11.12.08

el horror

Pese a estar a un punto de sacarme el carnet de novio de una poeta, se me puede considerar un tipo duro. De pequeñito me hinché a ver animalitos muertos por el campo, con la familia he reducido a unas cuantas docenas de cerdos a chorizos y morcillas, e incluso una vez pasé por un concierto de aquellos vejestorios que cantaban lo del “probe Manué” sin echar los higadillos. Soy capaz de mantener la compostura incluso frente a las cosas más nauseabundas, como las sardinas o los filetes de hígado, y en los juegos de tiros sonrío ufano cuando veo que son de esos que a la que le aciertas a alguien en el cuello, el vientre o la entrepierna incluyen un ingente despliegue de sangrienta casquería gráfica en la pantalla.

Y además, lo he visto todo de Clint Eastwood (y conste que en “todo” no se incluyen, porque no, Los Puentes de Madisson), y desde muy pequeño le convertí en mi modelo a seguir hasta el punto de que tengo mis sospechas sobre si las razones que llevaron a la Muchacha a negarse sin contemplaciones a que me comprase un póster de Clint Eastwood, Colt Army mod. 1860 en mano, era la posibilidad sin duda alta de confundirme con la figura del cartel.

Así, hay pocas cosas que me alteren o me afecten (aparte de los niños, los curas y la Wii). Y aún así.

Aún así, ayer.

Ayer, yo.

Buf. Esto va a ser difícil. Pero tengo que sacármelo de.

A veces olvidamos que el mundo es, en esencia, un lugar hostil. Miramos al firmamento y mucho oooh mira las estrellitas y mucho aaah, ¡la vía láctea!, y no queremos recordar los ecos de las explosiones de las supernovas, los infiernos congelados de los vacíos siderales, el peso del cosmos derrumbándose en los agujeros negros. Somos parte del mundo, vivimos en él, pero quizá por miedo quizá por despiste, nos olvidamos de su naturaleza diabólica y psicópata (incluso aquí, trabajando para una secta satánica), y nos consideramos a salvo en un mundo esencialmente tranquilito. Y a veces el mundo se transfigura hasta mostrar el horror, su cara más honesta, y nos despierta con un par de fríos tortazos, con el balde de agua fría de la realidad.

Ayer, el horror se me apareció. Aquí. En la secta.

Yendo al cuarto de baño. ¿Quién iba a sospechar nada de ese habitáculo tranquilo y silencioso en el que tantos y tantos días me he refugiado yo a echar partidas al tetris en el teléfono móvil? ¿Cuántas veces he ido a proveerme de sucedáneos de cleenex, a aliviar la vejiga o a contemplarme las ojeras en el espejo? ¿Cuántas veces he ido ya a ese cuarto de baño?

Hasta ayer, ningún problema. Hasta ayer, el baño era un lugar donde estar a salvo, esencialmente tranquilito.

Era media tarde. Yo me levanté y fui hacia allí a tratar unos asuntos, a echar mi partidita de tetris, alegre, animado, como tantas veces.

Pero olía raro.

Y se veía raro.

Un líquido viscoso cubría el suelo, y la parte de la taza que alcancé a ver.

Gotas de algo gelatinoso colgaban de las paredes, redondeaban pequemos mundos llenos de horrorizados clones míos en el espejo de la pared.

Yo quise gritar, pero entonces noté la rareza del olor, y dejé de respirar.

No era un olor habital para un cuarto de baño.

Lo peor, lo más desconcertante, lo horrible, era que olía bien.

Por el amor de Gauss, ¿¡qué coño puede nadie hacer en un baño para dejarlo como estaba éste!? ¿¡Qué actividad puede darse que no termine apestando el ambiente!?

Di dos pasos atrás, frenando justo junto a la puerta. Agarré doscientas toallitas de papel y me froté con ellas compulsivamente la suela de los zapatos. Entonces, con otra, abrí el pomo, apagué las luces y salí corriendo, pálido, levemente (horrendamente) perfumado. Y volví como pude a mi sitio y miré a mis compañeros, tratando de saber cuál de ellos podría, cuál de ellos habría hecho qué.

No descubrí nada. Ninguna cara rara. Ninguna mirada especialmente cómplice. Nada hasta que no llegó la señora de la limpieza, nos saludó y fue para allá. Al rato volvió a pasar a mi lado, con la mirada perdida, aún con el cubo y la fregona en la mano. Volvió diez minutos después, con un lanzallamas. Tardó hora y media en decirnos que ya estaba, que ya podíamos volver a utilizar el baño.

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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.