Me cuenta Vega que la película fue abucheada en el festival de cine de Venecia, y a mí no me extraña en absoluto.
La historia es que mis amigos habían quedado para ir al cine, y todos querían ver Caótica Ana. Caótica Ana. Y a mí nunca me ha importado repetir película en el cine (al fin y al cabo, siempre que voy al Asador, allá en mi pueblo, me pido el mismo plato, por razones parecidas a las mismas por las que repito peli), pero ya sabes lo que pienso yo de Caótica Ana. ¡Caótica Ana, aaah!, buf, buf. Así que pensamos todos, simultaneamente porque nos conocemos al dedillo, que yo me iba a ver otra película que empezase y terminase a la misma hora y ya ves tú qué problema: Nos tomábamos las cañas pre y postcinematográficas juntos, y yo, que creo que ya he dejado claro que tengo poco problema en ir solo al cine, me iba a ver otra cosa. El momento de ir a ver algo que sabes que no es plato de cualquier gusto.
Por ejemplo, La Jungla de Cristal 4, con Brus Güilis metido, otra vez, en la piel de John McClane. Pero empezaba a una hora a la que me era imposible llegar respetando la Relatividad y yo le tengo mucho cariño a Einstein, me puse a mirar cartelera y terminé decidiendo ir a ver esta. En la ciudad de Sylvia.
Recapitulando: Yo quería ver La Jungla 4 (tiroteos, explosiones), y termino viendo una película que se abucheó en un festival. La conclusión, no podía ser otra, es que la película me ha encantado. Me ha encantado, pero no se la recomendaría a nadie, porque no quiero sobre mi conciencia el peso del disgusto que mucha gente, muchísima gente, se puede llevar viendo esa película.
La película es, hay que reconocerle eso guste o no, audaz: Tiene un ritmo tan lento, espera, no, taaan leeentooo, espera, tampoco...
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...que todo lo que pasa en ella se puede resumir en una frase, y siendo muy cínico podría hasta resumirse en que como quien dice no pasa nada. Y en eso está su audacia: José Luis Guerín ha cogido el cine como concepto, el cine como espectáculo visual, y nos ofrece anticine. Olvídate de que pasen miles de cosas, olvídate de personajes resolviendo situaciones, olvídate del drama, las explosiones y los efectos especiales, y sumérgete durante noventa minutos de película que a mí se me han pasado en un suspiro (lo cuál, en una semana en la que no he pegado ojo y con una película con este ritmo, tiene que significar algo tan obvio como para que no tenga ni que explicarlo), o tres noches con sus días que dura la película, en vida, pura y dura. En Estrasburgo, con sus ruidos (y es sublime y está cuidadísimo el sonido de la película), con sus habitantes, con sus luces y sus pájaros (claro que no sorprende a nadie, después de haber visto En Construcción, que poca gente puede retratar una ciudad como Guerín) y sobre todo con sus mujeres, porque la película es, ante todo, una inmersión en la vista de un hombre que es el protagonista pero que, por la forma de observar, por los gestos, por la logística y tal (por lo guapetón no, qué le vamos a hacer), podría ser yo mismo y, asumiendo que yo soy un tipo común hasta lo doloroso, cualquiera. Hay planos magistrales donde una mujer entra en foco, tapada por la mesa de un café en la que alguien habla con alguien y los gestos de su mano nos ocultan a la mujer contemplada (y, mirando así, idolatrada, amada, admirada, tantas cosas), y la cámara (que son los ojos del director y la mirada del director, pero que podrían perfectamente, en ese café, ser mis ojos y mi mirada) espera paciente hasta que se descubre otra vez, hasta que por fin le ves el perfil, o la nuca, o los ojos. Creo que es la primera vez en una película en la que he sentido tal comunión con la cámara que he llegado a apartar la vista una vez que una mujer nos ha descubierto (al personaje, al director, a mí) mirándola.
Y otros planos que recordaré siempre, como Pilar López de Ayala (de quien me declaro profundamente enamorado a partir de hoy), ante una catedral (o algo: estando ella, poco más hay en plano), iluminada a rachas por las nubes que desfilaban ante el sol, que casi me arrancan del asiento para situarme frente a la pantalla haciendo reverencias. O los gestos, casi imperceptibles, que terminan contando, a pesar del ritmo glaciar, tectónico, una historia, e incluso resolviéndola en un detalle que, en otra película, probablemente yo habría pasado por alto pero que en esta, hecha con mi mirada prestada, me era imposible no ver.
En fin. El cine, por sus senderos periféricos. Otro homenaje a la mujer, y el tercero que veo del tirón, y si bien el primero, el de Medem, lo hacía desde sus ojos, tan ñoños (es la palabra que mi opinión, que sigue cuesta abajo, le da ahora a su peli, y bien que me duele), y el segundo, Tarantino, lo hacía desde los suyos, los del espectador de Serie B, Guerín ha tenido la inmensa gentileza de hacer esta desde la veneración de mis propios ojos, y de dejarme perseguir, por las calles de Estrasburgo, la figura celestial de Pilar López de Ayala. Y por ello, y de todo corazón, gracias, José Luis.
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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.
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