Es uno de esos cuadros que todo el mundo ha visto alguna vez pero que casi nadie recuerda ni conoce. Quien más o quien menos lo ha visto reproducido sin muchas florituras y en pequeño en algún libro de historia o de arte, y tiende a abundar, si afinas los ojos y eres rápido, en los catálogos del MOMA de Nueva York que pueden distinguirse en alguna película que otra (tal vez lo más complicado sea encontrar películas donde aparezcan esos catálogos tirados por algún rincón, por ahora yo sólo recuerdo aquella de las últimas de Woody Allen que aborrecí salvajemente y, curiosamente, Cazafantasmas). Representa a una muchacha que sonríe mirando hacia el espectador. Mirando, en realidad, hacia el pintor.
La muchacha del cuadro es Maria Poglioni, y según leo nació en el siglo XIX, sin hacer nada que el libro de donde leo crea digno de decir excepto morir a los setenta y ocho años dejando cinco hijos y catorce nietos. Su padre era un banquero milanés, que como a tantos banqueros le dio por invertir en arte, así que aprovechando que Jean-Baptiste-Camille Corot andaba de paso por Milán lo invitó a hospedarse en su casa y después de aburrirle soberanamente con sus discursos sobre lo mucho que le gustaba el arte y lo que sabía de pintura le invitó a que pintase a su hija Maria. J-B-C, que como buen pintor andaba siempre algo tieso, dijo que de acuerdo sin pensar en ningún momento en pintar a la muchacha, y aprovechando que no estaba presente le dio al banquero la dirección del estudio de un colega y amigo suyo cuyo nombre no consta por ninguna parte y le dijo que mandase a la muchacha allí a las nueve de la mañana del día siguiente (o tal vez a otra hora y otro día, tanto da). Y allí fue la muchacha, nerviosa porque los pintores ya se sabe, en un fastuoso carruaje que se quedó esperándola en la calle mientras ella trepaba las escaleras del edifico en cuestión, primero los peldaños de marmol de la planta baja, luego los de piedra de los primeros pisos y finalmente el piano deforme de tablones que conducía a la buhardilla. Nadie habla del estudio, así que podemos imaginarlo como nos de la gana. A mí me gusta ver un techo desvencijado por el que se cuelan algunos rayos de sol que hacen brillar como oro los lentos y densos ríos de motas de polvo que lo recorrían profundamente, los goterones de pintura seca manchando el suelo gastado por el arrastrar de los pies del artista, las ventanas que no cierran del todo bien, y una, abierta, que hace bailar una tenue cortina, translúcida a la luz, de un color blanco manchado y con un ribete que en su día fue rojo y ahora es de un rosa ausente. Y en el estudio un sofá, y ante él, un caballete con un lienzo virgen y puro como la propia Maria que en ese momento llamaba tímida a la puerta, sin saber a quién se iba a encontrar, pues ella no conocía al artista. Y cuando este le abrió la puerta sólo pudo ver sus ojos, dos mares azules profundos y silenciosos donde la luz iba a morir, y Maria se dijo que esos ojos eran, en efecto, los ojos de un pintor.
Pasaron, siete, quince, veinte, no sé cuántos días, los que hagan falta para pintar un retrato. Igual es uno, igual son sesenta, imagino que depende del retrato y yo no tengo ni idea ni tengo estadísticas a mano para inventar una cifra sensata. El caso es que durante la cantidad de días que fuese Maria era transportada hasta allí por el carruaje familiar, trepaba las largas escaleras, posaba, sentada en el sofá de forma pretendidamente casual, y escuchaba, inmóvil, el ruido fragmentado de la calle, trepando por la fachada, e imaginaba el rumor invisible del pincel depositando su saliva de colores en el lienzo. No hablaron, nunca. Ella posaba, y él la miraba de aquella manera y luego pintaba. Cuando por fin terminó el retrato, cuando él por fin dejó el pincel, suspiró y desvió los ojos hacia la luz de la ventana, ella se levantó, caminó hasta el caballete, lo rodeó y se contempló, allí de pie junto al pintor, a sí misma sentada, en una butaca de un parque. En el parque había un lago, había cisnes. Del cielo, azul y cuajado de hermosas nubes, parecía desprenderse un leve viento que le hacía entrecerrar los ojos, que jugaba con su pelo y con los pliegues de su ropa. Ella sonrió como la mujer del cuadro, y dijo que volvería a recogerlo el día siguiente a la misma hora, y él siguió sin decir nada.
Pero al día siguiente no recogió el cuadro. Como en tantas otras historias de la vida, existen dos versiones de lo que pasó a continuación. La primera es que ella, cuando llegó, no hizo ademán de recoger el cuadro, que estaba embalado y colocado junto a la puerta, sino que fue directamente hasta el sofá, donde se desnudó lentamente, sin mirar al pintor, antes de tumbarse y esperar los cinco, diez, quince minutos que él se tomó para contemplarla antes de ir a buscar otro lienzo y empuñar de nuevo el pincel. La segunda es que ella llegó con intención de coger el cuadro pero que él, sin decir aún una palabra, la cogió del brazo, la llevó junto al sofá, la desnudó con mucho cuidado y con la delicadeza de quien acaricia a un recién nacido la acomodó sobre el sofá, y que entonces se dio la vuelta, buscó un lienzo, empuñó de nuevo el pincel y, sin mirarla una sola vez, comenzó a pintar de nuevo.
Cuando leo sospecho que ahí está la clave de toda esa historia. Que el resto es palabrería, es la vida volviendo a su rutina de siempre, disipando la magia; ella continuó volviendo, hubo dos cuadros, uno que le fue entregado al padre, el primero, y el segundo, que ella guardó, y luego, en algún encontronazo de novela barata de esos que la vida proporciona a todas horas, alguien descubrió que el pintor que había retratado a la hija del señor Poglioni no era en realidad Corot, que maldita gana que tenía de pintar a ninguna muchacha italiana hija de un banquero milanés, sino un discípulo de este del que no se conoce ningún otro cuadro, porque el padre, enfurecido por la estafa, destrozó, pisoteó y mandó quemar su versión familiar de La Maja Vestida, y la hija guardó la suya en un rincón del que sólo un heredero con ojo para el arte pudo rescatarlo un siglo después (y de nuevo tenemos libertad para imaginarnos a un joven inquieto y soñador hurgando en un desván cubierto de polvo y atestado de baules viejos, armaduras oxidadas, pajareras abolladas y pilas y pilas de libros olvidados).
Yo prefiero detenerme antes, en esa doble versión, en ella, queriendo ser pintada, queriendo ser vista, devorada e inmortalizada (con esa inmortalidad falsa y caduca que da la pintura, tan dependiente del humo, de la luz, de los restauradores, de la ausencia de incendios y de los ojos y las manos de Papá Banquero) o en él queriendo hacer lo propio, acompañándola a ella hasta el sofá, primero sorprendida, luego, tal vez, algo indignada, amagando una resistencia, una lucha que no pudo sobrevivir a una mirada de él, una mirada infinita e hirviente donde sólo se vio a si misma pintada, desnuda, bajo un cielo de nubes deshilachadas por la brisa, sobre un prado que tal vez sólo existiese en la imaginación de él o en algún recuerdo de su infancia. La poca gente que conoce esta historia suele votar por la primera opción. La mujer quería ser pintada, la historia tiene una heroína, y las historias con heroínas están muy bien vistas. Pero yo no puedo. Yo no puedo por un detalle de la segunda versión; yo no puedo porque en la segunda versión él no necesitó tiempo alguno para pintarla, el ni siquiera necesitó una mirada para retratarla en su desnudez. Porque él ya la había visto así, en realidad, todos los días anteriores. Porque él, obviamente, la amaba.
(No, no se casaron y ninguno de los cinco hijos de ella fueron de aquel aprendiz de Dorot. Ni falta que nos hace, siento, ni al aprendiz ni a mí para saber que la historia tuvo su final feliz, en ese preciso instante en el pincel tocó por segunda vez un lienzo virgen. Y lo demás, y siento también que esto es algo que pienso yo y que entonces pensó aquel pintor, que para algo era un romántico, es la literatura barata de la vida, que no nos interesa a ninguno).
16.5.07
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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.
muy bien contada la historia. diosss siempre haces lo mismo: QUIERO VER EL PUÑETERO CUADRO!!!
ResponderEliminarPues se siente, pero no he visto ninguna imagen del mismo por esta nuestra red de redes.
ResponderEliminaryo tampoco... así que es bastante probable que simplemente no esté... me quedo con las ganas!
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