Hay historias que hay que contar desordenadas.
Hay historias que uno no cuenta a tiempo, mientras suceden, aunque tal vez debería; historias que uno vive, cronológicamente, y se calla.
Hay historias que, cuando uno se calla, tiene la posibilidad de desordenar, una vez terminan, a la historia de contarlas.
Por eso esta historia de rencor y de asco empieza por el capítulo 3, o sea, este. El índice completo de la historia, en su desorden original, es este:
3. El principio del fin, un cambio de roles
1. Y en el principio fue el amor, o sea la tontería
4. Niño malo castigado sin tele, niño malo castigado sin vajilla
2. A grandes males, grandes apuestas
5. El dulce escándalo de los cañones de la liberación
Y éste es el punto de partida:
Creo que, mirando atrás, soy capaz de ver en qué momento todo esto cambió, cuándo la convivencia en este piso comenzó a irse a la mierda.
Antes nos había ido bien. Antes habíamos ido capeando el oleaje, Leticia y yo, con cierta holgura.
Ayudaba que yo, por aquel entonces, estaba francamente entregado a la causa. Que yo, por aquel entonces, era siempre la venda dispuesta y ansiosa para la herida de Leticia, el tipo que cuando llegaba a casa la abrazaba, le escuchaba sus tristezas, le daba palmadas en el hombro y le decía esos consejos huecos y bienintencionados que uno le dice a la gente que está tan deprimida. Ella decía que no se veía capaz de soportar todo aquello, que vivir era horrible, y después lloraba, y yo, que siempre he sido bastante imbécil, me deshacía en esas lágrimas y estaba siempre ahí.
Pero hubo una noche en la que ya no hice falta; Un viernes que Leticia tenía una cena de empresa a la que, por su infinita tristeza, no tenía ninguna gana de ir, pero ya se sabe, estas cosas son como son, si no vas luego la gente, bla bla bla. Así que ella fue, yo me quedé en casa y el plan era que ella cumplía el trámite y luego se volvía a casa, donde la esperaba yo, la venda, el ungüento, y luego veríamos una película, nos beberíamos una botella de vino y hablaríamos, terapia de grupo, hasta que el sol se hartase de salir y volver a ponerse.
Y fueron pasando las horas y no había noticias de ella, así que yo, que soy, insisto, sumamente imbécil, me preocupé, la llamé por teléfono, y nadie me lo cogió. La llamé a la una, a las dos, a las tres, a las cuatro, la primera vez para saber cómo estaba y sobre qué hora pensaba que llegaría, la última bastante cabreado por esa manía suya de no coger casi nunca el teléfono.
Al fin escuché que llegaba sobre las cinco o cinco y algo, y no vino sola. Vino con un compañero suyo de trabajo, que dos semanas antes era descrito como un chico guapo pero gilipollas. Y no, claro que no había quedado conmigo, habíamos quedado en otra cosa que por lo visto yo no entendí, y que sigo sin entender ahora, que debía consistir en que ella ya vería si venía o no pero que por si las moscas yo debía estar esperando con el hospital de campaña en pie, con la venda, el ungüento y lo que hiciese falta.
En fin, esa noche ella descubrió otra terapia, otra venda más eficaz que yo. Cuando a uno le da por llorar, supongo, siempre viene mejor alguien que también te puede abrazar en la cama, y así de paso los ratos en los que no se llora son más entretenidos.
El caso es que empezó a salir con el chaval este, un tipo simpatiquísimo, tímido (o asustado por mí, cosa que a veces sucede y que yo nunca consigo entender) y súmamente sumiso, virtud esta que Leticia busca, promueve, cultiva y, de hecho, necesita en sus relaciones con los demás. Y salir significaba estar siempre juntos, codo con codo, en cualquier momento. Cuando llegaban a casa se encerraban en su habitación (en esta habitación desde la que yo escribo ahora, mientras miro por la ventana), y ni rastro de ellos si no era para encontrarme a uno de los dos en una rápida incursión al baño o a la cocina.
A mí a priori aquello me pareció bien. El chaval era un buen tipo, se le veía, y ella necesitaba algo que le ayudase a olvidarse de su satán privado de aquel entonces, su exnovio Gonzalo, que debió ser una de las personas a las que, en función de lo que Leticia me contó, yo más he odiado en mi vida, y debe ser una de las personas respecto a las que, a toro pasado, más culpable me siento, después de haber compartido la siguiente reencarnación de su papel. Aunque esto vendría más tarde, y entonces todo parecía bien. Aunque todo cambió. Tal vez Leticia ni siquiera supiese para qué me estaba utilizando, tal vez ni siquiera sea consciente de lo que hace con la gente (lo cuál diría algo, al menos, a su favor), pero no hay sitio para dos remedios en su vida, sobre todo cuando abraza al segundo con la obsesión con la que lo hizo siempre que estuvo con él (porque, en fin, cuando él no estaba y ella se iba de carnavales a Tenerife, digamos, surgían las dudas, y luego gente extraña la llamaba y uno veía pasar al pobre Manuel con unos tristísimos e inmerecidísimos cuernos en su cabeza. Pero qué le vamos a hacer si Leticia tenía dudas y necesitaba reivindicarse frente al mundo y luchar contra su tristeza dándose homenajes, y que se jodan los que no estén enfermos.
Lo de vernos tangencialmente, según entraban por la puerta y se encerraban en su habitación, o según corrían de esta al baño o a la cocina, reordenó las rutinas domésticas. En la práctica, yo dejé de compartir piso para vivir solo, con un par de persons que de cuando en cuando pasaban corriendo de un lado para otro. Pero claro, yo ya no estaba allí para decir mis obviedades y mis consejos de segunda mano, y un día Leticia hizo un aparte conmigo y me dijo que ya no hablábamos como antes. Yo, claro, me sorprendí muchísimo, porque era imposible, si no la veía, que hablásemos como cuando según entraba por la puerta se me colgaba del cuello, llorosa y deshecha, y no me soltaba más que para irse a por su ración de pastillas de buenas noches, a las tantas de la mañana. Así que durante una semana o dos intentamos luchar contra esa nueva inercia, con un par de escenas esperpénticas, ellos dos y yo sentados en el sofá viendo algún capítulo de House en la televisión del salón.
Claro que tampoco es que la televisión fuese a durar mucho más tiempo en el salón...
(siguiente capítulo, 1. Y en el principio fue el amor, o sea la tontería)
3.11.07
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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.
me alegra que hayas resuelto el problema... que haya paz en el hogar (no hay lugar como el hogar siempre y cuando el hogar no sea una permanente batalla campal).
ResponderEliminary sí, hay gente que sólo se acuerda de ti para contarte sus problemas, y que luego desaparece cuando los tuyos salen a flote...
sí, entiendo lo que cuentas.
besos pacíficos (como vuestra casa ahora. hola Juan!)
:D
ResponderEliminarEs tan, tan, tan, tan hijadelagranputa (con todos mis respetos a su madre y sin ningún tipo de respeto para ella, porque total, no la conozco y lo que se de ella me parece despreciable!) que estoy deseando que llegues a la chicha de toda esta historia a pesar de que se que tu si mantienes el respeto por ciertos episodios, como poco, vergonzosos.
;*
Por supuesto, para planes geniales los de Elena!
Vega, el problema, más que resolverse, ha mutado a algo que, definitivamente, parece más un chiste que un problema; me remito a dentro de unos días, capítulo 5 de mi historia espero que objetiva, hasta donde me sea posible desde mi rencor, ji ji ji.
ResponderEliminarY Vero, sí, Elena es una crack, y una profetisa, y tiene la maldita manía de tener razón hasta cuando desea algunas cosas. Y la chicha, bueno, vengo de escribir mi época de privaciones, y toca mañana. Ya tengo afilados el bisturí y la motosierra, esterilizado el primero y rociada de cicuta y desafilada, para que duela más, la segunda.