Me gusta mucho hablar con Xavie de literatura (asi, en minúsculas, porque estoy usando la palabra un poco a la ligera, de la manera más amplia que pueda entenderse) porque los dos compartimos respecto a ella una idea un tanto lúdica: Escribimos, escribir se nos da lo suficientemente bien para llevarnos un piropo de vez en cuando, pero no nos vemos como escritores sino como gente que juega a escribir. Y yo creo que ese sentido lúdico del tema es el que, paradójicamente, nos deja hablar de ella muy en serio, porque estamos dentro pero sintiéndonos extraños, porque en cierta manera miramos con algo de conocimiento de causa, pero un poco desde fuera, con algo de perspectiva.
Pues bien, anoche nos hinchamos a hablar de literatura, aunque tocase literatura oral, porque el grupo de cuentacuentistas de María, también como nosotros marinera del S. S. Bremen, iba a contar unos cuentos precisamente donde nosotros los bremenistas nos reunimos. Y a mí no es que me gusten mucho los cuentacuentos, pero Maria es amiguísima de la Muchacha y una mujer entrañable además de compañera, y sobre todo, qué coño, una fiesta es una fiesta, así que allá fuimos unos cuantos.
Una cerveza en la barra, una copa para la contada, y comenzó el show, y transcurrió, y terminó, y nos subimos a pedir más copas y a filosofar sobre todo lo que no nos tomamos en serio.
Tal vez, pienso de pronto, debería parecerme un coñazo hablar con Xavie de literatura, porque solemos estar muy de acuerdo, aunque tal vez, contra-pienso, lo que me guste de hablar con él de estas cosas es que al oír una opinión mía en boca de otra persona pienso que estoy menos loco o que soy menos idiota o que igual no es una soberana tontería. El caso es que Xavie, igual que yo, salió con unas cuantas quejas de la contada, de las que, como yo, sólo disculpamos a María, y no por ser compañera ni por ser amiga ni por sonreír así tan feliz, sino porque coño, es un rabo de lagartija graciosísimo y cuenta bien los cuentos, y sus cuentos no son malos.
Pero uy uy uy, los demás.
Yo creo que el problema de los cuentacuentos es que, por lo general, apelan a un cierto infantilismo: los cuentos que yo he escuchado así, por la vía oral, tienden a lo blanco, a lo blando, al humor inocente y a la extrema gesticulación como quien representa un algo para un niño, lo que no dejaba de ser un tanto absurdo, como apuntó la Muchacha, cuando probablemente un niño no habría entendido casi ninguno de los cuentos que escuchamos anoche, pero da un poco igual porque los cuentos están dirigidos a adultos, pero, sospecho, a adultos que, en general, deben sentirse un tanto infantiles por el tratamiento que reciben del narrador. Como si todo este asunto de los cuentos fuese un tema un tanto de críos, como si se diese por hecho que los cuentos son algo infantil y que hay que jugar a ser niño para que la cosa no resulte una soberana estupidez. Y sale de nuevo el verbo jugar, y yo ya dije, nosotros es que esto de jugar nos hace tomarnos las cosas muy en serio. Concluimos Javier y yo, en una epifanía que hizo poner los ojos en blanco a la Muchacha –que finge desesperarse y se divierte horrores cuando nos ve ponernos integristas–, que somos adultos, que nos gusta la literatura adulta, y que no nos importaría nada escuchar un cuento para adultos.
–De todas formas hay que tener mucho valor para ponerse así delante de un montón de gente y contar un cuento –dijo mi compañero de piso, que también andaba por allí y que, como tantas buenas personas, es una persona tímida y empática.
Pero más valor hay que tener para contar un cuento en serio, sin trucos, sin infantilismos, sin buscar una sonrisa ni una complicidad, sin buscar un “ji ji” adolescente de cuando en cuando con menciones a drogas blandas o sexo o políticas locales.
Hubo un cuento con el que nos cebamos especialmente: Uno de los compañeros de María (los otros compañeros) contó un cuento sobre un tal Borja, neonazi pijo que queda con sus colegas para ir de caza. Porque mola pisotear negros y que se vayan a su puto país y demás historias, explicaba desde el punto de vista del protagonista el narrador. Y en Plaza Elíptica la panda de neonazis encuentra a un pobre negro cansado y solo que se adentra en un callejón, y lo acorralan, y Borja le empieza a soltar patadas con sus botas reforzadas. Pero ahí el cuento cambió, porque el negro se quedó mirando a Borja a los ojos y de pronto (o no tan de pronto, porque en medio hubo una elipsis sobre lo chunga que es la inmigración, y la pobre aldea, y el drama de las pateras) plop, Borja está en el cuerpo del negro, siendo apaleado por sus compinches, y el negro, ahora ocupante del cuerpo blanco y rapado de Borja, finaliza el cuento alejándose, quitándose la cazadora con insignias nazis y descalzándose y recorriendo Madrid, descalzo, a torso descubierto y, por lo visto gran ventaja en este mundo nuestro, dijo el narrador, blanco. Aplauso del público.
Pues bien, nosotros opinamos que fue un cuento cobarde, que recurre al sucio truco de apelar a lo políticamente correcto, al sentimentalismo burdo y a buscar la empatía con el oyente de una forma de lo más burda.
El cuento pretende hablarnos de problemas reales que ya conocemos de sobra (la inmigración y el racismo), y para ello se sirve de dos protagonistas, uno realista, el nazi, y otro absolutamente fantasioso e irreal, el inmigrante que, deus ex machina, lo arregla todo cambiándose de cuerpo, alehop. Aunque lo del deus ex machina ya sea objetable por si mismo, por truco barato y no justificado, nuestra crítica fue más por la falta de valor: está bien contar una historia por todos conocida, o sobre algo sobre lo que todos tenemos nuestra opinión crítica, que para algo somos todos jóvenes y comprometidos, y está bien contarla porque nunca está de más pensar en estas cosas, pero puestos a contarla, por qué no echarle un par y por qué no haber hecho el descenso en picado a los infiernos a tumba abierta, y haber contado como Borja, el neonazi, disfrutaba de su paliza, justificaba sus correrías y las celebraba con sus amigos. Por qué no echarle un par y contar un cuento sucio, realista y desde el lado de la tiniebla. ¿Es que el narrador cree que alguien va a tomarle por neonazi? ¿Es que el narrador, realmente, cree que está hablando con niños?
Y en fin, ese es su juego y no el nuestro, que es que para divertirnos tenemos que tomarnos todo esto muy, muy en serio.
Nosotros estamos dispuestos a aceptar fábulas, fantasías, personajes dulces y bondadosos, claro que sí, pero no queremos que nos encierren ahí: nosotros también queremos roña, realismo, personajes crueles y malignos, historias que terminen mal. No recibir todo masticado, no recibir el “oh, mira, ¡qué malo es el racismo!”, sino la historia racista, que ya traemos esa opinión de fábrica.
Así que cuando terminó, nos fuimos pensando en los cuentos, en el valor en los cuentos, en el juego sucio en los cuentos. Y a mí, por esto, en realidad, es por lo que me gusta ir a este tipo de cosas, porque lo disfrute o no, lo pase peor o mejor, siempre me voy pensando un montón de cosas que son la mar de serias, y por tanto divertidas, que uno debe tomarse muy en serio, y con las que puede jugar hasta romperlo todo, que es como en realidad siempre deberíamos jugar.