–Prométeme que si algún día tenemos un hijo así me dejarás ahogarlo en la bañera.
–Si alguna vez tenemos un hijo así, te ayudaré a ahogarlo en la bañera.
Y los dos nos agarramos de la manita y, consolados en nuestro odio común, pudimos sobrevivir a la molestia que suponía el crío insoportable de pelo ensortijado y modales inexistentes que nos llevaba desesperando una maldita hora.
Salimos de la exposición de Frank Hurley (y no digo más, que así parecemos intelectualísimos) y caminamos por el Paseo del Prado, primero. Luego trepamos la calle Huertas, nos comimos un helado para combatir el fresquito y, supongo, empujados por la publicidad subliminal de haber visto un porrón de fotos de hielo y nieve, hicimos cola en un cine un rato, nos fuimos a comprar un par de libros, nos tomamos un café y un te que, esta vez ni yo, fueron finalmente un vino y una cerveza, y luego nos metimos a otro cine a ver la misma película que habíamos pretendido ver antes, donde, bueno, el tema de la paternidad también andaba por ahí, aunque los niños, presencias vagas y remotas, no incordiaban mucho.
Pero yo me quedé pensando en niños y me acordé de uno que vi por la tele la semana pasada. Era al final de un telediario, hablaban de un pequeño pueblecito de Galicia, perdido en algún monte de por allí, más o menos aislado por la nieve (más o menos porque decían que estaba aislado, pero dudo mucho que los reporteros pudiesen teletransportarse, o que se quedasen allí). En el reportaje, como decía, salía un niño, hablando. Un niño de campo, grandote, timido, con ese hablar raro de quienes se relacionan más tiempo con vacas y adultos del entorno rural que con Playstations y Facebooks. Sonreía, tartamudeaba un poco. No me costó ningún esfuerzo imaginarle ponerse colorado cuando al decir corten la reportera le dijese cualquier cosa (antes, y esto tampoco me costó ningún esfuerzo imaginarlo, de darse la vuelta, alejarse y cagarse en toda esa puta nieve y ese frío inv(f)ernal), y luego esperar, junta a toda su familia (con botas de goma altas y jerséis de lana y camisas bastas de cuadros y pañuelos de hilo y arrugas y un acento gallego absolutamente incomprensible) para verse por la tele, decir “ese soy yo”, y luego sentirse fatal y pensar que salía como un idiota mientras su familia le daba espaldarazos descomunales y le felicitaba con honores de héroe.
Me cayó bien el niño ese.
Así que –nota mental– tengo que contarle todo esto a la Muchacha y preguntarla si, en caso de que nos diese por tener un hijo, le parecería bien que lo desterremos a Orense, para que aprenda a ordeñar, y a cazar palomos, y a no ser un absoluto gilipollas malcriado, como tanto niño urbano que pulula por todas partes.
¿Sabes que no escribes pero nada mal? ;-)
ResponderEliminarTambién podéis tener suerte, como yo, y tener niñas, dónde va a parar...
ResponderEliminarSi el niño salía malcriado de ahogarlo, creo que una ahogadilla común es lo apropiado.
ResponderEliminarPorque los malcriantes son la gallina que pone el huevo. Y aquí no hay duda de quién fue antes, si el huevo o la gallina.
Pero aunque parezca mentira (posiblemente lo es), hay niños bien criados.
Maikelnai, me honra usted doblemente, por su comentario (bienvenido a mi blog) y por el piropo. Hasta el punto de sentirme obligado a llamarte de usted, ja ja.
ResponderEliminarÓscar, sí, la verdad es que parece buena idea. Habrá que apuntarle al cromosoma X. ¿O era el Y? ¿Era el X, no? Qué lío.
Nán, sin duda. A los padres del interfecto no llegué ni a verlos, pero pensamos en ellos, mucho.
Y niños biencriados se ven, menos mal. Debajo de los ventanales del palacete, por ejemplo, muchos días se escucha a una vecinita que, en fin, es un partimiento de niña. Siempre recordaremos aquello de "Huguiiitooo (Hugo es otro vecinito), baja a jugaaar, si no bajas te mataré, y ya no podrás bajar nuuuncaaa". ¡Era tan tierno!