25.2.09

la atención de los taxistas

Obviamente no creo que sea para tanto como, digamos, esos modelos de Calvin Klein a quienes vagamente recuerdo impresos, enormísimos, sobre la fachada publicitada de algún edificio, pero sospecho que la diferencia no puede ser de demasiados órdenes de magnitud cada vez que me pregunto (y lo hago relativamente a menudo) ¿cuánta gente me habrá visto los calzoncillos, a lo largo de mi vida?

No es que yo sea un exhibicionista, o no al menos de forma consciente, pero es que durante esas rutinas matinales de las que qué sé yo por qué llevo toda la semana hablando (es el viento quien me guía. Yo escribo a su merced, a la deriva) abarco multitud de tareas como preparar cafés o lavarme la cara o ceñirme la corbata (con o sin problemas: hoy, sin) o ponerme los pantalones, aunque por lo visto lo de subir la cremallera ya no cabe en el cupo de maniobras que uno puede asignar a su piloto automático.

Consecuencia: multitud de días me he paseado todo el camino de casa al trabajo, travesía en vagón de metro abarrotado incluida, con la cremallera vencida y un amplio ventanal hacia mi más íntima prenda de vestir, esa que en rigor debería ser objeto de la exclusiva contemplación de la Muchacha, y de la mía propia. Menos mal que no me ha hecho firmar un contrato de exclusividad al respecto, estaría ya en la ruina más absoluta.

Por lo general me doy cuenta de ello (de la apertura de la compuerta frontal inferior, no del hipotético estado de mis cuentas si a la Muchacha le diese por reclamarme royalties cuando me diese por enseñar prenda, quiero decir) o bien en el ascensor que anima el último tramo del trayecto a la secta con su infinitud reflejada o bien al rato de estar sentado aquí, frente a este teclado negro. Hoy no ha hecho falta llegar tan lejos. Hoy salía del metro escuchando Anekdoten y pensando en un tipo de ojos de color dispar y en el clima irlandés cuando, cruzando una calle, he sido pitado por un taxi que haciéndome con el dedo índice de la mano derecha el gesto de “eh, tú, acércate” me ha reclamado. Así que yo me he salido del refugio de las rayitas blancas del paso de cebra, he profanado con mis pies el asfalto vedado a los coches y me he agachado junto a su ventana, desprendiéndome de los auriculares y de su salva de mellotrones y guitarras. ¿Sí?, he dicho, lleva usted la bragueta bajada, me ha dicho el taxista, y yo me he echado a reír, le he dado las gracias, he vuelto al paso de cebra y zzzip, me he subido la cremallera.

Qué gente perspicaz los taxistas, siempre lo he pensado, no sólo atentos al fluir del tráfico asesino y voraz del Madrid de por la mañana (que quizá, en el rollo zen que debe desarrollar un taxista al poco de trabajar en esta ciudad, no le reclame más atención, a fin de cuentas, que la que necesita un pez para surcar una pecera sin empotrarse contra las algas, el vidrio del borde o el eventual barquito pirata naufragado de plástico), sino también para observar las aceras a la búsqueda de presas clientes. Y del estado de los cierres de sus intimidades, tengo que añadir desde hoy. Grandes, taxistas de Madrid. Yo os saludo, y os dedico una reverencia (con la cremallera por fin subida).

1 comentario:

  1. ¿Una reverencia a los taxistas de Madrid?

    Definitivamente usted se ha vuelto loco. Amos anda.

    X.

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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.