay que regar!

–Toma Char, ¡una regadera para que riegues las plantas!

Luego intentan defender su cordura, como si tal cosa fuera posible, como quien defiende la existencia del Ratoncito Pérez, o la de Dios, o de la violencia en el Wrestling yanqui. Valientes y absurdas, tenaces y resignadas. Me caen bien las amigas de la Muchacha.

Aunque tengan amigos invisibles que les regalen cosas y yo no. Pero nadie es perfecto.

Dicho lo cual me voy al monte a celebrar el Yule. Pásalo bien, y cuídate del garrafón y del empacho en la medida de lo posible.

22.12.08

conan 1, jesús 0

Tocaba pasar el viernes sin la Muchacha, y tocaba lo que toca cuando la Muchacha no está: homenaje al friquismo. Así que me puse Conan the Barbarian con esa opción que, por eso de que la película es la que es y el resto es ruido de fondo, nunca me pongo, los comentarios de los extras. Así que me vi la película sólo en el sofá como si en él estuviesemos apoltronados, comentando la película, el director John Milius, Arnold Schwarzenegger y yo. Al principio arrastraba yo mis dudas, pero ya no pude dejarlo cuando aparecen William Smith, en el papel de papá de Conan, y Jorge Sanz, como Conan el Barbarito. Cito más o menos y traduzco a mi aire:

–Ah, ahí estoy yo de pequeño –dice Scharzenegger mientras papá le explica a su hijo, espada en mano, que no podrá fiarse de nada en su peligroso mundo salvo de la espada que podrá usar para tratar de seguir vivo. Milius se ríe, y Arnold insiste–. No, no, que se me parece muchísimo, a su edad yo era así, más o menos.

–Era un chavalín muy valiente, el niño ese –comenta Milius–. Muy majo.

–Hum… ¿lleva los labios pintados? –pregunta Scharzenegger.

–¡No, qué va! ¡Los tenía así, al natural!

–¡Qué gracia!

Y en fin, hay perlas gloriosas como Milius, que fue el que se inventó para Apocalypsis Now aquello del olor del napalm, proclamando que nada como arrasar un pueblo por las mañanas para empezar bien el día, o aquello otro de que Conan es, en realidad y ante todo, un pensador, porque se pasa toda el metraje mayormente meditando. Genial también todo eso de ir comentando el recuento de bajas cada vez que un especialista caía rodando de un caballo o se llevaba un buen leñazo en alguna escena, “huy, ese quedó para el arrastre”, “uy, éste por poco no lo cuenta”.

A mí es una película que me encanta, la verdad, que habré visto como mil veces y que no me canso nunca de ver. La prueba es que ayer, aprovechando un descuido de la Muchacha, Juanito y yo la pusimos. Sí, otra vez. Yo no sé, porque miro desde dentro, pero asumo, porque se dan todas las papeletas, que es una película que lo tiene todo para resultar una fricada descartable para un montonazo de gente. Para mí tiene más que eso. Para mí es una película que vale, es de (su) género, pero que a diferencia de tantas otras da gusto ver aunque hayan pasado 26 o 27 años desde su estreno. Una película en la que siempre espero con el corazón en un puño el momento en el que Thulsa Doom reta a la madre de Conan con la mirada, y la reconoce débil y precisamente por esa debilidad, ¡chop!, debe matarla, o ese otro en el que Conan, ya máquina de matar para su amo, es liberado para ser pasto de los lobos hasta que encuentra la tumba de aquel señor de la guerra atlante, enterrado con sus esclavos vivos, y como encuentra la espada y cómo se opera el cambio del “hola, me llamo Conan y lo único que puedo hacer es correr arrastrando un trozo de cadena, y si me paro se me meriendan los lobos” al “hola, me llamo Conan, tengo una espada: que corran los demás” que ya surge cuando el viejo guerrero muerto, desequilibrado al faltarle la espada que Conan acaba de cogerle prestada, cae hacia delante y la reacción de este ya no es ni el paso atrás ni el susto. Es levantar la espada, preparar el golpe. “Crom”, dice él, mientras el viejo guerrero atlante, muerto hace a saber cuánto, se inclina ante él con la sabiduría de los muertos. Y sale Conan espada en mano de la tumba, y de un golpe en el grillete ya no tiene el estigma del esclavo, la cadena que aún le quedaba colgando del pie cae arrancada; y aúllan los lobos que aún le reclaman como almuerzo. Conan pone cara de ajustar cuentas y Milius, corta. En la siguiente escena aparece corriendo, con una capa de pieles de lobo a la espalda.

Una escena que por lo visto no había yo pensado con la profundidad que merece es la de la crucifixión de Conan en el árbol de los lamentos, porque ahora parece estúpido no haberlo hecho, pero hasta el viernes no me había yo parado a comparar esa escena con la de la crucifixión de Jesús. Lo cuenta Milius, claro: Jesús, en la cruz, está desesperado, recriminando a su todopoderoso padre su abandono, siendo la mofa de los romanos que le clavan las lanzas y se ríen de él. Conan, en cambio, está en la cruz sólo y en silencio, sin implorarle a su dios que, bien sabe, tampoco iba a hacerle caso ¿Pero resignado? Qué va. Cuando los buitres llegan a darse un festín en él, a quien ya sólo le queda morirse ¿qué hace Conan? Pues mata al buitre de un bocado. Ese, eso es Conan. Defiant to the end, “desafiante hasta el fin”, dice Milius, sonriente, con el orgullo de un padre vibrándole en la voz. Mientras Scharzenegger refunfuñaba y contaba que el bocado se lo había dado a un buitre muerto que habían llevado para la escena, y que luego el médico de la productora le dijo que durante una semana hiciese gárgaras con alcohol porque, bueno, nadie tenía muy claro de qué había muerto el buitre.

Pienso ahora en Milius y en Scharzenegger y pienso dos cosas. La primera, sobre el segundo, es que algunos actores son mucho más buenos de lo que parecen porque sus personajes rayan muchísimo más alto que ellos, que la persona que los habita y les da vida. La segunda, que algunas películas son justas hijas de sus directores. Cuando Conan cae en la tumba atlante contaba Milius que en la caída Arnold se hirió de cierta gravedad.

–¡Estoy sangrando, esta sangre es mía! –se quejó entonces el gigantón austriaco.

–¡Déjala, queda perfecta! –le respondió el director.

–Ahí estaba yo –decía Arnold rememorándolo: – el primer día del rodaje y antes del mediodía ya me tuvieron que dar unos puntos.

Milius decía que sí y reía feliz, perdido en la nostalgia.

20.12.08

el cumpleaños con el club psicópata



–Tienes que llorar –me dijeron–. Tienes que llorar para que veamos que te ha gustado.

Yo les miré, medio sonriente, ¿es una broma?, medio asustado, no, no es una broma, y arrugué los párpados todo lo que pude y ensayé un par de sollozantes gorjeos telefílmicos. En un silencio sepulcral todos taladraban el humo del aire con sus miradas psicóticas. La fijeza de sus pupilas me provocó una urticaria, una quemazón.

Hay cosas, hay verdades que uno nunca debería descubrir. Con lo feliz que era yo en mi bucólica ignorancia, pensando que la gente del Bremen era maja y simpática. Que quedábamos cada par de semanas para leernos lo que escribimos y para pasar el rato. Pero este miércoles, de pronto, se me abrieron los ojos. Este miércoles algo no marchaba bien, un engranaje suelto chirriaba, una bujía se había quemado, algo. De pronto fue como si despertara y allí estábamos, en ese sótano húmedo y frío, riendo y bebiendo aquel cava que desparramábamos sobre nuestros escritos mientras leíamos historias de sangre y de violaciones, de muertes y de cuchillos, de manos aplastadas a martillazos y de huérfanos asfixiados, de fosas comunes y de carne humana frita a la sartén.

Imagina un anti-Dexter, un tipo normal en un mundo de psicópatas: así me sentí yo, aquella noche. Debiendo fingir para poder sobrevivir, sí, pero sobretodo intentando mostrarme entusiasmo, pues después del sesgo de los relatos de la noche, de entrever de qué serían capaces las manos que habían escrito aquello, más me valía no decepcionarles, y llorar si hacía falta para probar que sí, que me había gustado.

En realidad no fue difícil, porque me habían regalado un iPod Touch, y aún ahora, tres días después (y lo siento por el retraso, pero es que tengo un pluriempleo y ando liadillo), cada vez que lo miro se me salta el lagrimón y me descubro balbuceando "¡ay cuchi cuchi cu! ¡Quién te quierea ti! ¡Yo te quiero a ti! ¡Abububububú!", lo que me despierta ciertas preocupaciones sobre el afinamiento y la puntería de mis instintos paternales, en fin.

Como dije luego cómo no alegrarme: soy un absoluto fraude para el sistema capitalista porque los tres únicos objetos por los que suspiro y elevo la mirada así como cuando uno sueña despuerto eran la Xbox, el iPod (léase aaaipoood) y el Ford Mustang. Y entendiendo que la gente del taller no se va a poner a regalarme el Mustang (ayer pasó uno por delante de mi oficina negrísimo, visceral. El cretino del conductor, frenando para llegar a un semáforo cerrado, lo llevaba en punto muerto, en silencio ese motor que es pura música, qué desfachatez), el iPod es, sin más, un sueño hecho realidad. Y suena de maravilla y tiene mil pijaditas adorables.

Así que tengo que agradecérselo a los psicópatas, a los que fueron y a las ausencias. Se os quiere. Por mucho que luego os pongáis a escribir sobre masacres y carnicerías mientras brindáis con cava y reís a carcajadas. Todo el mundo tiene sus cosillas, ¿verdad? Menos yo, que soy tan normal como para llenar el iPhod con canciones como esa de ahí arriba.

17.12.08

pastelitos de nata y chocolate

Probablemente la frase, “diga tren tai treeés” sea la que a más diagnósticos médicos ha precedido porque aunque jamás haya visto al doctor Greg House pronunciarla quién no la ha escuchado a su médico unos quinientos chopillones de veces es que no ha ido jamás a la Seguridad Social.

Eso hace que le tenga un cierto cariño al número. Eso y que siempre me recuerda las peculiares matemáticas de nuestro pueblo durante aquel año en el que nos empeñamos a decir “¿3 + 3? ¡Tren-tai-tréh!” y a obrar en consecuencia, desterrar el número 6 reemplazándolo con el 33 y viendo, embelesados, a que absurdas paradojas nos conducía aquello.

Bueno, vale, confieso: sólo era yo el que se quedaba embobado pensando en las paradojas. Los demás decían la tontería y pasaban a otra cosa. Tampoco es cosa de ir acusando al personal así por las buenas de ser tan bobo como los matemáticos podemos serlo cuando nos da el espíritu de superación.

En fin, que el 33 no es un mal número, pese a no ser primo, porque un número, para ser bueno bueno bueno, para mí, tiene que ser primo. Pero tampoco se puede pedir que todos los números sean primos, obviamente. Ni siquiera que se presenten muy a menudo; ya avisa el Teorema de los números primos de que entre 0 y x hay tan solo, aproximadamente, x/ln(x) números primos, es decir, que cuanto más avanzamos menos se prodigan los jodíos; en cuestión de fechas el próximo año primo es el 2011, luego el 2017 y ya nada hasta el par de primos gemelos 2027 y 2029 y paciencia hasta el 2039, 2053, 2063, 2069, etc (sí; he sido capaz de malgastar 5 minutos de mi vida en hacer un Excel que me mire qué años primos vienen. Si me pagarán poco en la secta, sin duda, pero caro les sale). En cuestión de edades yo, que hoy 17 de diciembre (17, primo, ¡yuhu!) cumplo 33 años entro en mi segundo año de la larga travesía prima del desierto que hay que pasar para llegar a los 41 y 43.

Así que hoy, por ser mi cumpleaños, me ha tocado cumplir con un rito de la secta que consiste en que en días como este el celebrante tiene que traer bollitos, pastelitos o similares para que todos, con grandes alabanzas a satán, nos pongamos pardos y podamos darle más pretextos a las amables doctoras para que nos digan que tenemos obesidad discreta. Para ello tuve que ir a buscarlos ayer por la tarde. No había problema: recordaba perfectamente dónde había una pastelería estupendísima en mi barrio, porque incluso yo, torpe geográfico congénito, soy capaz de retener algunas informaciones, qué te crees. Así que para allá que fui, escuchando Amon Amarth y avanzando con paso resuelto. Cuando llegué me planté en el escaparate dispuesto a salivar el 80% de mis reservas líquidas, y constaté conspicuamente consternado que ante mí no había pastelitos. Había zapatos. Mierda, me dije, han quitado la pastelería para montar una zapatería y yo no me he dado ni cuenta. Así que grité aterrado y mi compañero de piso, que estaba en Alcalá de Henares, me llamó, preguntando que qué era ese jaleo que se escuchaba desde Alcallá de Henares.

–Ah, ¿que hoy te vas a Alcalá? –pregunté yo.

–Sí, ya ves.

–Aaah.

–Bueno, tú, que qué eran esas voces.

Le informé.

–No te preocupes, hay otra pastelería cerca. Bueno, es una panadería, pero tienen algunos bollos.

Algunos, repetí yo para mis adentros así, en cursiva. ¿Bastarían para satisfacer el ansia de la secta? Que aquí pecar da puntos, y la gula es pecado. Agradecí, colgué y corrí hasta la panadería/pastelería. Quedaban dos bandejas de varios tipos de bollitos de nata rellenos de chocolate y un par de desamparados croissants (croasanes, vaya). Un niño se aplastaba sobre el cristal frente a ellos y daba saltitos de impaciencia mientras lanzaba rápidas miradas a su madre, en las que se mezclaban a partes iguales las ganas y la imploración. Qué niño más majete, me dije yo. Y como la madre iba detrás de mí cuando me tocó el turno le dije “me llevo esas dos bandejas”.

–¿Enteras, tal cuál? –me preguntó el pastelero panadero.

–…No… –balbuceó el chavalín.

–Enteras, envueltas en un papel o algo –sonreí yo.

–…Nooo… –balbuceó de nuevo el chavalín, y siguió repitiéndomelo hasta que terminó el expolio, pagué, le sonreí y me fui, calculando mentalmente si el chaval ya estaba en edades de llevar navaja y pensando que qué bonito es ser adulto y poder llegar un día y cumplir el sueño de todo crío. Aunque sea al precio del sueño de otro.

15.12.08

mi jardincito zen

Una de las estrategias eficaces que he seguido durante este año para ganarme a la Muchacha ha consistido en pasar muchísimo tiempo con ella fingiendo siempre ser un tipo encantador, labor titánica que sólo su inocente generosidad ha permitido, y uno de los efectos secundarios que ha tenido esto ha sido el que mi buen compañero de piso, Juanito, me ha visto bastante poco el pelo.

Pero como yo era el más antiguo ocupante de la casa cuando la bruja se fue, en aquel entonces me tocaba elegir cuarto. Nuestra casa tiene tres, uno, el que yo tenía, grande y enmoquetado, otro inmenso con terraza incorporada y otro que a día de hoy llamamos “el cuarto de la seta” por la profusión con la que hongos y setas crecen ahí gracias a unas hermosísimas manchas de humedad que decoran la parde. Por aquel entonces yo, que tonto, tonto, lo que se dice tonto no soy a jornada completa, elegí el cuarto aterrazado para mí, pero claro, cuando uno pasa más tiempo fuera de casa que en ella es una soberana tontería que el mejor cuarto del piso esté casi siempre vacío. Así que este fin de semana mi compañero de piso y yo nos hemos dedicado a hacer una mudanza entre cuartos, que se ha saldado con esa sorpresa absurda de novedad que se le queda a uno en el cuerpo con estos menesteres, el descubrimiento de doce mil nuevos tipos de pelusas y la muerte de un armario que ahora visto de frente es más trapezoidal que rectangular.

Pasamos la tarde de ayer reubicando esa cantidad de trastos que uno acumula en el día a día y que en días como el de ayer le dan a uno esas pequeñas alegrías de encontrar prendas de ropa que daba por perdidas, parejas de calcetines que tras meses de separación se rehacen, y toda esa retaila de objetos que le hacen a uno pensar que tiene un síndrome de diógenes del tamaño de un vertedero de basuras.

Yo, como de costumbre, antes que asumir que soy un guarro y un desastre organizativo, me puse a filosofar y a buscar las razones de todo esto. Concluí que todo viene de la curiosidad que de pequeño tenía por las cosas; cualquier cosa era susceptible de ser útil en algún juego, así que a mí me gustaba guardarlo todo y corroído por las perspectivas de futuros juegos miraba siempre con lujuriosa codicia todas las cajas de zapatos, frascos, tarros de plástico y demás basura que mi madre tenía siempre la sabiduría de tirar a la basura en cuanto yo me daba la vuelta. Pero claro, al emanciparse, sin esas medidas maternas, mi personalidad de coleccionista de deshechos ha crecido sin poda ni censura, y por eso ante mí veía, por ejemplo, una botella llena de arena de la playa de Ortigueira, varias piedras de mi pueblo y una caja de plástico que vete a saber qué diablos contendría originalmente. ¿Y qué puedo hacer con todo esto sino tirarlo?, me pregunté, empuñando la botellita. Pero de pronto algo dentro de mí hizo conexión, abrí la caja, volqué parte de la arena, dejé ahí las piedras y coloqué alrededor el resto de la arena. Cerré la caja y volví tan contento a mi anterior cuarto, donde Juan meditaba sobre cómo colocar su cama, agobiado porque con tanta amplitud las posibilidades eran infinitas.

–Juanito, Juanito –le dije–, me he hecho un jardín zen.

–¿Lo cualo? –respondió Juan.

–Un jardín zen –y le expliqué toda la historia, emotivos episodios de bucólica infancia incluidas.

–Ah –respondió cuando por fin terminé, a la media hora. Pero yo debía tener más ganas de filosofía

–Queda bonito –continué, pues–. No creas que cuando lo miro no soy plenamente consciente de que ahora la caja está sobre la mesa pero que algún día la tiraré y la arena se caerá sobre la cama y sobre la moqueta, de donde será imposible sacarla. Pero eso le da mayor belleza todavía. Y cuando se me caiga la arena, siempre podré descalzarme, pisotearla y proclamar que la Playa de Ortigueira se ha anexionado mi cuarto.

Juanito se echó a reír, me espantó agitando las manos y creo, porque no lo escuché bien, que me llamó loco o algo así.

Loco yo. Ya ves.

Un poco de síndrome de Diógenes y el asuntillo ese de las voces, ¿es eso locura?

12.12.08

hoy

Por culpa de toda la importancia que le damos al tema de las traslaciones terrestres alrededor del sol la Muchacha y yo estamos de fiesta. Hay fastos y celebraciones que abarcan todas las esferas platónicas: desde la de la Luna, que para la ocasión se ha puesto llenísima y recorre en su órbita alrededor de la Tierra uno de los puntos de mínima distancia, para estar aún más radiante, hasta la de la capulla de genial Lara Moreno, que por eso de hacernos un sabotaje guiño a los celebrantes presenta precisamente hoy su libro Cuatro veces fuego en El Ladrón de Tinta (Calle Noviciado 2, 19.00; ¡ven!), cosa que a fin de cuentas le perdonamos porque por algo la queremos con saña y le tenemos en cuenta que de no haber sido por ella nosotros dos no nos conoceríamos. Por ir adelantando las cosas, ayer celebramos un acto de peloteo mutuo que consistía en ir los dos a la Fnac, abandonarnos durante 15 minutos y escoger 3 libros que pensáramos que podrían gustarle al otro. Pero como somos unos tramposos y como ella es poeta, se tomó la libertad de cambiar un libro por un lote de películas de Clint Eastwood y yo, como yo soy matemático, me tomé la licencia de cambiar el 3 por el siguiente número primo, el 5. Y allí estuvimos, correteando por la 4ª planta, escondiendo los libros que íbamos considerando y espiándonos por entre las baldas y la muchedumbre, y luego dedicándonoslos con las sinceras cursiladas de rigor frente a unos vinos blancos, y finalmente cenando en el Da’ Cuchuffo, aquel argentino al que fuimos la primera vez.

Y encima ya casi es navidad.

Hace dos noches hablábamos de eso, de la navidad, con Vicky y con Xavie. La navidad, ese tiempo familiar de reencuentros, recordaban todos con una sonrisa boba. Para mí la navidad siempre ha sido la época del año en la que con una semana justa de plazo me agarro dos borracheras considerables y dos resfriados superlativos, y para de contar. Una de las cenas familiares siempre ha tenido un ambiente de decadencia considerable, derrotada y gris. La otra una ampulosidad de carton piedra y un nivel de alcohol en sangre en algún asistente (que por raro que pueda parecerte no, nunca soy yo) que pasa de largo la frontera de la incomodidad. Como consecuencia para mí las navidades siempre han sido algo más fastidioso que otra cosa. Pero este año me descubro esperando con impaciencia que llegue el 26 para tener unos días de vacaciones en los que podamos huir la Muchacha y yo del mundanal ruido de la corte y escondernos para nuestras celebraciones privadas y que yo pueda ver por fin un mar de invierno en el remoto sur –Martin, hablaremos. Pero ves echando cuentas, en principio estaremos por allí del 27 al 30–. Y me sorprendo esperando con una impaciencia perdida desde la infancia que lleguen esos días de lotería a la que no juego, polvorones que no como y villancicos que no canto, y me sorprendo compartiendo la sonrisa boba y agradecidísimo de la redención de este periodo con la evidente culpable de la misma.

Resumiendo, hoy hace un año ya desde que mi blog se convirtió en una pastelería.

El balance para las dos partes ha sido dispar. A la Muchacha la broma le ha costado ejercitar una paciencia digna de una plaza en el santoral, dos ceniceros, unas cortinas manchadas de café y alguna que otra intoxicación por exposición a películas de (mi) culto y a mi (insoportable) gusto musical. A mí, escuchar más cantaplastas cantautores de los que sospeché que existían y adquirir tal conocimiento mexicano que a estas alturas sabría sin preguntar dónde están los baños del Utopía Cantabar cordobés o la temperatura exacta a la que se venden allí las chelas.

Sumamos y seguimos, y los segundos siguen pasando con su descarada monotonía (31634155, 31634156, 31634157). Y en noches como la de ayer ella se ríe y llora cuando lee una dedicatoria, y yo sigo extrañadísimo y feliz descubriéndome pensar, cuando la abrazo, que al fin tengo la impresión de tener un hogar. Que tiene dos piernas y dos ojillos brillantes, y el pelo rubio y la risa más honesta del mundo, y como tal no es un hogar muy típico, vale (no es cosa de abrir a la pobre mujer en canal y ver si puedo colocarle dentro una cocinilla de gas y un camastro, obviamente). Pero es mi hogar, y yo la abrazo, y ella se ríe, y yo ronroneo.

11.12.08

el horror

Pese a estar a un punto de sacarme el carnet de novio de una poeta, se me puede considerar un tipo duro. De pequeñito me hinché a ver animalitos muertos por el campo, con la familia he reducido a unas cuantas docenas de cerdos a chorizos y morcillas, e incluso una vez pasé por un concierto de aquellos vejestorios que cantaban lo del “probe Manué” sin echar los higadillos. Soy capaz de mantener la compostura incluso frente a las cosas más nauseabundas, como las sardinas o los filetes de hígado, y en los juegos de tiros sonrío ufano cuando veo que son de esos que a la que le aciertas a alguien en el cuello, el vientre o la entrepierna incluyen un ingente despliegue de sangrienta casquería gráfica en la pantalla.

Y además, lo he visto todo de Clint Eastwood (y conste que en “todo” no se incluyen, porque no, Los Puentes de Madisson), y desde muy pequeño le convertí en mi modelo a seguir hasta el punto de que tengo mis sospechas sobre si las razones que llevaron a la Muchacha a negarse sin contemplaciones a que me comprase un póster de Clint Eastwood, Colt Army mod. 1860 en mano, era la posibilidad sin duda alta de confundirme con la figura del cartel.

Así, hay pocas cosas que me alteren o me afecten (aparte de los niños, los curas y la Wii). Y aún así.

Aún así, ayer.

Ayer, yo.

Buf. Esto va a ser difícil. Pero tengo que sacármelo de.

A veces olvidamos que el mundo es, en esencia, un lugar hostil. Miramos al firmamento y mucho oooh mira las estrellitas y mucho aaah, ¡la vía láctea!, y no queremos recordar los ecos de las explosiones de las supernovas, los infiernos congelados de los vacíos siderales, el peso del cosmos derrumbándose en los agujeros negros. Somos parte del mundo, vivimos en él, pero quizá por miedo quizá por despiste, nos olvidamos de su naturaleza diabólica y psicópata (incluso aquí, trabajando para una secta satánica), y nos consideramos a salvo en un mundo esencialmente tranquilito. Y a veces el mundo se transfigura hasta mostrar el horror, su cara más honesta, y nos despierta con un par de fríos tortazos, con el balde de agua fría de la realidad.

Ayer, el horror se me apareció. Aquí. En la secta.

Yendo al cuarto de baño. ¿Quién iba a sospechar nada de ese habitáculo tranquilo y silencioso en el que tantos y tantos días me he refugiado yo a echar partidas al tetris en el teléfono móvil? ¿Cuántas veces he ido a proveerme de sucedáneos de cleenex, a aliviar la vejiga o a contemplarme las ojeras en el espejo? ¿Cuántas veces he ido ya a ese cuarto de baño?

Hasta ayer, ningún problema. Hasta ayer, el baño era un lugar donde estar a salvo, esencialmente tranquilito.

Era media tarde. Yo me levanté y fui hacia allí a tratar unos asuntos, a echar mi partidita de tetris, alegre, animado, como tantas veces.

Pero olía raro.

Y se veía raro.

Un líquido viscoso cubría el suelo, y la parte de la taza que alcancé a ver.

Gotas de algo gelatinoso colgaban de las paredes, redondeaban pequemos mundos llenos de horrorizados clones míos en el espejo de la pared.

Yo quise gritar, pero entonces noté la rareza del olor, y dejé de respirar.

No era un olor habital para un cuarto de baño.

Lo peor, lo más desconcertante, lo horrible, era que olía bien.

Por el amor de Gauss, ¿¡qué coño puede nadie hacer en un baño para dejarlo como estaba éste!? ¿¡Qué actividad puede darse que no termine apestando el ambiente!?

Di dos pasos atrás, frenando justo junto a la puerta. Agarré doscientas toallitas de papel y me froté con ellas compulsivamente la suela de los zapatos. Entonces, con otra, abrí el pomo, apagué las luces y salí corriendo, pálido, levemente (horrendamente) perfumado. Y volví como pude a mi sitio y miré a mis compañeros, tratando de saber cuál de ellos podría, cuál de ellos habría hecho qué.

No descubrí nada. Ninguna cara rara. Ninguna mirada especialmente cómplice. Nada hasta que no llegó la señora de la limpieza, nos saludó y fue para allá. Al rato volvió a pasar a mi lado, con la mirada perdida, aún con el cubo y la fregona en la mano. Volvió diez minutos después, con un lanzallamas. Tardó hora y media en decirnos que ya estaba, que ya podíamos volver a utilizar el baño.

10.12.08

tanto tonto de los cojones votando a la derecha

La semana pasada se armó un considerable jaleo cuando un tal Pedro Castro, que por lo que se ve es presidente del PSOE de Getafe (o de Getafe del PSOE, no sé si me explico), llevado por la lógica de su forma de pensar y por una pintoresca propensión a la filosofía frente a los micrófonos, preguntó “¿por qué hay tanto tonto de los cojones que aún vota a la derecha?”

Por lo visto ésto ha desatado una serie de escozores bastante considerables y anda la gente bastante indignada con él y poniéndolo a caer de un burro. Eso lo veo normal. Lo que no veo normal es que quienes le critiquen sean, mayormente, de derechas.

Las preguntas pueden estar causadas por diferentes motivos: hay una serie de preguntas que se hacen sin esperar respuesta, sin que medie duda o petición de información, las preguntas retóricas o las que ya están incorporadas como muletillas del lenguaje (como por ejemplo eso de empezar a contar algo diciendo “¿sabes?”, o las clásicas de “¿soy yo o cada día estoy más gordo?”, “perdona, ¿me cobras?”, “¿tú eres tonto o qué?”, etc), pero por lo general y en esencia una pregunta es la petición de una respuesta que puede estar originada por un desconocimiento o una duda (preguntamos aquello que no sabemos, que nos intriga o que queremos comprender: “¿qué hora es?”, “¿eres del Barça o del Madrid?”, “¿el ser es y el no ser no es, o el no ser no es y el ser es, querido Zenón?”, “¿qué te parecería que me comprase una Harley?”, etc).

Que el señor Castro quiera saber por qué hay tanto tonto de los cojones votando a la derecha bien podría ser una pregunta retórica, aunque a mí la verdad es que no me lo parece. En mi hasta donde le deja mi arrogancia humilde opinión el señor alcalde de Getafe estaba realizando una pregunta honesta, intrigado por una duda que tiene; desde este punto de vista no hay nada que reprocharle al señor Castro, pues satisfacer la curiosidad con una pregunta siempre es algo noble y digno de respeto, es parte de la lucha de nuestro cerebro por hacerse más sabio y menos ignorante y eso siempre es y será algo digno de elogio y de aplauso. No lo son tanto (y entiendo, aunque no comparta, que es aquí donde los simpatizantes del PP claman al cielo) las presumibles razones que le llevan a pensar que hay muchos tontos de los cojones votando a la derecha, pues desde el rigor matemático dudo que el señor Castro haya hecho otro recuento que no sea el de aplicar su fanatismo corporativista y sus prejuicios a los recuentos electorales. Lo que debería preocupar a los votantes de izquierdas y llenar de satisfacción a los de derechas es que la extrañeza del señor Castro por la existencia de tanto supuesto tonto de los cojones votando a la derecha implica que lo ve raro y extraño. Y aunque quizá votado por el fanatismo que todo político corre el riesgo de llevar dentro él pudiera creer que quizá la terapia de la tontería cojonera fuese la de cambiar el voto a la izquierda, como si votar una u otra papeleta le fuese a hacer a uno más guapo, más listo y más majo, yo, que no soy fanático ni tonto de los cojones a tiempo completo, no puedo dejar de entender, de la duda del señor Castro, que según ella el estado natural, lo que no le extrañaría, lo que le parecería lógico y normal y lo que para él sería deseable sería que los tontos de los cojones votasen a la izquierda.

Lo que, teniendo en cuenta que el señor Castro probablemente sea parte de ese sector de la población amable, pueril y torpemente bienintencionado que opina que su partido, y por tanto él, son de izquierdas, significa algo bastante funesto sobre la opinión que debe parecerle tanto su partido como sus propios votantes, para que le extrañe que quede gente imbécil votando todavía a Gallardón, a Esperanza Aguirre y a Mariano Rajoy, empecinados en su terquedaz, sin aceptar que el buen gilipollas debe votar al PSOE.

En fin, si yo fuese de derechas, le aplaudiría, y si simpatizase con su partido le rebozaría en estiercol. Como no soy ni una cosa ni otra sólo me queda preguntar ¿son todos en el PSOE tontos de los cojones como para no darse cuenta de que a quien en realidad ha insultado Castro es a los votantes de su partido? ¿O da igual, porque los votos valen lo mismo por lerdo que sea quien lo emite?

9.12.08

el florecer de los paraguas

Yo creo que no soy un tipo, digamos, sabio, aunque a veces me sorprendo haciendo alguna cosa (normalmente nada meditada, lo cuál me llena de un orgullo que quizá si dedicase más tiempo a meditar sobre esto no estuviese justificado; ventajas del dejar de pensar a tiempo) que me hace pensar que un algo de instinto de lucided tengo.

Digo esto pensando que esta mañana, al salir del metro, antes de emprender en último tramo de escaleras que ya daba a la lluvia de este martes de finales de otoño, he dado dos pasos laterales, me he salido del flujo de personas que trepaban hacia la superficie, y me he dedicado, durante apenas unos segundos (da igual el tiempo que se dedique; pararse a esas horas es tan antinatural que la menor pausa ya le da a uno un reconfortantísimo sentimiento de yo-pecador la mar de sanote), a quedarme ahí plantado, contemplando el espectáculo del florecer de los paraguas bajo la lluvia, sobre las cabezas ascendentes: plop, plop, ploploplop, plop.

Y luego he dado dos pasos laterales hacia la riada de gente, me he sumergido en el río de personas y, entre paraguas que se abrían (plop, plop, plop), me he sentido participante en algún espectáculo natural. Pero participante ajeno, externo, observador, autoconsciente.

¡Qué cosa tan reconfortante!

8.12.08

la vida eterna y la literatura infantil

Cumplí mi amenaza (¿que a quién amenazaba? Ah, no sé) de irme al campo, y me tragué la caravana más inmensa que jamás he tenido que soportar. Del kilómetro 18 al 25 de la N-V, dos horas y media. Con San José de Valderas ahí al lado y yo pensando que me daba tiempo a echar el freno de mano e ir a comprar algo. Lástima que nunca se me ocurra qué comprar en los centros comerciales (como dependa de mí la salvación del capitalismo consistente en reactivar el consumo vamos de culo). Así que salí a media tarde y llegué bien de noche, con el tiempo justo de cenar y bajar con Perico y Rebe a tomar los postres -unas doscientas o trescientas andanadas de chupitos de licor de hierbas- en un bar. Después ellos decidieron irse a dormir, y yo ir a por tabaco a un bar, asunto en el que al final invertí tres horas, seis copas y casi el paquete de tabaco, porque allí en mi pueblo esas tareas suelen implicar complicaciones.

Estas surgieron, como suelen, como la presencia de algún conocido, en este caso Bilia, un tipo de allí que con trazos rápidos podemos dibujar como un empresario "de izquierdas" (de hecho socialista, que para algunos es lo mismo y para otros no tanto) firmemente creyente en Dios, o en una versión particular de Dios con una vida eterna consistente en una barra libre infinita y mucho sexo y rock de fondo. Así que como suele pasarnos nos pusimos a discutir sobre creer y no creer, aclaramos conceptos sobre el agnosticismo y debatimos sobre el significado de los actos de la vida pasajera frente a la eternidad infinita.

-Es que para mí nada tendría sentido si esto fuese todo -decía él.

-Es que para mí nada tendría sentido si esto no fuese más que un preludio insignificante -decía yo.

Nos ponemos muy intensos con estos temas, el Bilia y yo. Al final le terminé remitiendo a Borges: nadie puede hablar en serio de la vida eterna antes de leerse El Inmortal, y de ahí pasamos a la literatura.

-Es que a mis hijos no les gusta leer -decía el Bilia, con los ojillos brillantes clavados en la enésima copa vacía de la noche-. Mira que les paso cosas estupendas de Ken Follet y de literatura histórica...

Yo me atragantaba.

-Pero hombre, Bilia, es que así no me extraña. ¿Tú crees que un chaval de catorce años puede tener el menor interés en aprender cómo se construían catedrales?

-Es un tema muy interesante -se defendía él.

-Para tí -respondía yo-. Y es un gusto particular de un lector de 50 años. Los niños quieren otra cosa.

Al final él, proclamándose empresario socialmente comprometido, se empeñó en pagar las copas y yo quedé en redactarle una lista de sugerencias de lectura para chavales, diciendo con un orgullo supongo que bastante injustificado que si esos libros no les gustaban sería que no tendrían sangre en las venas. Olvidé redactar la lista y de todas formas a la noche siguiente ya no lo vi, así que ala, aquí va mi lista de libros de lectura para iniciar a los chavales de catorce años en vicios al margen de la Wii, la Xbox y la Play:

Lista de libros de lectura para iniciar a los chavales de catorce años en la lectura
ese vicio no imposible al margen de la Wii, la Xbox y la Play


1. Los tres mosqueteros (Alejandro Dumas). A priori podría estar un tanto desvirtuado por las adaptaciones cinematográficas pero esos diálogos, esa panda de espadachines alcohólicas, los diálogos brillantes y la parte oscura del final del libro, nada que ver con los finales de las películas, lo hacen una apuesta segura.

2. Neuromante (William Gibson). Internet es un espacio en el que sumergirse, el mundo es un inmenso cenicero hasta el borde de colillas húmedas y ceniza, los ordenadores inteligentes trazan sus tejemanejes e incluye historia de amor con sexo y final muy aleccionante. Favorito personal que yo creo que vale.

3. El Señor de los Anillos (J. R. R. Tolkien). Era imprescindible antes de Peter Jackson, aunque quizá lo apabullante de su visión lo haya vuelto un tanto prescindible: a día de hoy, si lo leyese por primera vez, no sé si pensaría lo mismo. Aunque quizá por las películas sea más fácil promover su lectura. Una historia magnífica, en cualquier caso.

4. Aquellos libros fabulosos de la colección Barco de Vapor: todo el mundo recuerda unos cuantos y tendrá sus favoritos. Los míos son La Señora Frisby y las Ratas de Nimh, De profesión: fantasma y cómo no El Pirata Garrapata. El único problema es que quizá a día de hoy los niños de 14 años ya no sean lo que fuimos.

5. La Princesa Prometida (William Goldman); otra apuesta segura. Si las peripecias de Goldman buscando para el hijo que pese a su divorcio y a la distancia no quiere perder y al que, precisamente, pretende despertar el gusanillo de la lectura que a él le pegó su padre con un libro que recuerda pero que no es lo que parecía no funciona, apaga y vámonos. Y tiene espadachines, piratas y humor a mansalva.

6. El club Dumas (Javier Pérez Reverte). Si funcionaron los Tres Mosqueteros, entramos aquí en la metanovela, Dumas convertido en el eje de una trama que tiene de todo.

7. Las crónicas de la Dragonlance (Margarett Weiss y Tracy Hickman). ¡Dragones, espadas y sangre a valdes!, otra cosa épica que leerse en la adolescencia.

8. Cualquier cosa de Terry Pratchett que suceda en Mundodisco. Si se consigue que el gusanillo de la literatura de fantasía muerda y enganche siempre será bueno darles algo con lo que reírse de ello, no se lo vayan a tomar demasiado en serio.

9. La trilogía de la Fundación: La Fundación, Fundación e Imperio y Segunda Fundación (Isaac Asimov). No es que la ciencia ficción de Asimov haya envejecido demasiado bien, pero quizá la épica del marco cuaje, y la filosofía de Asimov ("la violencia es el último recurso del incompetente") es algo que cualquier padre cuerdo querrá meterle a su hijo en la cocotera. Siempre está bien tener como referentes culturales a unos personajes que no resuelven los problemas de la trama a tiros o a bofetones.

10. La Canción de Hielo y Fuego (George R. R. Martin). Aquí sí que se resuelven algunos problemas a base de cortarle partes del cuerpo a la gente de forma traumática -no todos-, pero de nuevo la sangre a raudales y la promesa de dragones puede servir de cebo para desatar la sed de palabras.


Y esa es mi lista de 10 libros (más, porque hay trilogías y varios por punto) para adolescentes. Supongo que después de algo así me tocaría preguntarte a ti cuáles recomendarías tú, pero teniendo en cuenta el tiempo que me ha llevado a mí pensar la mía me da cosa pedirle a nadie que pierda tanto tiempo pensando algo para dejar de comentario en este blog. Lo que no quita que me fuese a entusiasmar leerme las sugerencias de nadie, claro. Pero no miraré mal a quien no lo haga, que quede claro.

3.12.08

true blood y el friquismo bien entendido

Pensaba yo esta mañana que quizá lo más fascinante de este universo nuestro es la cantidad de comportamientos similares que se establecen entre cosas que no tienen nada que ver las unas con las otras. Lo pensaba leyendo sobre la canción I don’t like Mondays de los The Boomtown Rats, que es un ejemplo grandioso de cómo la belleza puede florecer de cualquier cosa, e igual que una flor puede nacer en una pila de estiercol una buena canción puede hacerlo a partir de que una tal Brenda Ann Spencer se despertase a sus dieciséis añitos una mañana pensando que no le gustaban los lunes, y cogiendo el rifle que su padre le había regalado por navidad matase a dos personas e hiriese a otras seis disparando al colegio que tenía frente a su casa.

Y pienso en eso y recuerdo –en parte porque en el fondo es la misma relación de proceso de podredumbre a arte y en parte porque, como dije, tengo pendiente hablar de ello– True Blood, la serie de Alan Ball a la que la Muchacha, mi compi de piso y yo estamos enganchadísimos, los tres.

Cuando decimos que nos gustan y la gente pregunta ¿y de qué va?, lo normal, lo sintético, es decir que es una serie de vampiros, y entonces la gente alza las cejas y te cataloga como friqui y te cree adicto a algún producto similar a Buffy Cazavampiros. No es así, y yo, por eso, cuando la Muchacha se lo dice a alguien, suelo apostillar por lo bajini “es una metáfora sobre el racismo” (y ese, y no el friquismo, que al fin no es más que una curiosidad exacerbada sobre algún gusto particular, es el abono del que crece aquí el arte), pero tampoco le pongo mucho empeño a la defensa de los cargos de friquismo, porque si bien no es cierto que seamos friquis en el sentido de quien está enganchado al tostón de Buffy, sí que lo es que yo esta serie la busqué con los dientes largos (qué propio) porque la escribe y produce Alan Ball, el de A dos metros bajo tierra.

Ya en esa serie Ball sorprendía contando las peripecias de una familia de clase media americana, cosa nada sorprendente y que se viene haciendo desde que la tele es tele que ganaba la gloria en parte por integrar como cosa absolutamente cotidiana el que los espíritus de los muertos rondasen a los vivos como en un libro de García Márquez, y en parte, y aquí es donde Ball se mostraba un genio, con el retrato de sus personajes, de sus vidas y de su circunstancia.

El que tiene retiene y vampiros aparte, True Blood es una serie que da gusto ver. Hay escenas completas en las que los personajes dejan de ser los integrantes de algo tan artificioso como podría ser (aunque nunca lo es) una gran metáfora del racismo con vampiros, para ser los habitantes de Bon Temps, Louisiana, un pueblecito perdido en esa especie de selva tropical sudeña plagada de bichos que cantan en las noches cálidas, donde todo el mundo se llama por el nombre de pila y se conoce desde la infancia y uno casi puede sentir el olor de la vegetación y el tacto del viento en la piel. Ball es brillante a la hora de ubicarnos en la rutina, de lanzarnos de cabeza a una vida rural y tranquila, de hacer nuestro el entorno de calma en el que los personajes han estado viviendo justo hasta que ha empezado la serie, y Bill el Vampiro se ha mudado a la gran casona vacía del otro lado del cementerio y de pronto han empezado a aparecer mujeres muertas por allí.

Y si en algo Ball es mejor que en el retrato de las cotidianeidades de un pueblo de Lousiana, es en crear la atmósfera que le interesa para su historia de vampiros, o sea, de racismo. Los vampiros dan el miedo que debería dar el racismo, pero la gente, alguna gente, les teme y les odia por los siglos que, antes de que los japoneses inventaran la sangre sintética, han pasado hechizando a la humanidad y alimentándose de su sangre, y Ball consigue que, como dijo una noche inspirado y perspicaz mi compañero de piso, no haya un solo elemento de la serie que, bien mirado, no provoque un escalofrío.

Como muestra la cabecera, que ha desbancado a la increíble intro de Dexter como mi favorita de todos los tiempos, con esa Lousiana aterradora y (por lo) cotidiana, con esos videos de fanatismo y rutina, los fotogramas atravesados de sexo y sangre, y con Jace Everett cantando I’m gonna do bad things to you:



Vivimos en una época en la que se ha acabado la envidia que uno puede sentir por los contemporaneos de, digamos, Dumas, que pudieron leer semanalmente y ver crecer Los Tres Mosqueteros. Vivimos en la época en la que podemos ver, según la emiten (ya no, porque ha terminado la primera temporada, pero ya vendrá la segunda), algo que, en un futuro, despertará la curiosidad de nuestros descendientes, que se preguntarán cómo diablos pudimos sobrevivir viendo capítulos de obras de arte monumentales como estas en dosis de una hora a la semana, en vez de, como pide el cuerpo, tragarselas enteras temporada a temporada.

Viéndolo, es fácil comprender que uno está asistiendo al espectáculo de la cultura moderna. Contándolo, le toman a uno por friqui. Pues, acepta este consejo, sé friqui, y bájate esta serie, y bienvenido a la Lousiana de los vampiros (…y demás fauna).

1.12.08

¿es ya diciembre? (¿de qué año?)

A día de hoy, trabajando como yo en una oficina y con un ordenador, es francamente complicado no saber en qué día se vive. Aún así yo me las apaño bastante bien; nunca tengo muy claro si estamos a principios de mes, a mediados o a finales. O en otro, ya. Vale, suele haber indicios que me hacen sospechar una cosa u otra, como por ejemplo que haya muchísima gente en el supermercado cuando entro yo a comprar lo que entro yo a comprar a los supermercados (por ejemplo un bote de mayonesas, uno equivocado de aceitunas –maldita manía de cogerlas con hueso– y una bolsa de patatas gourmet), o en los bancos, o en la taquilla del metro. Ah, qué gran idea fue prescindir del abono y dedicarme a los billetes de diez viajes, ¡cuánta ignorancia calendarial le permite a uno!

Yo siempre he sido muy bueno convirtiendo el tiempo en algo impreciso, continuo y elástico o, porque sospecho que esas son las cualidades esenciales del  tiempo (de la interpretación), o porque me gusta presumírselas (aunque sospecho, también, que eso de sospechar mis sospechas quizá sólo sea una sospechosa manera de ponerme a pontificar sobre el tiempo, a atribuirle cualidades sospechosamente atractivas para mi sospechosa forma de ver la siempre sospechosa realidad).

Al fin y al cabo ¿qué es el tiempo?, me pregunto yo, y al escribirlo aquí lo pregunto así, al aire. Pues es un eje del espaciotiempo con la peculiar característica de no poder recorrerse en sus dos sentidos por mi yo consciente. Pero de igual manera que mi yo consciente entiende como le da la gana la parte espacial del espaciotiempo, lógico es asumir que haré con el tiempo lo mismo. Y así es. Si perderme y desorientarme es algo tan característico en mí, lógico será que me pase en todas las dimensiones de este nuestro espacio, no sólo en tres.

Y así muchas veces no sé ni en qué estación estamos y me descubro esperando veranos cuando vienen inviernos y florecillas y alergias cuando lo que vienen son los hermosos mantos secos de hojas que hacen cada otoño que los barrenderos refunfuñen de manera absurda mientras se pasean con esos inmensos cañones de aire (porque vamos a ver, ¿¡cómo puede refunfuñar alguien a quien se le permite usar una herramienta tan fascinante!?).

Para mi propia sorpresa (no paro de sorprenderme, no sé bien por qué) esto me parece fabuloso. Lo único que me hace pensar que qué gusto no ser ya universitario (un gusto muy mermado porque, bueno, ser universitario tenía un montón de cosas estupendas, que se resumen en la de poder quedarme en casa durmiendo un día entero si me daba la gana. Qué tiempos) es que me da igual que sea época de exámenes o no, que mi vida no gira en torno a epicentros de actividad (o de deseada y nunca del todo ejercitada actividad, las cosas como fueron) ubicados en torno a febrero, junio y septiembre.

Qué cosa fabulosa el tiempo. Y cuánto da para filosofar (y pasar, así de paso, el tiempo). El tema para esta semana del taller es, más o menos, el tiempo: hay que escribir un relato durante el cual transcurran 50 años. Y que transcurran, nada de trucos baratos tipo “se vieron una vez y cincuenta años más tarde, cuando eran dos viejitos arrugados y cachondos, se reconocieron y saludaron, sonrojados como púberes, en un viaje en autobús a Marbella. Pero a él ya sólo le quedaban dos meses de vida y ella seguía casada con uno que conoció a los 35”. Por eso –como si hicieran falta escusas– estoy yo empapándome de tiempo. Supongo que hablaré más de él, más adelante, porque cualquiera sigue y da pistas sobre mi cuento –que sigue sin ser más que una idea, en este instante del tiempo y probablemente en unos cuantos de los que vendrán–. Así que quizás hable de él. Y de vampiros: de esta semana no veo forma de salir  (ni perdiéndome en el tiempo: la estructura de las semanas es algo demasiado demasiado tangible, demasiado cargado de acontecimientos regulares como que el viernes sea un día estupendo porque salgo al mediodía y los miércoles día de taller y martes y miércoles días de Copa de Europa) sin hablar de vampiros.

Avisada quedas.

Feliz primera semana de diciembre, si es que ya es diciembre, como sospecho, por la cola frente a la taquilla del metro de esta mañana.

Con la tecnología de Blogger.

Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.