Hay un niño y una muchacha cogidos de la mano en mitad de la llanura infinita. Sopla el viento y la hierba es un oleaje verde, el desfile de incontables estandartes que brillan bajo el sol. El niño y la muchacha miran las plumas que rematan las dos flechas. Cuando un golpe de aire es particularmente violento el telón de briznas se corre y los dos pueden distinguir algún miembro doblado del muerto, o su espalda ensangrentada, una vez la pupila negra y opaca de un ojo que ya no ve.
La chispa que es esa imagen lleva persiguiĆ©ndome desde hace un tiempo (cuyo alcance, como el de casi todos los tiempos, no alcanzo a medir, pero que sospecho que es largo) y, obviamente, pretendĆa prender en forma de cuento. Por fin lo ha conseguido, enganchando ese principio casi tal cual (quitando una palabra y poniendo dos) con otra escena que tambiĆ©n me ronda desde hace mucho (aunque esta, pensando, sĆ que soy capaz de remitirla a un pasado de al menos 13 aƱos, mutando y creciendo y engordando); una mujer atada llorando en las sombras, asistiendo a un ritual salvaje, sabiendo que no hay posibilidad de evasión, y que el ritual terminarĆ” con ella, en las dos acepciones que se me ocurren de la expresión “terminar con ella”.
Todo eso ha conseguido coagularse como mi quinto westerncito. Sumando, llevo 5 cuentos del oeste, 8300 palabras que suman 32 folios a doble espacio. Cuando lleve 12, 15 o 20 no sĆ© quĆ© harĆ© con ellos, quizĆ” lo propio fuese rociarlos en whisky y prenderlos fuego, pero lamentablemente el pragmatismo, que tan antinatural me es a veces y que tantos dientes de sierra tiene dentro de mĆ (fuera de zonas donde deberĆa estar, y emperador coronado de regiones en las que no deberĆa ni haber pisado), me convierte en una de esas personas que saben que el whisky arde fatal, como en general todas las bebidas pardas menos el ron, que aparte de arder de maravilla hace una llama azul preciosa y deja un olor estupendo en el aire. Pero en el fondo da igual prenderles fuego o no. Los cuentos, y con ellos sospecho que toda la literatura y muchas otras artes, tienen una propiedad que la gente no se suele a pasar a considerar, supongo que porque principalmente y ante todo somos todos lectores (pocas personas, quizĆ” sólo futbolistas y toreros, podrĆ”n jactarse de escribir mĆ”s libros de los que leen): la del exorcismo. A no ser que uno se pase toda la vida escribiendo y reescribiendo un libro (como leĆ que alguien que yo pensaba que fue Dante hizo, aunque por mĆ”s que miro no doy con nada que me de la razón en esto: en fin), cuando uno termina de escribir algo, sobre todo si consigue publicarlo, encerrarlo entre portada y contraportada y sepultarlo en un estante, es libre de ignorarlo y seguir caminando. Cosa que no se puede hacer, por ejemplo, con el teatro y la mĆŗsica, al menos si la mĆŗsica se toca en vivo, y que es lo que a mĆ me produce escalofrĆos del teatro y me hace recelar cada vez mĆ”s de la mĆŗsica en directo, por raro que incluso a mĆ me parezca.
Hasta he recogido evidencia empĆrica: el viernes Lara miraba su Ćŗltimo libro de cuentos con un hastĆo culpable, harta de Ć©l pero algo avergonzada por ello. Ya le dije yo, te has ganado el derecho al desapego: para algo ya lo tienes escrito.
A mĆ me parece algo bonito, algo intrĆnsecamente vivo, porque vivir es eso, dar pasos en dirección a la flecha del tiempo, nunca para atrĆ”s. Los segunderos, excepto el del reloj de la pelĆcula de El Curioso Caso de Benjamin Button y algunos cronómetros locos, desenroscan siempre el tiempo en la misma dirección.
AsĆ que yo miro mi cuento (o ni eso: miro el archivo que lo contiene, ahĆ plantado en su carpetita, mirando receloso a mis otro cuatro westerncitos) y suspiro y pienso que eso era un trozo de mĆ que ahĆ queda, y que ya puedo seguir adelante, y me pregunto tambiĆ©n si esto no deja de ser una especie de escalada en la que cada cosa que uno escribe, cada cosa que uno se saca y cuaja como palabras, no es sino un anclaje que va quedando detrĆ”s. Donde no se puede ir pero sĆ mirar. Por eso yo miro las dos escenitas de mi cuento, miro de dónde han venido y cuĆ”nto, a una, le ha costado salir, desde aquellas fantasĆas de hace unos trece aƱos.
Entonces yo me imaginaba a las mujeres que me gustaban indefensas, atrapadas, en peligro, vencidas. Me las imaginaba asà y me imaginaba a mà mismo apareciendo, héroe liberador. Luego me imaginaba mÔs cosas, y en fin, era un adolescente, mÔs o menos, y los adolescentes evocan cosas cuando invocan la erección.
Ahora leo lo que he escrito y pienso que me estoy haciendo mayor: no terminan follando, el hƩroe y la rescatada. Y pienso: vaya cosas deprimentes y tƩtricas que me saco de encima.
Pero luego les miro, a ella y a Ć©l, veo la chunguez que se abate sobre ellos, y veo que los dos han tenido la oportunidad de elegir la huida, la carrera, la vida, pero que algo, a los dos, les ha empujado al rechazo, al estamparse, a la valentĆa.
Y me parecen dos perfectos imbéciles, y me caen bien. Y me descubro pensando que qué pena que sólo duren cuatro pÔginas de cuento. Y me descubro pensando que escribir es conocer gente, también, siempre que a uno le de un poco igual que no sea gente real, que sean personajes que uno mÔs o menos se inventa.
Y por último caigo en el pensamiento final del que ya no hay por dónde salir, que ni escalada ni exorcismo ni depuración ni reciclaje ni nada, que si la literatura no serÔ, al fin, una excusa para pasar el rato pensando bien surtidito de bobadas en las que pensar.
Yo asiento, asiento.
QuizĆ”s me gustara leer ese cuento. ¿Es posible? Si no lo es ¿tienes algĆŗn proyecto para que lo sea en algĆŗn momento?
ResponderEliminarbrutal la imagen del principio
ResponderEliminardƩjalos salir