29.6.09

los serrano, y aquel ser todo un sueño

Mucho tomárnoslo a chufla, pero al final aquello de que Los Serrano terminasen con la coña de que había sido todo un sueño (y ala, a ponerle a los adolescentes pijamas que les tapen la edad y todo resuelto) está dejando de hacerme gracia para empezar a resultar inquietante.

Aunque, honestamente, ya dejó de hacerme gracia hace mucho. Me reí una barbaridad, pero caramba, no es que me acordase anteayer y dijese jo jo, qué ridiculez aquello, todavía me parto. Por desmemoriado, más que nada.

Todo cambió este fin de semana, la mañana que la Muchacha me contó que había soñado con Antonio Resines, que iba en plan psicópata, volando hospitales mientras ella huía. Yo, las cosas como son, no la hice mucho caso, y le dije que probablemente en su coco se mezclasen los recuerdos de Acción Mutante con los de El Caballero Oscuro. Quizá llegase a preguntar si salía Resines disfrazado de enfermera maquillada de payaso. La Muchacha me dijo que no, que se limitaba a correr tras ella, volando hospitales y riéndose mucho.

Bueno, pensamos, al rato, y lo dejamos estar.

Pero esta noche yo he soñado con Belén Rueda. Estaba en un pasillo de alguna clase de gran edificio (¿un instituto? ¿otro hospital?), disparando una pistola como una loca, con una pericia que muy sorprendente para mí, que sólo la he visto poner cara de bondadosa atribulada en pelis y series y saltar, boing, chofff, desde un barquito al mar en aquel absurdo anuncio de leche (claro, señores publicistas, voy a comprar su leche porque en el anuncio sale Belén Rueda, dice hmm, qué rica y que sana, y boing, se tira al mar, chofff, que ya ves, tiene que estar el agua fría de narices, y qué coño tendrá que ver con la leche, como si por comprarla te fuese a brotar fortuna y te fueran a poner un yate a tu disposición, para los boings y los chofffs, claro, claro).

Total, que me he despertado con un nuevo punto de vista sobre los Serrano, que, recordamos, terminaron diciendo que era todo un sueño.

Nos reímos pensando que qué ridiculez, sí, y yo el primero, vale. Pero ¿y si lo que hacían era advertirnos?

¿Y si el sueño no era el antes, sino el después?

Espera, la cursiva no es suficiente, mejor negrita y cursiva: ¿y si era el después?

¿Y si lo que nos estaban diciendo era “ocuparemos vuestros sueños”?

No es que me queje, que conste. Lo único que pido es que pese al estupendo giro argumental (hospitales explotando y tiroteos siempre son sendos pluses), espero que también nos dejen bajarnos las series y ver lo que queramos. Y cruzo los dedos y sonrío pensando si no podría ser que esta noche nos demos la Muchacha y yo un paseíto por Bon Temps, Louisiana. ¿Alguien sabe cómo se sintonizan los sueños?

26.6.09

la foto desvirgada por fin a la vista

Como soy así de considerado no he querido decir nada antes para que nadie muriese de insolación y me viniese la doliente viuda, los afectados parientes o cualquier otro ave carroñera fuera a venir a recriminarme nada y a interponer descomunales demandas judiciales contra mi jugosa y desamparada persona, pero desde el pasado viernes puede verse mi fotito expuesta (sí, caramba, acuérdate, aquella desde el tejado, del día que nevó, un paso de cebra, peatones, coche rojo, coche blanco, luz roja en el semáforo. Que no, que no la enlazo otra vez, que ya te la tienes que saber de memoria) en la Fundación Canal, en Plaza de Castilla.

Aprovechando la fresca y si quieres ir, ahí andará.

Las lamentables fotos ganadoras de pasta del concurso también andan por ahí, por si alguien quiere, de paso, deprimirse. Siempre nos quedará el consuelo de que no haya ninguna de Michael Jackson con un lacito negro. Lo que me recuerda que tengo que dedicarle unas palabritas (es decir, otro post) a la rutilante y recientísimamente fallecida estrella de color cambiante del pop, porque ¿qué clase de blogger sería yo si no hablase, también, de las gilipolleces que no me interesan ni a mí?

 

25.6.09

la demostración matemática del fraude electoral en Irán, o no

Una vez tuve un trabajo que consistía en la realización de una serie de informes estadísticos que, por vía privada, llegaban al ámbito público: una de aquellas cosas que servían para que Espe dijese ante las cámaras que los madrileños reciclan como el culo, y cosas así. El caso es que para hacer bien las estadísticas hacía falta mucha gente recogiendo datos, para hacerlas regular hacía falta bastante gente recogiendo datos, y con la gente que teníamos dedicada a la recolecta del dato, no daba más que para conjeturar. Para que los que recibían el informe durmiesen tranquilos sin que un margen de error del 40% les quitase el sueldo, era tradición en la empresa, antes de mi llegada, coger los cuatro datos reales y acompañarlos con un buen montón de datos inventados para hacer bulto.

No tenían matemáticos en plantilla hasta que llegué yo, y cuando llegué a mi aquello naturalmente, me horrorizó: ¿cómo diablos podía nadie inventarse datos tan mal? Traté de explicárselo a la que fue mi jefa, una de las mujeres más insoportables e ineficientes que he conocido en mi vida, contándole que existen herramientas estadísticas para detectar cosas como si un dado está cargado, si una ruleta tiene trampa o, en general, si una supuesta sucesión de números aleatorios no lo es, o si corresponden a una distribución de probabilidad o a otra como, por ejemplo, “los datos que se ha ido inventando A.” No quiso o no pudo entenderme, y le expliqué, despacito: si se supone que tienen que salirnos cifras porcentuales a partir de muchos datos, es sumamente improbable que casi todas ellas terminen en …5% o …0%, aunque sólo sea porque últimos dígitos hay 10 posibles y que salgan 2 todo el rato es raro.

Duré poco allí porque me salió otra cosa, pero al menos cuando me fui tenían una serie de directrices para, puestos a inventarse números, hacerlo de forma que pudiera colar. Supongo que no me harían ni caso, y da igual.

El caso es que pienso en esto cuando leo una noticia del sábado del Washington Post (a la que llego vía el estupendo God Plays Dice); en el artículo, los autores analizan los números de votos por provincias que ha hecho públicos en Ministerio del Interior Iraní. En concreto, miran a las dos últimas cifras, esto es, si en un sitio tal partido ha sacado 481.035 votos, se quedan con el 35, y así con todas. La idea es que la tendencia de los votos puede subir o bajar y ser predecible hasta cierto punto o no, y pueden efectuarse cálculos sobre números probables de voto, pero llegar al nivel de detalle de las dos últimas cifras es, en rigor, descender a datos aleatorios, y como tales, números aleatorios deberían ser. ¿Y lo son? Ahora miramos. ¿Y qué más da, si cien votos no deciden quién gana? Pues importa porque los seres humanos somos muy malos cuando intentamos dar series aleatorias de números, por ejemplo al inventarnos un número de votos, en lugar de limitarnos a contarlo. Hasta tal punto somos malos que, durante la Segunda Guerra Mundial, las encargadas de inventar cadenas aleatorias de palabras y números para la elaboración de claves de cifrado tenían órdenes de realizar el proceso con un bombo, porque en la aletoriedad de la clave estaba su eficiencia, y se sabe que algunas de las operarias, de hecho, cambiaron los números que salían porque no les sonaron a aleatorios los que sí lo eran, produciendo así alguna que otra clave, digamos, débil. Pero me estoy yendo por las ramas, para variar.

Rebobinamos a las dos últimas cifras de los votos en Irán: en rigor, debería ser un número aleatorio de dos cifras, incluyendo ceros, entre 00 y 99. Y por ejemplo, la probabilidad de que se dieran números de cifras consecutivas (aquellas cuya primera cifra es uno más o menos de la segunda, por ejemplo 23 (porque 2 + 1 = 3) o 76 (porque 7 – 1 = 6) debía ser del 20% (*), mientras que la cantidad de números de este tipo que se dan en las cifras de los 3 candidatos para las 29 provincias es del 38%.

Por otra parte, lo normal sería que cada número entre 0 y 9 apareciese como la última cifra en el 10% de las ocasiones. Pero el ser humano está muy acostumbrado a ver el 5 como algo habitual (y por lo tanto, nada aleatorio, lo que tiene que ver con la base 10 y los dedos de la mano) y el 7 como un número extraño, y resulta que el 5 aparece sólo el 4% de las veces, y el 7 un 17%.

Concluye el Washington Post que cada uno de esos test da una fuerte evidencia de manipulación de los datos electorales, pero que los dos, juntos, dejan poco sitio para toda duda razonable, y dice que la probabilidad de que tal cosa ocurriera es menor del 0’5%, de lo que ellos infieren un soberano (y a estas alturas ya sangriento) pucherazo.

El problema es que las cuentas pueden hacerse, pero hay que ser cauto con las conclusiones. A fin de cuentas la probabilidad de que alguien gane el Euromillón son todavía menores pero, de cuando en cuando, alguien se forra ganándolo, es decir, cosas más improbables suceden, y que como bien dicen en los comentarios de GPD, no sabemos si sólo le han hecho esos dos tests a los datos, habiendo salido los dos a favor del fraude, o si le habrán hecho más que, habiendo resultado normales, no hayan hecho públicos porque no iba con la noticia.

Así que resumiendo, que lo de Irán quizá sea fraude, y quizá no, y hay evidencia que sugiere que sí, pero no sabemos si suficiente. Lo único claro es que el Washington Post opina que debemos pensar que sí. Al menos eso no es ninguna anomalía estadística.

 

(*) Del 20% porque, dada una primera cifra cualquiera, existe un 10% de que la siguiente cifra sea, digamos, uno menos (o un 9 si se trata de un 0, pero contemos 09 y 90 como válidos también), y un 90% de que no lo sea, en cuyo caso sabemos que es una cifra de entre las nueve que no son una menos, una de las cuales (una entre nueve) es la otra que nos vale, es decir P(X) = (1/10) + (9/10)x(1/9) = 2/10, en porcentaje un 20%.

24.6.09

la rave de las ovejas

Terribles, los empleados, cuando no están los jefes.

La secta da a unos cuantos empleados un cursito de inglés. Paga a un guiri para que venga, y unos cuantos se encierran en un despachito a ver películas o jugar al Monopoli, en inglés, claro (hasta tirarán los dados en inglés, asumo). Ah, las clases de inglés. Yo en mi trabajo anterior sí que tuve un profesorazo de inglés. Lo dejé al poco de empezar, porque el tipo, Malcolm, se llamaba, nos dijo que un idioma se aprende de pequeño. Que de mayores a lo más que podíamos llegar era a desenvolvernos, y que a partir de ahí al anquilosado cerebro adulto progresar le supone un esfuerzo y una inversión de tiempo que nosotros, gente adulta con vidas divididas entre el trabajo y el vicio, no pensábamos buscar. Yo me di por aludido y a las pocas clases le dije Malcolm, fuck off, enough of this shit. Asintió y brindamos. Por aquel entonces ya solíamos dar las clases en el bar de debajo de la oficina, caña en mano. La verdad es que fue una pena dejarlo entonces, visto en retrospectiva, porque por los compañeros que siguieron perdiendo dos horas por semana con él, me enteré de que las clases se habían vuelto monólogos en los que Malcolm hablaba de sus problemas matrimoniales y de su inminente divorcio. Al cuarto o quinto vino hasta le empezaba a tirar los tejos a las compañeras. Me estoy yendo por las ramas.

Decía que aquí unos cuantos dan inglés, y como llega el veranito y, no sé por qué, las cosas estas del estudio tienden a hibernar en verano, hoy han dado por terminado el curso de inglés y por lo visto se han ido a celebrarlo. Tal cosa sólo ha sido posible porque entre los miembros del curso, claro, hay un par de sumos sacerdotes. Y como se da la circunstancia de que tales sumos sacerdotes son los jefes de nuestra ala, estamos sin jefe, y están los empleados revueltos.

En fin, ya se sabe, se va el pastor y las ovejas montan una rave, que decía el refrán.

A mí en principio no me importa que hablen, que griten, que corran por los pasillos tiroteándose por las grapadoras, que rompan vidrios e inunden los ascensores con la espuma de los extintores. Eso es normal, diablos, que todos somos humanos. Pero creo que están llevando las cosas demasiado lejos. Acabo de ir al baño y encerrado en él había alguien. No estaba haciéndose una pajilla. No estaba fumándose un chino. No. Estaba rezando, muy, muy bajito, un padrenuestro. Y hay ciertas cosas que, simplemente, son pasarse. Mañana me chivo. Al jefe que va, el tío beato.

23.6.09

carta abierta a Lara Moreno

Anoche, después de ver el último capítulo de Weeds y de concluir unánimemente que a Nancy Botwin le faltan unos cuantos tornillos, yo me propuse leer un rato, y la Muchacha a se arremangó para quehaceres diversos sobre el teclado del ordenador. Levantándome rumbo al libro, ella me preguntó:

–¿Y qué vas a leer?

El libro de los zombies –respondí yo.

–¿Pero cómo te puedes leer eso? ¿No preferirías leerte cuentitos de Lara?

Yo la miré, medio escéptico medio esperanzado.

–¿Tiene alguno de zombis?

Y su silencio significaba “no”.

 

Luego estuve pensando en ello y llegué a la conclusión de que sería una maravilla, así que inauguro aquí mi ronda de cartas abiertas, que pretendo sea semanal y me dure hasta que se me olvide o pierda la paciencia, y lo hago para pedir, públicamente, que Lara Moreno escriba un cuento de zombis.

¡Zooombis, Laaara, zooombis!

22.6.09

un lunes de mierda


Esta mañana, en el metro, iba sentado al lado de una señora.

La señora debía estar a unos 10.000 kilómetros de su casa, del lugar en que nació, de los amigos de toda la vida, de la mayoría de su familia, si no de toda.

La señora sollozaba, mirándose las rodillas, y pasaban estaciones al otro lado de las ventanas.

Oyéndola, he pensado que jamás he tenido un lunes de mierda, por mucho que a veces, en el pedestal del victimismo, pueda haberlos reclamado.

Oyéndola, me he preguntado qué decirle, qué hacer para tenderla algo de éste lado. Qué hacer. Y no he sabido responderme nada.

Oyéndola, también, he pensado que vaya día para olvidarme el iPod. Y después se me han tragado primero la culpa, y después los túneles de Avenida de América.

19.6.09

jamás seré Javier Marías

Y jamás lo seré porque soy rotundamente zen. Zen hasta sospechar que me corre horchata por las venas. Pero no, recuerdo, de cuando era pequeñito, que cuando me daba un tortazo me salía sangre, no horchata. Por cierto, de cuando era pequeño tengo una especie de recuerdo-reminiscencia que era una paranoia, y que recordé ayer o anteayer en un andén del metro (que es donde uno mira el relojito que dice que faltan 2 minutos para que llegue el metro y se dedica a la introspección y la filosofía hardcore). A lo que iba: soy zen y jamás seré Javier Marías. Ya lo sé porque es algo de lo que obtengo pruebas todo el rato, pero lo olvido, porque lo olvido siempre todo, y así voy siempre redescubriendo. Me digo “¡coño, qué zen soy!”, y luego, al ratito “bueno, esto ya lo había pensado yo antes”, y al ratito “antes y antes y antes, cantidad de veces”. Es lo que tengo. Soy lo que soy, y aquello de lo que era y olvidé que de vez en cuando recuerdo. Soy un principio de incertidumbre con patas, gracias al nebuloso y difuminado alcance de esta memoria mía que siempre funciona en modo regadera.

El último redescubrimiento de mi no-javier-mariez lo tuve ayer, cuando fui a coger el coche (o sea, a Caracol), cosa que no acostumbro a hacer mucho. Así que fui al siniestro callejón donde, curiosamente, recordaba haberlo aparcado (el “curiosamente” es porque, claro, cuando me funciona la memoria pues yo voy y me sorprendo). Y allí estaba, bastante polvoriento y con el techo hundido, porque por lo visto a alguna cuadrilla de zagales juguetones les habrá dado por encaramarse al techo a dar brincos y ver, desde la altura, más lejos (o sea, más callejón de mierda). Ah, la chavalada nihinista, destructiva. Yo vi aquello y me cagué sin pasión en la puta madre que parió a quienes fueran, por rutina, y abrí el coche y empujé desde dentro el techo hacia arriba. Sono “plonk” y, más o menos, recuperó aquello su posición, mas un curioso dibujo que, de propina, ha dejado el agua sucia de las últimas tormentas al hacer charquito y luego evaporarse y dejarme ahí una costrilla de barrillo y roña sedimentados.

Y conduje, pensando que si fuese Javier Marías escribiría una columna en mi suplemento dominical gruñendo sobre la pérdida de los valores y el bla ble bli que supondría vomitarle al mundo, procesado por la túrmix literaria, ese me cago en su puta madre. Pero como me sale sin gas no me entran ganas, y en lugar de eso, si tuviese que rellenar una página de suplemento dominical lo haría sobre la introspectiva sima por la que caigo rodando en los andenes de metro.

Y como soy un ególatra de espanto, pues me gusta eso. Y el mal rollo de sentirme blandito y horchatado me lo quito pensando que bueno, sí que se me eriza el pelo y me asoman los colmillos cuando escucho cosas como eso que me dijo alguien ayer de “pero la Iglesia, a fin de cuentas, ¿qué tiene de malo?” Y me quedo muy contento, y este fin de semana me voy a una despedida de soltero, es decir, a encerrarme con veinte tíos a ver porno y beber como un náufrago recién recatado. ¿Alguien sabe dónde tengo mi bañador? Maldita memoria regadera. Si fuera Javier Marías, también escribiría cagándome en ella.

17.6.09

una buena obra

Para alegría de la hermana de la Muchacha, que se hartó –yo no sé por qué– a llamarme friqui, este año me he comprado dos libros dos en la Feria del Ídem: Sangre a borbotones, de Rafael Reig, y Guerra Mundial Z, de Max Brooks. Pensaba empezar leyéndome el libro de Reig, pero como estaba con el libro de los lobitos Juanito aprovechó para levantármelo y una tarde de piscina se lo llevó. Así que terminado el libro anterior (veredicto final: cojonudo), me he puesto a leer las peripecias de la humanidad en la guerra contra los zombies. En ello estaba el lunes cuando a la hora de hacer un transbordo en el metro me levanté, me acerqué a la puerta, miré atrás y vi, en el asiento contiguo al que yo había ocupado, unos cuantos papeles doblados juntos. Y como yo normalmente utilizo los libros como archivadores de todo lo que me cae en las manos cuando los leo (facturas, propagandas de brujos y hechiceros, entradas de cine, tickets de parking y hasta alguna que otra vez algún billete de la vuelta de algo), me dije ¡ya se me han caído los papelotes!, volví sobre mis pasos, cogí aquel taquito, y salí del metro justo a tiempo antes de que se cerrasen las puertas del vagón. Allí en el andén miré aquellos papeles, y mientras esa vocecita interior a la que no hago caso (faltaría) me decía que acababa de empezarme el libro y que de ninguna manera me había dado tiempo a guardar en él tal cantidad de papel (y que ya puestos quizá no fuese mala idea vaciar de papeles La ternura de los lobos), leí en el primero de ellos, un formulario que yo no había visto mi vida, un nombre, un DNI, un teléfono y una dirección que para nada eran los míos. Pero no había nadie más en aquellos asientos: era otra persona la que había perdido un taco de papeles. Con lo que debe joder eso.

Así que pensé qué hacer, y como aquello incluía teléfono trepé las escaleras de la estación y fui hacia las taquillas, móvil en mano, buscando cobertura para llamar al número que incluían los papeles. En los tornos vi a un agente de seguridad que mataba los bostezos con pasos cortos de un lado al otro del vestíbulo, y por gestos le llamé y ya por vía oral, que es más sencillo, le conté que había encontrado aquellos papeles que alguien había perdido, y que si podía dejarlos en la taquilla y llamar a la propietaria para que se pasase a por ellos. El guardia de seguridad me miró, pestañeando muy rápido, y luego me abrazó, balbuceando y alabando lo bello de mi gesto, el contraste que eso supone con el día a día que le toca vivir, donde gente con jeringuillas en los brazos y exceso de equipaje salta los tornos y se empuja por las escaleras y se roba las carteras y hace palanca para intentar llevarse los bancos y las marquesinas, y venden droga y cedés en los túneles y tocan fatal el acordeón por todas partes. Ea, ea, le decía yo, palmeándole la espalda, sintiendo cómo sus lágrimas postraumáticas se mezclaban en mi camisa con mi sudor. Cuando el hombre se repuso me dejó salir, caminé unos metros y esgrimí el teléfono. Marqué, y tras el buen rato de sonar en el que alguien, del otro lado, veía mi número y pensaba por primera vez ¿quién coño me llama?, una voz respondió a la llamada con un prudente ¿sí? Hola, ¿Ana?, pregunté yo. A lo que pensando ¿quién coño me llama? por segunda vez, la voz reincidió en una oda a la expresividad del castellano, con una afirmación-pregunta que era un calco de lo anteriormente dicho, ¿sí?

Yo la expliqué que había encontrado en el metro unos papeles con su nombre y sus datos, y que en fin, entiendo que eso debe ser una faena porque en fin, esos papeles con cuadraditos para que uno escriba su nombre y cosas siempre son un incordio, y que estaba en la estación de Canal, y se los dejaba en la taquilla. La voz de la tal Ana, del otro lado, balbuceó un largo y barroco halago sobre lo bello de mi gesto, y el contraste que eso suponía con el día a día que nos toca vivir, donde gente con jeringuillas en los brazos y exceso de equipaje salta los tornos en el metro y se empuja por las escaleras y roba carteras y hace palanca para intentar llevarse los bancos y las marquesinas, y venden droga y cedés en los túneles y tocan fatal el acordeón por todas partes. Vale, vale, le dije yo, de nada. Y colgué y acompañado por el guardia de seguridad, empeñado de nuevo en abrazarme, fuimos a la taquilla, donde ya todo se volvió un poco más normal cuando una de las taquilleras puso cara de “uy, a mí no me compliquéis la vida” mientras se dedicaba a pasar uno por uno todos los papeles, en lugar de respetar la privacidad de la gente y detenerse en nombre, teléfono y demás datos que habitaban el primer pliego del papel. Pues parece que esto es tal o cual, comenzó a fabular, contenta de tener algo sobre lo que marujear con su compañera de taquilla, para sonrojo del guardia de seguridad, que me acompañó a los tornos y me franqueo la entrada, diciendo que no estaría bien que tuviese que pagar por otro billete después de perder un cuarto de hora de mi tiempo en hacer algo bonito. Bonito es pintar según que cuadro o comerse un donut de chocolate, pensé yo, pero en lugar de decir nada asentí y me fui, poniéndome de nuevo la música, rumbo a palacete.

Ayer lo conté aquí en la secta. Mis compañeros me miraron raro, pero pronto se solidarizaron con aquella mujer y me dijeron, por lo bajini, que había hecho bien, y volvieron a sus puestos murmurando.

Al rato, me llamó mi jefe, diciendo que le había llegado el rumor, y que qué era aquello. Yo le conté una versión resumida de la historia, retorciéndome las manos a la espalda, mirándome los calcetines y dando pataditas al suelo con la punta del pié izquierdo. Al terminar mi jefe me miraba sin parpadear, indignado, y explotó ¿¡se puede saber en qué coño estabas pensando!? ¡Esto es una secta satánica! ¿Dónde coño irá el mundo si precisamente nosotros nos dedicamos a las buenas obras? ¿¡Es que has estado practicando el buen samaritano, eh!? ¿¡Has recibido alguna oferta de la competencia, de alguna secta católica!?

A esas alturas ya me sacudía por los hombros y la presión de sus dedos apenas me dejaba respirar. Aún así le respondí que no, que tranquilo, que había sido un momento de despiste, y que cómo va a hacerme nadie ninguna oferta con la crisis que está cayendo. Aquello le hizo entrar en razón, y me despachó con un gesto, y la advertencia de que la próxima vez ni se me ocurra ser bueno. Yo, con un sentimiento de culpa del tamaño del Himalaya, volví a mi puesto de trabajo, le puse una velita negra a Lucifer y, por si las moscas, le recé tres Salves a la Bestia antes de abrir el Firefox y seguir fingiendo que trabajaba y leyendo blogs.

15.6.09

l# q#e se hace echa# de #e##s, e# ##d#o

(que significa “lo que se hace echar de menos, el jodío)

 

Y# n# sé c### habrá s#d# per# h#y, a# des#ertar#e, #e d###a h#rr#res el ded# ##d#ce de #a #a## derecha. As# que me he #asad# la #a#a#a #a#da#d# c#rre#s #argu#s###s ex###cánd##e a t#d# e# ##nd#o l# ##ch# que me d#e#e e# ded#. Un h#rr#r, #a cantidad de tec#as q#e ### se ded#ca a ###sar c## ese ded#.

Des#és me ha da# ##r escr#b#r c## ## s###e#te, #sa#d# e# ded# ad#ace#te en s# ##gar, #er# se #e #ace rar#.

As# q#e dec#d#d# a s##ar c##f#s#, a eva#ar ## ##c## q#e #s# este a#e#d#ce, #e est## ded#ca#d# a escr###r c#rc#etes cada vez que se #e #a#za e# ded# d###r#d#.

S#rva# est#s “#” de h##e#a#e.

Te ec## de #e##s, ded#t# m##. ###te b#e## #r##t#.

12.6.09

bang, bang, bang

Hoy soñé que recorría un hotel desvencijado con dos pistolas en las manos, buscando a alguien, abriendo puertas a patadas, disparando incluso a una cerradura (y pensando, por cierto, "madre mía, el alboroto que estoy montando", lo que me hace sentir muy satisfecho con mi yo-durmiente-narrador, por cierto). No había entrado solo, pero en pasillos y bifurcaciones me había ido separando de mis compañeros. Sabía, se supone, a quién buscábamos, o sabía que lo reconocería al verlo (o quizá fuese el único ocupante del hotel), y corría, deseando encontrarlo yo primero. Al final lo hice; no estaba solo, estaba con dos mujeres, y con una de ellas estaba, digamos, en faena. Yo dije algo y le disparé.

Fue tan estupendo el sueño (no ya por su carga de violencia ni por el potencial para ser la semilla de otro cuento-westerncito, que también, sino por ejemplo, por la imagen, azul y quemada, del interior del hotel, o por las texturas de la madera vieja y chamuscada, que era espectacular) que tuve que celebrarlo levantándome a beber agua, a memorizarlo mirándome al espejo. A intentar recordar el camino por el laberinto de escaleras desvencijadas y de pasillos decrépitos, si me dejas recurrir a dos adjetivos demasiado típicos.

¿Freud qué diría? ¿Qué, como aquel tipo que conocí, ansío en secreto tener dos penes?

Yo creo, simplemente, que todo esto me viene de la afición al western y a las películas de tiros. Y, más atrás, de que mis padres, de pequeño, no me compraron pistolas de juguete (o no muchas: definitivamente menos que a mis primos, que tenían un cajón llenito de ellas), porque suponían que podría volverme violento. Así que yo la violencia me la tenía que imaginar, pienso, como si no hubiese que fabular nada para fingir que un trozo de plástico es un Colt Navy.

Se lo contaba a la Muchacha mientras desayunábamos, o mientras me acercaba a la estación de tren, esta mañana rara (rara porque, por ejemplo, no suelo coger trenes por las mañanas). Ella se ponía contenta porque me sabía feliz.

Hoy hace un año y medio desde que comenzó todo esto. Yo le agradezco la paciencia, la risa (la que concede y sobre todo a la que obliga), y los libros que me regala. En el último se puede leer:

―Hace años... ―Se interrumpe, como sorprendido de sí mismo por su locuacidad. Yo espero―. Hace años encontré un cachorro de lobo abandonado. Quizá a su madre la habían matado o echado de la manada. Lo eduqué como a un perro. Durante un tiempo se mostró contento y cariñoso, una buena mascota. Me lamía la mano y se revolcaba con ganas de jugar. Pero creció y se acabó el juego. Recordó que era un lobo, no una mascota. Miraba a lo lejos. Y un día desapareció. Los chippewas tienen para eso una palabra que significa «el dolor de la memoria». No puedes domesticar a un animal salvaje, porque siempre recuerda de dónde viene, y algún día querrá volver.

El libro es La ternura de los lobos, de Stef Penney. No lo he terminado, así que aún no diré que es estupendo. Y de la Muchacha no digo más porque ella ya lo sabe, y porque luego me llega el censor diciendo que si el edulcoramiento y el bla bla bla. Pero ahí está, aquí está.

10.6.09

tecnología errónea

Hay tres formas de introducirse en la secta (para trabajar, día a día; si es para entrar de sectario las vías son las tradicionales, o bien se echa un currículum, o se es colega del Sumo Sacerdote). Uno puede ir a la estación de Metro de Ópera, bajar a las vías cuando nadie mire (es importante que nadie mire) y caminar pegado a la pared izquierda del túnel en dirección Sol; a unos cincuenta metros del andén hay un nicho en la pared. Si uno espera ahí a que coincidan dos trenes pasando en ambas direcciones y gira sobre si mismo y da una palmada con los ojos cerrados al abrirlos se encontrará en el escobero de la secta. La segunda forma es mediante el uso de un pentagrama que debe estar dibujado con grasa de carnero derretida y cenizas de plumas de gallo negro; si uno dibuja un pentagrama así sobre un suelo de madera de más de sesenta años de edad y salta a su interior, cae desde el techo del baño de caballeros (cuidado con no aterrizar con un pie en el interior de la taza del váter). La tercera forma es coger el metro, plantarse en la puerta del edificio y coger un ascensor hasta la quinta planta. Esta vía, la más popular (no es que no nos guste la poesía, es que nos desagradan los atropellos de trenes y rompernos tibias contra la cisterna), se subdivide en tres procedimientos viables y cuatro hipotéticos (el no viable es utilizar la escalera, invento demasiado infernal incluso para los estándares de la casa), pues hay tres ascensores. Y bueno, también un montacargas, pero es de uso exclusivo de Vicky, la de la limpieza, que sólo invita a quien quiere, cuando baja a fumarse un cigarrito a la calle. Mi ascensor favorito es el primero, por la estúpida razón de que su tecnología tiene un fallo no letal, cosa siempre de agradecer en cuestiones ascensorísticas. El fallo se da en el panel del ascensor que rotula electrónicamente la planta en la que se encuentra uno. Ayer subí en él y cuando pulsé la tecla del 5 aún marcaba una T de aspecto levemente gótico para señalar la planta baja. Después marcó con un cierre de paréntesis la primera, con una flecha hacia arriba y un guión bajo la segunda, luego escribió “1 $” para la tercera, uso una u minúscula para la cuarta, y por fin una E cuando llegó al final del ascenso.

Yo salí pensando en algoritmos que fallan, sin saberlo, y que creen que están proporcionando unos y doses y demás y no, están ahí desarrollando una filosofía simbólica del azar. Y luego cuando llegué a la puerta vi que el reloj me acusaba de llegar dos minutos fuera de la hora límite, y lamenté que me lo dijese poniendo “9:32” en vez, de, por ejemplo, mediante los símbolos “·/e|&R”.

Les habría hecho el mismo caso, a fin de cuentas, y quedarían tanto más bonitos.

9.6.09

ya, ya sé

Ya sé que hace nada echaba yo mis pestes sobre el yutú, como lo llamaba con todo acierto Pi, implicitamente, pero yo creo que el montaje de Charo y la selección fotográfica y sobre todo la voz de la poeta, que son lo que tienen el mérito, valen la pena como para poner esto (eso y que la música es de Kinski, claro), por si hay alguien tan cenutrio como para no haberse pasado por aquí. Ergo:

8.6.09

ilocalizable yo

Y de pronto la ciudad se vuelve más ancha, más profunda, más grande, un laberinto de incógnitas: ¿dónde estoy, dónde me encuentro, a dónde voy, qué hora es?

En teoría yo esas cosas me las sé, que para algo soy yo y tengo mi par de ojos para mirar dónde me encuentro. En la práctica como soy así de torpe y de propenso a la desorientación, ando –y aquí, en la transición del respecto a quién, es donde está la novedad, porque yo siempre ando así– tanto para mí como para el mundo perdido y no localizable, porque mi teléfono móvil decidió el jueves que ya tenía bastante y después de una conversación telefónica absurda dejó de funcionar. La conversación fue así. Ring, ring.

–¿Sí? –digo yo, descolgando.

(ruido al otro lado)

–¿Hola, quién es? –insisto.

–¿Quién eres? –me pregunta una voz que no conozco.

Y yo me pensé por un instante si explicarle a quien fuese que cuando se llama por teléfono a alguien es de cortesía pagar la intrusión explicando primero quién es el que llama, pero asumiendo qué pasaría después decidí ahorrarme trámites y darme a mí mismo el gustazo del poder ejecutivo y colgué.

En algún momento posterior a ese instante mi teléfono dice que no encuentra red. Busca y busca, y si le dejas busca con tanta saña que se descarga la batería en un rato de tanto afán que le pone al buscar, y no encuentra nada. Así que yo he pasado a ingresar ese colectivo que a día de hoy constituyen los habitantes de las tribus desconocidas del Amazonas y los capos mafiosos: una de esas personas sin teléfono móvil. Quien quiere hablar conmigo tiene que delegar y llamar o bien a la Muchacha o bien a Juanito y cruzar los dedos esperando que yo esté con uno o con otro. Si vago por las calles sin rumbo y sin compañía conocida, soy un eco del pasado, un ente de los años noventa del siglo anterior: alguien sin posibilidad de ser localizado en cualquier instante para decirle cualquier cosa. Alguien cuyos únicos hilos con la voz instantánea y remota son el correo electrónico y ese teléfono fijo que (¿para qué?) no conoce nadie.

Y yo camino dando pasitos sin tener claro hacia dónde, como siempre, pero con ese conocimiento aterrador de que tampoco nadie sabe ni puede saber por qué extrañas callejuelas repiquetean mis pasos.

Es tan divertido que, si la culpa y la histeria por la llamada inexcusable no lo imposibilitasen, yo hasta lo recomendaría.

3.6.09

yo comiendo pescado

Como no sé subir vídeos a YouTube (porque, al usarlo mucha gente, yo obviamente lo aborrezco, por mucho que de cuando en cuando me de por buscar por ahí cabalgatas del Ghost Rider o goles de Matt LeTissier) en vez de subirlo lo cuento.

En el vídeo, de la rugosa y sucia calidad de las cámaras ocultas, se ve la cocina del Palacete y a la Muchacha, que acaba de colocar la cámara entre una porción selvática de geranios. Se ve cómo se aleja, abre el frigorífico, saca de él unas lonchas de jamón y las coloca sobre un plato, que rellena añadiendo patatas fritas. Deja el plato en el suelo, va a la puerta, la abre y se esconde tras ella.

Se aprecia cómo sopla el viento por el movimiento de las hojas de algunas plantas. Presumiblemente el viento esparce por la casa el aromilla del jamón, e invocado por él aparezco yo en escena, para abalanzarme sin ceremonias sobre el plato de jamón y patatuelas. A mis espaldas la Muchacha sale de su escondrijo, blande una pistola de dardos tranquilizantes y zap, la dispara, clavándome uno de tales dardos en la nalga derecha.

Yo sigo comiendo con una mano y con la otra manoteo a mis espaldas, rascándome, hasta topar con el dardo. Entonces, sin parar de masticar, me lo saco, lo coloco ante mis ojos y lo miro. En el mismo instante en el que dejo de masticar el dardo cae al suelo, y yo con él, inconsciente.

Entonces la Muchacha camina hacia el horno, lo abre, saca un par de platos de salmón y los coloca en el suelo, junto a mí. Coge un par de cubiertos y se sienta. Come trocitos de salmón de su plato y, de vez en cuando, coge un trozo del otro plato, me abre la boca, me lo coloca en ella y me sujeta la nariz y la boca cerrada hasta que ese yo durmiente se lo traga. Así hasta terminar el salmón.

Vemos el vídeo en la oficina. Al terminar, orgulloso, proclamo:

-¡Ja! ¿Veis como sí que como pescado?

Ellos me miran raro.

1.6.09

por cierto

Si alguien tiene el correo de Álex Martinez, que le diga que me faltaba una i.

Kawai en japonés es sólo el nombre de la marca de su teclado (y de unas quinientas mis islas del archipiélago japonés que no vienen al caso. Es Kawaii lo que significa “guapa”.

Si yo tuviera un teclado Kawai, le pintaría una segunda i. Y lo tocaría de pena, claro.

revolver cargado debajo de la almohada

La presentación fue estupenda y larga; puestos a acotar, y no dejándonos engañar por las apariencias, los hasta luegos y los ya está, empezó el viernes a eso de las 8 y algo y terminó anoche, en alguno de los momentos en los que la Muchacha y yo recorríamos las calles de Madrid, adivinando parejas de policías de la secreta por todas partes; mira, esos dos que van de la mano son secretas. Mira, estos dos guiris que, borrachos, nos preguntan donde podrían comer algo a estas horas son secretas (y por eso les respondemos mientras les mostramos el contenido de nuestros bolsillos). Aquel buzón y ese semáforo, también son secretas. Porque es una cosa curiosísima esta de la policía secreta: resulta que toda la vida viéndolos en el cine no sirve para nada, porque resulta que cuando por fin aparecen parecerán de todo menos policías. Estoy por demandar a Hollywood, porque sólo faltaba. Si seguimos así ¿qué podrá pasar? ¿Que nos ataquen los zombies y que el método no sea volarles la cabeza a tiros y sobrevivir a base de latas de atún en conserva? ¿Y para eso hago yo acopio, que soy cliente de honor de Calvo, eh? En fin.

Y la presentación en su transcurso tuvo tiempo para todo. Hasta para ver Control, la película sobre la vida de Ian Curtis, el cantante de Joy Division. O para ver Star Trek, donde J. J. Abrams ha instaurado su imperio de destellos en pantalla que tanto le cunden en Fringe, y le ha dado un buen baño higienizante a la historia con más caspa de la ciencia ficción (caspa inintencionada, se entiende; si no habría que colocarla después de Enano Rojo). Y tiempo también, un par de ratos, para pensar. ¿En qué? Pues en poetas, naturalmente. Y cuando digo poetas querría decir poetisas si esa palabra no sonase tan de coña. Y cuando digo naturalmente lo digo porque teniendo dos en el Palacete, al tiempo, supongo que es algo normal, pensar en todo ese asunto de la poesía.

La idea que saco es que la poesía es un arma peligrosa; salir con una poeta es como dormir con un revolver cargado debajo de la almohada: no es mala idea si de pronto vienen los zombies, pero uno tiene que estar preparado para el estampido y el fogonazo en mitad del sueño (y al despertador agujereado y al olor chamuscado de la almohada y el edredón). Uno nunca sabe de dónde puede salir un verso, qué mirada esconde la chispa que luego una noche o una tarde o una mañana germinará y le saldrán patitas y se hará palabra escrita en una línea, con sus maquiavélicas hermanas conjuradas para romper o señalar o apuntar o trazar o inventar.

Logicamente es algo genial, ese olor a inminencia de pólvora de la poesía, y de quienes la crean.

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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.