16.6.07

vida de M

Me contó M que comenzó a trabajar a los 14 años, y que desde entonces lleva 30 años trabajando, y hacía la suma o la resta aplicada, bien "empecé a los 14, 30 años trabajando, tengo 44" o bien "tengo 44, y llevo 30 años trabajando, empecé a los 14". El trabajo nunca fue una necesidad, una forma de sacarse un dinero extra al margen de la paga familiar para pagar los primeros cigarros, las primeras entradas para el cine, los gastos subsidiarios de los primeros besos con los primeros novios. No había paga familiar, y el dinero hacía falta para vivir.

Así que creció y fue pasando su vida entre trabajo y trabajo. A los 40, la senda laboral le había llevado a zonas sombrías, estaba empleada por una de las mayores salas de conciertos de Madrid, como parte del personal dedicado a cuidar y agasajar a los artistas que iban allí a tocar, las estrellas del rock, como les llamaba M con una mezcla de nostalgia y sarcasmo. El caso es que aquel trabajo básicamente nocturno e intrinsecamente salvaje hizo de ella un ave nocturna, y como pasa tanto en los reinos de la noche comenzó a transitar zonas de la nocturnidad que yo, a pesar de los años de observación en primer plano, sólo he visto tangencialmente, y llegó un momento en el que aquello le estaba metiendo en más líos de los necesarios, se descubrió a disgusto, se descubrió en peligro, y decidió marcharse.

El problema de dejar la noche es que la muy perra vuelve tras cada puesta de sol, así que en vez de dejarla a ella se suele dejar al marco en el que se desencadena. Ella se fue a vivir al campo con la ayuda de un novio que ahora recuerda con esa pena herida de las historias que no salieron bien, pero al que le sigue agradeciendo que la cogiese en Madrid y la depositase en las faldas de nuestras montañas. Se estableció en un pueblo vecino, conoció el nuestro de pasar por él, de parar a tomar un par de cervezas, y le gustó la gente y le gustó el paisaje, y decidió venirse a vivir aquí. Un día vino, fue a la plaza, preguntó por casas en alquiler y esa misma tarde llamó a su familia pidiéndoles prestado el dinero de la fianza y un mes de alquiler y cerró un trato por una casita desvencijada y coqueta donde, palabras suyas, meter a su perra y sus cuatro bragas. Buscó trabajo, y en nada se encontró atendiendo la barra del Hogar del Jubilado. Durante cuatro años ha estado trabajando ahí, barriéndolo cada noche, y apostada día tras día tras la barra, sirviendo un par de cafés por cada grupo de cuatro ancianos que pasaban toda la tarde jugando al dominó como juegan los viejos del pueblo: El que más fuerte golpea a la mesa con las piezas es el que más sabe, y el que más grita el más listo. Y contaba resentida que después no eran capaces de acercarse a la barra a por un mísero chato de vino, a producir algún beneficio, sino que salían con la cabeza gacha y a toda prisa rumbo a sus casas y al telediario de La Primera.

Anoche yo estaba en la barra de un bar, con una copa a mano y redactando en una libreta el temario de un curso que se llama "Fútbol sin Taquicardias" y aparecerá por aquí un día de estos, cuando llegó ella al bar, furiosa y deshecha, hablando de cómo la dirección de su trabajo le hace la vida imposible, de cómo pretenden convertirla en la mujer de la limpieza del edificio, de cómo los ancianos del lugar se entretienen inventándola adicciones a la droga, cuando la ven delgada, o embarazos, cuando la ven echar barriga, y sobre todo de cómo teniéndola como la tienen sin contrato y sin nómina pretenden darle a entender que es su deber hacer lo que la mandan sin rechistar a cambio de los cuatro duros que cobra, y que si no "tomarán medidas".

M llegó con esa mezcla de cabreo y desesperación que uno tiene que sacarse de encima como sea si no quiere que le salga una úlcera, y la pobre no hacía más que pararse cada medio minuto para pedirnos disculpas por la charla que nos estaba echando al dueño y a mí. Descreída de la gente, no entendía por qué todo el mundo tiene que meterse en su vida. Borracha, no me escuchaba cuando le respondía que porque si no tendrían que afrontar las suyas. Furiosa, decía que se iba, que vuelve a Madrid, que deja ese trabajo de mierda. Y febril, no me escuchaba cuando le decíamos que entonces sólo le queda reírse del "tomaremos medidas" con el que la amenazaban quienes la contratan.

Al rato apareció más gente por el bar. Yo me puse a ver un torneo de golf que ponían por la tele, descubriéndome fan proclamado de un jugador que me recordaba al protagonista de un cuento de Martin Amis, y ella a buscar pelea con uno de los más lamentables idiotas del pueblo. Luego pagué mis copas, recogí mi chaqueta y la servilleta pintarrajeada, y me fui a dormir. Ella se quedó pagando las copas que se había tomado anoche y también, de alguna manera, un billete hacia cualquier lugar.

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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.