25.9.08

velatorio

Ayer fue un día en el que pasaron un montón de cosas, como pasa todos los días, de las cuales unas cuantas me incumbieron a mí. Eso también pasa algunos días. Una de estas últimas cosas fue que un tío de mi madre murió. Vino la familia del campo (al menos mi familia, que es una pequeña parte de La Familia que vino; las otras pequeñas partes vinieron de mil sitios, como suele pasar), y yo, al salir del trabajo, también fui, con esa estupidez alegre que a veces siente uno cuando no piensa mucho en lo que significan las cosas. Yo iba tan feliz de la vida pensando “ya es coincidencia que hoy me pusiese la camisa negra”, o “joder, con la que hace que no veo a esos primos”, o “a ver si luego me da tiempo a pasarme a por el portátil, que dicen que ya está arreglado”, y de vez en cuando me daba por pensar que bueno, iba a un velatorio, se supone que uno debe ir algo más serio, más triste a un velatorio.

En uno de esos momentos de consciencia miré el libro que llevaba en la mano, y me di cuenta de lo imbécil que puedo ser. ¿No es de un mal gusto espantoso ir a un velatorio con Por quién doblan las campanas? Y probablemente fuese una tontería, pero me pasé la tarde cubriendo la portada del libro con una copia de un cuento impreso para revisarlo y llenarlo de tachones, actividad esta que le hace a uno sentir de lo más intelectual e interesante. En el cuento también había un muerto, amén de un burdel, whisky y felaciones, pero eso sólo lo sabía yo: de lejos no se notaba, y si iba silbando, mirando al techo, aferrando libro y papel con una mano dispuesta a permanecer cerrada incluso en caso de ataque nuclear y poniendo cara de no llevar en la mano ese libro ni ese cuento, daba el pego. Aunque lo de ir silbándole al techo también quedaba un tanto impropio, pero en fin, mejor esa opción que al otra.

Tal vez todo esto suene un tanto frívolo por mi parte. Puedo jurar que no es tan frívolo como lo que sentía ayer. La gente tan triste, y yo pensando que hacía siglos que no veía a aquel tío de mi madre, y ya entonces se intuía esto. Claro que yo apenas lo traté, y claro, así dónde se busca uno la pena.

Pero la frivolidad no viene de ahí ni de que yo sea un patán, que son cosas aparte. La frivolidad viene de todo aquel circo de la misa, de toda esa pena institucional. Yo lo conocí poco pero lo recuerdo gritando feliz, insultando a mi rama de La Familia por madridistas (el era del Atleti de toda la vida o desde los setenta, según lo contase él o mi abuela), mirando orgulloso a su familia. A la familia que él había engendrado, sostenido, querido, ayudado. Vale que al final se le fue un poco la pelota, y que sólo se lo encontraba en el bar, y que cuando empezó a tener graves problemas para razonar atajó volviéndose muy gritón y muy cascarrabias, pero si yo recuerdo los buenos momentos, digo yo que quienes lo trataron más recordarán más buenos momentos (y si sólo recordasen los malos, en fin, no llorarían, o no así). Pero tenemos ahí metida esa querencia por el dolor de la pérdida (el mantra con el que la Muchacha lucha contra la precisión del álgebra, como recordarás), ese absurdo querer más y más y más, y negar lo que ya hay para pedir los imposibles, la vida eterna, la juventud constante, ese tipo de cosas que nos han enseñado a desear sin pararnos mucho a pensar, como hizo Borges repugnado, en las consecuencias que tendrían.

La frivolidad, recapitulando, viene de que yo no le vi motivo de mayor tristeza. Morimos. Ya lo teníamos claro, ¿no? En fin.

Naturalmente me sentí fatal por pensar así. Pero me distraje viendo a la familia. Viendo a Juan Carlos, que cumple años el mismo día que yo y que de pequeño me odió porque, claro, le jodí un cumpleaños. Viendo a Ana y Mariángeles, con quienes de pequeño peleaba a muerte, venga mordiscos, venga arañazos. A la prima Miriam, que yo no sé de dónde coño ha sacado genes para tener ese pelo rubio, esos ojos azules y esa estampa nórdica. Y a los mayores, a la gente a la que yo, siempre, he visto mayor. A las tías Carmen y Misi (con su bastón al lado que parecía salido de una película de justicieros, un bastón enorme en el que estaba grabado su nombre en letras inmensas: “Misericordia”). Entre todos, muchas lágrimas, y entre ellas, navegando enfurecida, mi abuela, que no paraba de echarle la bronca a todo el que se ponía por delante: “¿cuánto hace que no vienes al pueblo a verme, eh?” Lo decía entre lágrimas por la circunstancia, claro, pero hay que aprovechar las circunstancias en las que últimamente nos vemos. A mí me hizo sonreír, mi pobre abuelilla. Y mi madre y su hermano flanqueándola, y mi padre vigilante. Y ellos y los de sus edades, encargados de la logística, como si por unos pinganillos invisibles estuviesen escuchando una salmodia del estilo de

“Ancianita A pretende ir a edificio B para tomarse un C: preparar coche D para desplazamiento rápido. Conductores E, F y G permanezcan en alerta, pues ancianita H parece inquieta”.

De vez en cuanto, alguien miraba mi libro con un principio de curiosidad. Yo giraba, o se lo escamoteaba de delante para colocarlo a su espalda, “dame un abrazo, prima”. Y la curiosidad se extinguía.

Al fondo, un cristalito, el ataud abierto y la cara del muerto. Pensé en no mirar, pensé que por qué no mirar, pensé que por qué mirar y mientras estaba muy ocupado pensando en todo eso y pensando que por qué coño siempre tengo que estar pensando todas esas cosas, me despisté y miré.

El difunto estaba, más o menos, tal y como lo recordaba (excepto por lo del cristal, la pose, el ataud, cierta palidez, etc). Pero tenía un gesto raro, un gesto que ne sonó fuera de lugar. Un gesto que a mí me pareció el gesto de alguien que está a punto de echarse a tararear una cancioncilla.

Me hizo gracia y sonreí, de espaldas al mar de lágrimas.

Y pensé que creo que fue feliz, y me alegré por su vida, y busqué una excusa por persona y, recitándolas, me fui de allí, que luego había taller.

 

 

2 comentarios:

  1. Leerme en alto, sostenerme en alto, zarandeándome y haciéndome agitar los bracitos... soñar en voz alta, delirar en voz alta... las cosas en alto tienen su encanto, Aroa, ¿verdad que sí?

    Gracias infinitas por el "ji", dígote, henchido de gozo y de bostezo de domingo feliz.

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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.