los brazos en alto
No es el ver al Madrid ganando la Liga de la única forma en que podía ganarla, de la forma en que debía ganarla, remontando y apelando a la lógica, al desenlace feliz de tragedia griega, Ulises llegando a casa todo sonrisa canina, barbas disfrazadas y arco en ristre dispuesto a ensartar pretendientes penelopeianos, aunque también tuvo su parte de culpa. Empezaba el Mallorca atacando, tirando balones a los postes, y yo estaba tranquilo, sabiendo que la fatalidad este año estaba de nuestra parte, y aquí ha estado la grandeza del Madrid este año; sin jugar bien, de hecho muchas veces jugando de pena, decidió en el Camp Nou ganar la Liga y le ha importado tres narices que el Sevilla jugase mejor, o que el Barça tuviese a Messi, Eto'o y Ronaldinho. Y si metían un gol pues valía con meter dos, y si metían dos pues venga, al menos tres, y así sucesivamente, empeñándolo todo a una confianza que asustaba a los rivales y que les daba a los jugadores unos aires proféticos, qué más da perder el tiempo, qué más da que corra el reloj, qué más da todo, total, si nos falta tiempo para meter el último gol algo tendrá que pasar que conjure el destino, y pop, el marcador de la televisión se iluminaba y Raúl Tamudo acababa de marcar, a cientos de kilómetros de distancia, el gol que faltaba. En mi vida he visto una Liga tan interesante como esta, y desde luego no por juego, ni por acumulación de talentos, sino por la trama, imprevisible, cruel con tantos, y sin excepción, amable, este año, con nosotros. Y cuando parecía que las cosas se complicaban (el empate in extremis de la semana pasada sin tiempo para más, la lesión ayer de nuestro último y único hombre-pólvora), era sólo para darle al asunto una gracia y una emoción que la fe, ese recurso que yo pensaba exclusivo de los fanáticos y los extremistas, apagaba sin ningún problema. La lección es que en el fútbol muchas veces no gana el mejor que mejor juega (el Sevilla) ni quien mejor equipo tiene (el Barcelona), sino quien decide ganar, lección genial que naturalmente nunca más se cumplirá y que no podremos aplicar a nuestras vidas.
Pero no era eso.
Tampoco era la ocurrencia genial de haber convocado una pequeña horda para ver, primero, si los guiris apoyaban a Hamilton e inflarnos a Guinness a la espera del fútbol, y luego el fútbol en sí, esa idea repentina del sábado por la tarde que comenzó a materializarse con un par de mensajes a móviles y que terminó moviendo diez pies hacia lo que resultó ser un pequeño Bernabeu donde ya cuando el balón echó a rodar comenzaron a temblar los cimientos ya gritar las gargantas, y que en cada gol (en cada aldabonazo del destino) se convertía en un tronar de voces y un mar de brazos y un suelo que temblaba y mesas que volaban por los aires y bebidas que surcaban el espacio aéreo del local, pero que sobre todo fue un grupo de cinco amigos con una excusa para juntarnos y estar contentos y hermanados, porque podía interesarnos más o menos el sinuoso correr de la pelotita hacia la cita con la Liga número 30, pero allí anoche era imposible no ser absorbido por la masa social y no sentir los jadeos propios como ajenos (las apreturas en estas cosas ayudan muchísimo) y las taquicardias de aquel señor de allí como nuestro nudo en el estómago. Tampoco era el salir a la calle y ver una ciudad ruidosa y festiva (mal día para ser atlético o culé, mi más sentido pésame, de corazón), a una multitud que tomaba calles y se subía a los semáforos y cantaba cosas que al final siempre terminan haciéndole a uno pensar que por qué no seremos como los del Liverpool, y tendremos un repertorio decente, pero dándole un poco igual por una noche. Tampoco fue aquello.
Ni tampoco fue la sobredosis de Ensiferum y Lilitu, o que me hayan regalado un libro que tengo que esconderme para no dejar el que estoy leyendo a medias, o el hechizo de la velocidad del sábado volviendo de Toledo intentando no pasar mucho tiempo a la vista de cierto coche de la Guardia Civil que se empeñó en poblar mi retrovisor más tiempo del que la urgencia de la música podía soportar, o la lluvia festiva y bonita que nos saludó a la salida del cine y nos acompañó hasta la puerta del taxi, ni la cocina de la abuela, ni las sonrisas, las miradas, los gestos, las palabras. Ni siquiera, aunque casi casi, la dedicatoria del libro-regalo, que me provocó una sonrisa de la que aún me vienen ecos cada diez o quince minutos.
En realidad, han sido las fotos. Las fotos que ayer hice camino del Pequeño Bernabéu, las fotos que usaba para matar la histeria cuando Juan no aparecía y pensábamos que nos íbamos a perder la salida (que es uno de los cuatro momentos clave, y uno de los tres fijos, que al fin son los únicos que hay que ver en una carrera de Fórmula 1, que al final uno se traga entera a la espera del cuarto momento, que siempre esconden donde uno menos lo espera). Las fotos que echaba a conciencia a los caballos que galopan sobre los tejados de esta ciudad, rampantes bajo cielos wagnerianos, o a furgonetas que pasaban como un relámpago junto a mi paso de cebra, o a la agente de movilidad o la gente que esperaba conmigo o los peatones que cruzaban o el cielo, siempre el cielo. Las fotos que después de una semana de rascar fondos y tirar de interiores ya pensaba yo que no iban a venir, con ese miedo tonto e infantil que tenemos a perder lo que nos hace felices. Si algo me ha salvado la vida, si algo le ha dado sabor al mundo este fin de semana (a mi mundo, para mí), más allá de los goles de Diarra y Reyes, más allá del señor Michael Romeo, en palabras de un amigo "jebi como una lluvia de hachas" y resultando sorprendente aún después de cien repeticiones de su disco a todo volumen en mi coche volador, más allá de esa copa transgresora de domingo por la tarde, más allá del levantarme tarde o el ver a los amigos o todo lo demás, este fin de semana han sido seis, siete u ocho fotos. Y bueno, vale, también el libro de Baricco, que me mira ansioso y cómplice desde debajo de la cama. Paciencia, libro, paciencia, recuerda a Machado, y paciencia. Que en seguida te toca.
Estoy de regreso, a medio camino de hecho. Estoy llegando, regresando al tiempo libre y a las ganas de navegar. Y parece que me he perdido mucho, cualquiera diría que he faltado a mis citas de años. Bonito mundo, bonita cama y me duele, me escuece mucho, pero, felicidades...
ResponderEliminar¿Medio de vuelta? Pues medio-bienvenida, MoMe :)
ResponderEliminarPerderte mucho, hmmm, si te refieres a las estupideces de este blog, nunca te puedes perder gran cosa por no leerlo. Bueno, a la gente le hizo ilusión lo que escribí sobre una foto de Bolaño y otra de Sarcozy, pero vamos, que la entrada más leída sigue siendo la que se titula "el porno", en fin, las prioridades son las prioridades, je.
Y lo dicho, gracias por el piropo a mi cama deshecha. Y por las felicitaciones que dudo merecer pero agradezco de todas formas.
Definitivamente empiezo a considerar como opción laboral dedicarme a escribir dedicatorias (que linda redundancia ^_^) y dijimos que nada de pasteleo por dios!!! XD
ResponderEliminarTambién empiezo a pensar que debería de pedirle algún tipo de comisión a Mr Baricco por la labor de distribución que le proporciono...mmm....
Pero vamos, que fuerte me parece que después de ver el partido flanqueado por dos estupendas señoritas y de recibir regalos porque si, lo mejor de todo sean tus fotos...cuanto narcisismo querido!!! XD
jajaja! iba a decir: david, quizá las fotos fueron por el libro, por el plan con 5 amigos que te esperaba, por el viaje a toda velocidad desde toledo y por la música repetida cien veces.
ResponderEliminarpero ahora diré: vero, mujer, las fotos no existirían sin tu dedicatoria y tu libro...
y MoMe: cuantísimo tiempo. y la próxima temporada la suerte (o como David la llama, la convicción, estará de nuestro lado)