Hoy soñé que recorría un hotel desvencijado con dos pistolas en las manos, buscando a alguien, abriendo puertas a patadas, disparando incluso a una cerradura (y pensando, por cierto, "madre mía, el alboroto que estoy montando", lo que me hace sentir muy satisfecho con mi yo-durmiente-narrador, por cierto). No había entrado solo, pero en pasillos y bifurcaciones me había ido separando de mis compañeros. Sabía, se supone, a quién buscábamos, o sabía que lo reconocería al verlo (o quizá fuese el único ocupante del hotel), y corría, deseando encontrarlo yo primero. Al final lo hice; no estaba solo, estaba con dos mujeres, y con una de ellas estaba, digamos, en faena. Yo dije algo y le disparé.
Fue tan estupendo el sueño (no ya por su carga de violencia ni por el potencial para ser la semilla de otro cuento-westerncito, que también, sino por ejemplo, por la imagen, azul y quemada, del interior del hotel, o por las texturas de la madera vieja y chamuscada, que era espectacular) que tuve que celebrarlo levantándome a beber agua, a memorizarlo mirándome al espejo. A intentar recordar el camino por el laberinto de escaleras desvencijadas y de pasillos decrépitos, si me dejas recurrir a dos adjetivos demasiado típicos.
¿Freud qué diría? ¿Qué, como aquel tipo que conocí, ansío en secreto tener dos penes?
Yo creo, simplemente, que todo esto me viene de la afición al western y a las películas de tiros. Y, más atrás, de que mis padres, de pequeño, no me compraron pistolas de juguete (o no muchas: definitivamente menos que a mis primos, que tenían un cajón llenito de ellas), porque suponían que podría volverme violento. Así que yo la violencia me la tenía que imaginar, pienso, como si no hubiese que fabular nada para fingir que un trozo de plástico es un Colt Navy.
Se lo contaba a la Muchacha mientras desayunábamos, o mientras me acercaba a la estación de tren, esta mañana rara (rara porque, por ejemplo, no suelo coger trenes por las mañanas). Ella se ponía contenta porque me sabía feliz.
Hoy hace un año y medio desde que comenzó todo esto. Yo le agradezco la paciencia, la risa (la que concede y sobre todo a la que obliga), y los libros que me regala. En el último se puede leer:
―Hace años... ―Se interrumpe, como sorprendido de sí mismo por su locuacidad. Yo espero―. Hace años encontré un cachorro de lobo abandonado. Quizá a su madre la habían matado o echado de la manada. Lo eduqué como a un perro. Durante un tiempo se mostró contento y cariñoso, una buena mascota. Me lamía la mano y se revolcaba con ganas de jugar. Pero creció y se acabó el juego. Recordó que era un lobo, no una mascota. Miraba a lo lejos. Y un día desapareció. Los chippewas tienen para eso una palabra que significa «el dolor de la memoria». No puedes domesticar a un animal salvaje, porque siempre recuerda de dónde viene, y algún día querrá volver.
El libro es La ternura de los lobos, de Stef Penney. No lo he terminado, así que aún no diré que es estupendo. Y de la Muchacha no digo más porque ella ya lo sabe, y porque luego me llega el censor diciendo que si el edulcoramiento y el bla bla bla. Pero ahí está, aquí está.
Ains!
ResponderEliminarBuena pinta, el libro.
Sobre el sueño mejor no opino. Esperaré un buen relato.
La Muchacha, adorable en la foto. Tan dormidita...
bss, espero veros mañana
Qué bien se te ve.
ResponderEliminarUn abrazo.
ji...
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