En el salón de casa tenemos una bandera de Amsterdam. Roja, negra y roja con las tres X en blanco (como toda bandera de Amsterdam, por otra parte). Me la compré para mi 30 cumpleaños; me pareció tremendamente emotivo que la ciudad pusiese mi edad en su bandera, y en la mitad de los escaparates de las callejuelas del Barrio Rojo.
En tiempos, íbamos a Amsterdam, los amigos y yo, un mínimo de una vez al año, tradición esta que era tremendamente terapéutica y que hemos roto, sospecho, por culpa de Juanito, que un año fue tres veces y terminó saturado, el pobre, de canales y de humo y de pasear por calles cercadas por escaparates con putas bellísimas.
En total, creo que he ido cuatro veces a esa ciudad. En esas cuatro visitas, que han durado de un fin de semana a cinco días, no he pisado ningún museo ni la casa de Ana Frank. La verdad es que no soy gran fan de los museos. No siento nada de mí que se alborote de ganas de hurgar por una serie de habitaciones pensando dónde se escondería Ana, ni de ver las ristras y ristras de botellas verdes que por lo visto pueblan el Museo Heineken (cerveza que por otra parte aborrezco y a la que mis amigos holandeses, con gran criterio, siempre se han referido como “pis”, palabra esta que significa lo mismo en holandés que en español). Tampoco es que me guste ir a Amsterdam a ponerme hasta las cejas de costo o marihuana legal, o a zamparme unas setas e ir por ahí viendo cómo aparece San Nicolás en un zaguán o cómo una calle inmensa se convierte sin transición en un callejón retorcido y oscuro: que estas cosas hayan pasado no las convirtieron en la justificación de ningún viaje. A Amsterdam a mí me gusta ir a pasear por esas calles infinitamente silenciosas y absolutamente bellas, a esquiva bicis y a admirar sin palabras a los holandeses, esa gente formada por abuelitos que van pedaleando a por el pan, gente que vive en barcos anclados en los canales y gobernantes que han decretado que follar en los parques es perfectamente normal siempre que uno no monte mucho jaleo. A Amsterdam me gusta ir porque la segunda vez que fuimos nos perdimos de noche en el Vondelpark y pasamos sin miedo alguno junto a un banco en tinieblas, medio oculto por un inmenso árbol, en el que un tipo fumaba en silencio, y porque luego dos policías (un indio y una morena escandalosamente bonita) no nos supieron indicar la dirección del hostal, pero nos hicieron sonreír de alegría (y de envidia: si nuestras guardias civiles fuesen como aquella mujer). A Amsterdam me gusta ir porque la ciudad es paz, por el placer de sentarme junto al ventanal del Susie’s Saloon y ver como no pasa nadie, como el canal parte la calle y cómo refleja las luces del primer coffe shop al que fuimos en aquel segundo viaje. A cierta hora bajan la música, tocan la campana y avisan: ladies and gentlemen, last round, y uno puede levantarse y pedir la última sabiendo que le van a dar tiempo para que se la termine antes del paro definitivo de la música y del triste ladies and gentlemen: we are closeeed.
Con su mapa de tela de araña, Amsterdam es la primera ciudad, aparte de Madrid, que he aprendido a recorrer sin miedo a perderme, sabiendo que al fin voy a dar con el Dam y que desde ahí sé dónde cae todo. Y recuerdo aquella mañana en la que yo volvía de Rotterdam y sin avisar a mis amigos fui a ver si los veía, y pateaba las calles fumando y caminando tranquilo, escuchando música y dejando que la levísima llovizna que caía adornase las calles. Nos vimos en el Susie’s –donde estaban televisando, en diferido, el partido del Madrid de la noche anterior, 4-1 contra no recuerdo quién–, que encima tiene la terrible manía de que casi siempre que llegas, a la hora que sea, está comenzando una hora feliz. Allí las horas felices no son dos copas por una, sino copas a mitad de precio, pero eso nunca nos impidió, cuando fuimos siete, pedir las rondas de ocho en ocho. Al final nunca sobró ninguna.
En ese viaje fuimos con un par de amigos que, por no tener vicios, ni bebían, y se agobiaban terriblemente con nuestros días de escasas horas de sol perdidas y noches de paseo y de pintas de cerveza de bar en bar. Ellos querían museos y paseos y visitas y voces en inglés diciendo y aquí vivió tal, y esta es la típica no se qué. A mí las ciudades no me gustan así, abiertas para el turista profesional. A mí me gusta mirar los ventanales de las casas, desnudos de puro orgullo, y ver a la gente que vive en ellos, y ver las caras de los ciclistas que van y vienen enfrascados en sus vidas. Ellos, insatisfechos, decían que podríamos hacer tal cosa y tal otra cosa, y yo nunca entendí por qué no lo hacían, por qué teníamos que ir todos, por qué estaban allí donde no querían estar.
Estando en un coffe shop entró un tipo mayor que evidentemente salía del trabajo. Se pidió un zumo, se lio un cigarrillo de marihuana, y se puso a leer el periódico. Al rato, se fue, probablemente a su casa. Mientras no habló con nadie. Nosotros, los turistas, íbamos siempre en manadas, y yo les veía pasear sólos y me moría de envidia. Id, decía yo a mis amigos, id todos si queréis. Yo os espero paseando, y ya nos encontraremos en el Susie’s. Pero no se fueron. Peor para ellos, supongo.
Amsterdam es una de mis pequeñas patrias secretas, como pueden serlo Budapest, el Monte de San Vicente o las callejuelas de Plaza de España. Cuando la Muchacha me habla de Córdoba, Veracruz (y lo hace a menudo, preocupada por ponerse pesada, cuando lo que se pone es deliciosa), yo pienso que sí, que tenemos que ir, que tiene que darse el placer de hacerme ver aquello. Y luego pienso que yo tendré que corresponder a eso, y que hace demasiado que no voy a Amsterdam, y que ya va siendo tiempo de volver.
no sé si el frasquito de la cocina soporte tanto vuelo...
ResponderEliminarjiji
la verdad es que me encantaría conocerlo
ResponderEliminarun texto precioso. Muy visual. Mucho mejor que el de la vieja del Titanlux que quería tener niños.
ResponderEliminarEvocador.
Te recomiendo una novela, si no la has leido: Una mujer difícil, de John Irving. Hay una parte que transcurre en el Amsterdam que tú vives cada vez que vas.
Ey, ey, pero a Amsterdam íbamos también nosotras, ¿o es que habías catado demasiados vinos y ya no te acuerdas?
ResponderEliminar