Para alegría de la hermana de la Muchacha, que se hartó –yo no sé por qué– a llamarme friqui, este año me he comprado dos libros dos en la Feria del Ídem: Sangre a borbotones, de Rafael Reig, y Guerra Mundial Z, de Max Brooks. Pensaba empezar leyéndome el libro de Reig, pero como estaba con el libro de los lobitos Juanito aprovechó para levantármelo y una tarde de piscina se lo llevó. Así que terminado el libro anterior (veredicto final: cojonudo), me he puesto a leer las peripecias de la humanidad en la guerra contra los zombies. En ello estaba el lunes cuando a la hora de hacer un transbordo en el metro me levanté, me acerqué a la puerta, miré atrás y vi, en el asiento contiguo al que yo había ocupado, unos cuantos papeles doblados juntos. Y como yo normalmente utilizo los libros como archivadores de todo lo que me cae en las manos cuando los leo (facturas, propagandas de brujos y hechiceros, entradas de cine, tickets de parking y hasta alguna que otra vez algún billete de la vuelta de algo), me dije ¡ya se me han caído los papelotes!, volví sobre mis pasos, cogí aquel taquito, y salí del metro justo a tiempo antes de que se cerrasen las puertas del vagón. Allí en el andén miré aquellos papeles, y mientras esa vocecita interior a la que no hago caso (faltaría) me decía que acababa de empezarme el libro y que de ninguna manera me había dado tiempo a guardar en él tal cantidad de papel (y que ya puestos quizá no fuese mala idea vaciar de papeles La ternura de los lobos), leí en el primero de ellos, un formulario que yo no había visto mi vida, un nombre, un DNI, un teléfono y una dirección que para nada eran los míos. Pero no había nadie más en aquellos asientos: era otra persona la que había perdido un taco de papeles. Con lo que debe joder eso.
Así que pensé qué hacer, y como aquello incluía teléfono trepé las escaleras de la estación y fui hacia las taquillas, móvil en mano, buscando cobertura para llamar al número que incluían los papeles. En los tornos vi a un agente de seguridad que mataba los bostezos con pasos cortos de un lado al otro del vestíbulo, y por gestos le llamé y ya por vía oral, que es más sencillo, le conté que había encontrado aquellos papeles que alguien había perdido, y que si podía dejarlos en la taquilla y llamar a la propietaria para que se pasase a por ellos. El guardia de seguridad me miró, pestañeando muy rápido, y luego me abrazó, balbuceando y alabando lo bello de mi gesto, el contraste que eso supone con el día a día que le toca vivir, donde gente con jeringuillas en los brazos y exceso de equipaje salta los tornos y se empuja por las escaleras y se roba las carteras y hace palanca para intentar llevarse los bancos y las marquesinas, y venden droga y cedés en los túneles y tocan fatal el acordeón por todas partes. Ea, ea, le decía yo, palmeándole la espalda, sintiendo cómo sus lágrimas postraumáticas se mezclaban en mi camisa con mi sudor. Cuando el hombre se repuso me dejó salir, caminé unos metros y esgrimí el teléfono. Marqué, y tras el buen rato de sonar en el que alguien, del otro lado, veía mi número y pensaba por primera vez ¿quién coño me llama?, una voz respondió a la llamada con un prudente ¿sí? Hola, ¿Ana?, pregunté yo. A lo que pensando ¿quién coño me llama? por segunda vez, la voz reincidió en una oda a la expresividad del castellano, con una afirmación-pregunta que era un calco de lo anteriormente dicho, ¿sí?
Yo la expliqué que había encontrado en el metro unos papeles con su nombre y sus datos, y que en fin, entiendo que eso debe ser una faena porque en fin, esos papeles con cuadraditos para que uno escriba su nombre y cosas siempre son un incordio, y que estaba en la estación de Canal, y se los dejaba en la taquilla. La voz de la tal Ana, del otro lado, balbuceó un largo y barroco halago sobre lo bello de mi gesto, y el contraste que eso suponía con el día a día que nos toca vivir, donde gente con jeringuillas en los brazos y exceso de equipaje salta los tornos en el metro y se empuja por las escaleras y roba carteras y hace palanca para intentar llevarse los bancos y las marquesinas, y venden droga y cedés en los túneles y tocan fatal el acordeón por todas partes. Vale, vale, le dije yo, de nada. Y colgué y acompañado por el guardia de seguridad, empeñado de nuevo en abrazarme, fuimos a la taquilla, donde ya todo se volvió un poco más normal cuando una de las taquilleras puso cara de “uy, a mí no me compliquéis la vida” mientras se dedicaba a pasar uno por uno todos los papeles, en lugar de respetar la privacidad de la gente y detenerse en nombre, teléfono y demás datos que habitaban el primer pliego del papel. Pues parece que esto es tal o cual, comenzó a fabular, contenta de tener algo sobre lo que marujear con su compañera de taquilla, para sonrojo del guardia de seguridad, que me acompañó a los tornos y me franqueo la entrada, diciendo que no estaría bien que tuviese que pagar por otro billete después de perder un cuarto de hora de mi tiempo en hacer algo bonito. Bonito es pintar según que cuadro o comerse un donut de chocolate, pensé yo, pero en lugar de decir nada asentí y me fui, poniéndome de nuevo la música, rumbo a palacete.
Ayer lo conté aquí en la secta. Mis compañeros me miraron raro, pero pronto se solidarizaron con aquella mujer y me dijeron, por lo bajini, que había hecho bien, y volvieron a sus puestos murmurando.
Al rato, me llamó mi jefe, diciendo que le había llegado el rumor, y que qué era aquello. Yo le conté una versión resumida de la historia, retorciéndome las manos a la espalda, mirándome los calcetines y dando pataditas al suelo con la punta del pié izquierdo. Al terminar mi jefe me miraba sin parpadear, indignado, y explotó ¿¡se puede saber en qué coño estabas pensando!? ¡Esto es una secta satánica! ¿Dónde coño irá el mundo si precisamente nosotros nos dedicamos a las buenas obras? ¿¡Es que has estado practicando el buen samaritano, eh!? ¿¡Has recibido alguna oferta de la competencia, de alguna secta católica!?
A esas alturas ya me sacudía por los hombros y la presión de sus dedos apenas me dejaba respirar. Aún así le respondí que no, que tranquilo, que había sido un momento de despiste, y que cómo va a hacerme nadie ninguna oferta con la crisis que está cayendo. Aquello le hizo entrar en razón, y me despachó con un gesto, y la advertencia de que la próxima vez ni se me ocurra ser bueno. Yo, con un sentimiento de culpa del tamaño del Himalaya, volví a mi puesto de trabajo, le puse una velita negra a Lucifer y, por si las moscas, le recé tres Salves a la Bestia antes de abrir el Firefox y seguir fingiendo que trabajaba y leyendo blogs.
Oyessss, perdona, pero es que el acordeón se deja tocar muy mal, es muy estrecho el jodío...
ResponderEliminaraclaro algo: te quemaste!! y me culpaste
ResponderEliminarEntre tú y Carla no vais a dejar espacio para mis propios recuerdos. No puedo hacer biografía oral, no puedo!!!!!!!!!!... recordándoos todo lo que se os olvida o cambiais.
a menos que
je
quería decirlo en otro post
ResponderEliminarpero ahí quedó
mi buena obra es recordar tus olvidos
somos juan olvido y clementina
(espero que nadie recuerdo estos personajos)
Ji ji, tocar, ji, estrecho, ayns.
ResponderEliminarMu(), soy un cuaderno, y me borro, para que escribas lo que quieras, y rellenes al gusto. Más que un requeridor de memoria soy un marco para los recuerdos que te sobren.
Visto así, soy un telesketch, o como se llamasen los chismes aquellos, qué tiempos.
¡Magnífico texto!
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