Tocaba pasar el viernes sin la Muchacha, y tocaba lo que toca cuando la Muchacha no está: homenaje al friquismo. Así que me puse Conan the Barbarian con esa opción que, por eso de que la película es la que es y el resto es ruido de fondo, nunca me pongo, los comentarios de los extras. Así que me vi la película sólo en el sofá como si en él estuviesemos apoltronados, comentando la película, el director John Milius, Arnold Schwarzenegger y yo. Al principio arrastraba yo mis dudas, pero ya no pude dejarlo cuando aparecen William Smith, en el papel de papá de Conan, y Jorge Sanz, como Conan el Barbarito. Cito más o menos y traduzco a mi aire:
–Ah, ahí estoy yo de pequeño –dice Scharzenegger mientras papá le explica a su hijo, espada en mano, que no podrá fiarse de nada en su peligroso mundo salvo de la espada que podrá usar para tratar de seguir vivo. Milius se ríe, y Arnold insiste–. No, no, que se me parece muchísimo, a su edad yo era así, más o menos.
–Era un chavalín muy valiente, el niño ese –comenta Milius–. Muy majo.
–Hum… ¿lleva los labios pintados? –pregunta Scharzenegger.
–¡No, qué va! ¡Los tenía así, al natural!
–¡Qué gracia!
Y en fin, hay perlas gloriosas como Milius, que fue el que se inventó para Apocalypsis Now aquello del olor del napalm, proclamando que nada como arrasar un pueblo por las mañanas para empezar bien el día, o aquello otro de que Conan es, en realidad y ante todo, un pensador, porque se pasa toda el metraje mayormente meditando. Genial también todo eso de ir comentando el recuento de bajas cada vez que un especialista caía rodando de un caballo o se llevaba un buen leñazo en alguna escena, “huy, ese quedó para el arrastre”, “uy, éste por poco no lo cuenta”.
A mí es una película que me encanta, la verdad, que habré visto como mil veces y que no me canso nunca de ver. La prueba es que ayer, aprovechando un descuido de la Muchacha, Juanito y yo la pusimos. Sí, otra vez. Yo no sé, porque miro desde dentro, pero asumo, porque se dan todas las papeletas, que es una película que lo tiene todo para resultar una fricada descartable para un montonazo de gente. Para mí tiene más que eso. Para mí es una película que vale, es de (su) género, pero que a diferencia de tantas otras da gusto ver aunque hayan pasado 26 o 27 años desde su estreno. Una película en la que siempre espero con el corazón en un puño el momento en el que Thulsa Doom reta a la madre de Conan con la mirada, y la reconoce débil y precisamente por esa debilidad, ¡chop!, debe matarla, o ese otro en el que Conan, ya máquina de matar para su amo, es liberado para ser pasto de los lobos hasta que encuentra la tumba de aquel señor de la guerra atlante, enterrado con sus esclavos vivos, y como encuentra la espada y cómo se opera el cambio del “hola, me llamo Conan y lo único que puedo hacer es correr arrastrando un trozo de cadena, y si me paro se me meriendan los lobos” al “hola, me llamo Conan, tengo una espada: que corran los demás” que ya surge cuando el viejo guerrero muerto, desequilibrado al faltarle la espada que Conan acaba de cogerle prestada, cae hacia delante y la reacción de este ya no es ni el paso atrás ni el susto. Es levantar la espada, preparar el golpe. “Crom”, dice él, mientras el viejo guerrero atlante, muerto hace a saber cuánto, se inclina ante él con la sabiduría de los muertos. Y sale Conan espada en mano de la tumba, y de un golpe en el grillete ya no tiene el estigma del esclavo, la cadena que aún le quedaba colgando del pie cae arrancada; y aúllan los lobos que aún le reclaman como almuerzo. Conan pone cara de ajustar cuentas y Milius, corta. En la siguiente escena aparece corriendo, con una capa de pieles de lobo a la espalda.
Una escena que por lo visto no había yo pensado con la profundidad que merece es la de la crucifixión de Conan en el árbol de los lamentos, porque ahora parece estúpido no haberlo hecho, pero hasta el viernes no me había yo parado a comparar esa escena con la de la crucifixión de Jesús. Lo cuenta Milius, claro: Jesús, en la cruz, está desesperado, recriminando a su todopoderoso padre su abandono, siendo la mofa de los romanos que le clavan las lanzas y se ríen de él. Conan, en cambio, está en la cruz sólo y en silencio, sin implorarle a su dios que, bien sabe, tampoco iba a hacerle caso ¿Pero resignado? Qué va. Cuando los buitres llegan a darse un festín en él, a quien ya sólo le queda morirse ¿qué hace Conan? Pues mata al buitre de un bocado. Ese, eso es Conan. Defiant to the end, “desafiante hasta el fin”, dice Milius, sonriente, con el orgullo de un padre vibrándole en la voz. Mientras Scharzenegger refunfuñaba y contaba que el bocado se lo había dado a un buitre muerto que habían llevado para la escena, y que luego el médico de la productora le dijo que durante una semana hiciese gárgaras con alcohol porque, bueno, nadie tenía muy claro de qué había muerto el buitre.
Pienso ahora en Milius y en Scharzenegger y pienso dos cosas. La primera, sobre el segundo, es que algunos actores son mucho más buenos de lo que parecen porque sus personajes rayan muchísimo más alto que ellos, que la persona que los habita y les da vida. La segunda, que algunas películas son justas hijas de sus directores. Cuando Conan cae en la tumba atlante contaba Milius que en la caída Arnold se hirió de cierta gravedad.
–¡Estoy sangrando, esta sangre es mía! –se quejó entonces el gigantón austriaco.
–¡Déjala, queda perfecta! –le respondió el director.
–Ahí estaba yo –decía Arnold rememorándolo: – el primer día del rodaje y antes del mediodía ya me tuvieron que dar unos puntos.
Milius decía que sí y reía feliz, perdido en la nostalgia.
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