“Mi coche tiene una vergonzosa capa de polvo en el cuadro de mandos que no me da la gana de limpiar y el cabronazo se da cuenta. Deja de llorar y me dice: "a ver si limpiamos el coche. Mira, mira". Pasa los dedos por el polvo y me los enseña llenos de mierda. Y a mí no me da la gana de limpiarlo. Porque no quiero darle ese capricho al mundo y prefiero que la mierda me ahogue.”
(Martin, en una bitácora de cuadritos)
Pensaba yo dedicarme hoy a contar más intimidades de la Muchacha, que como siga así va a tener para denunciarme por unas quinientas mil demandas por copyright, y que me está proporcionando una de esas escasas oportunidades que le da a uno la vida para utilizar la palabra febril de forma literal al incubar y sufrir unas anginas que espero que acceda a contagiarme, a ver si puedo pillarme mi primera baja laboral de una maldita vez (ay, qué cosa más tierna y qué delirios más graciosos que tiene la pobrecita mía, que a ver si se me pone buena ya), y tengo pendiente una sorprendente demostración intuitiva de la existencia de Dios, cosa que a mí, hereje ateo condenado a los infiernos desde años ha, me ha dejado tiritando, pero toca remontarnos hoy al pasado remoto. A los tiempos en los que internet, como quien dice, ni existía, y los ordenadores pesaban tropecientos kilos y los discos duros podían ser de 40 megas y no estar mal.
Situémonos: Principios de los años 90. El Slave to the Grind de Skid Row, el Nevermind de Nirvana, el disco negro que fue el testamento de Metallica, la vida entera de Guns ‘N’ Roses, Kai Hansen diciendo adiós en Helloween antes de montar Gamma Ray y sobre todo la muerte de los lamentables años ochenta, que ardan por siempre en el infierno (a poder ser en un infierno insonorizado y distinto a aquel al que yo estoy destinado, por favor). Vamos, que yo era un heavy adolescente que se sabía de memoria todas las tablas del Rolemaster (y no es coña), con la cabeza como una escarola y la cara llena de granos. El prototipo de esta cosa que a día de hoy soy yo, vaya.
En ese tiempo yo iba al instituto y allí tenía una serie de colegas. De antes, de los tiempos del cole, recuerdo con cierto cariño a algunos personajes (creo que en abril de 2006 hablé de uno), pero en fin, uno es un crío, y aún no le ha dado por meter mucha pasión en sus hobbies ni a desarrollar a fondo sus idas de pinza; la personalidad se iba afinando más claramente en el instituto, y por eso recuerdo con bastante más morriña a la gente de ahí que a la del colegio, lo que no deja de ser una soberana gilipollez porque como ya he mencionado en alguna ocasión en mi caso colegio e instituto fueron la misma cosa, en fin.
Al grano. No sé si fue en primero o segundo de BUP, que era lo que hacíamos entonces (pero creo que fue en 2º), en una clase de Educación Física, es decir, en esa hora en la que un tipo grandote y majísimo que parecía un clon de Don Pimpón nos mataba a correr por el patio y los jardincillos del recinto, comencé a hablar con un compañero de clase que se quedó rezagadísimo y buscando los espacios ciegos del campo de visión del profesor. Se llamaba Iván, estaba algo loco, y me cayó de puta madre. Al poco tiempo éramos, supongo, grandes amigos, y con otro par de compañeros, Rubén, que siempre se empeñó en ser portero cuando jugamos al fútbol (y el tipo al que muchos años después di el regalo de bodas más que he hecho en mi vida), y el Javi, que durante todos y cada uno de los días de su vida que yo pude ver se metió entre pecho y espalda un bocadillo de tortilla, montamos una partidita de rol, en aquellos tiempos gloriosos en los que a los que nos dedicábamos a aquello se nos tenía por psicópatas, enfermos mentales y seres con graves taras sociales (esto último creo que sólo era cierto en mi caso, pero las generalizaciones es lo que tienen, que son divertidas).
Iván era un tipo inquieto, lo que le hizo ser el mejor master que he tenido yo nunca en una partida de rol, gran defensor del método de juego libre, ese que consistía en dejarlo todo a la inspiración y a la improvisación (que tantas extrañezas provocaba entre la gente acostumbrada a las misiones y a ir de las riendas a todas partes, y que solía terminar, claro, con todos nosotros matándonos los unos a los otros), y se fue metiendo en todos los charcos en los que sus obsesiones le metían. Un año, en una especie de concurso pictórico, avergonzamos al instituto plantando, entre los murales de nuestros compañeros sobre unicornios, planetas felices y tonterías así una preciosa obra apocalíptica en la que un dios del mal arrasaba el mundo (ay, cuántos tipos mequeñitos y desmembrados pintamos en aquel cuadro). Se puso a hacer kárate, nos enseñó todo lo que necesitábamos saber en japonés (que te jodan, grandes pelotas y tía buena), años más tarde por los cortometrajes, después por la guitarra eléctrica, luego por el violín y en fin, a saber qué me habré perdido. Estudiamos juntos una carrera (que no, Señor Ingeniero, no fue una de las suyas, sino aparejadores), fuimos juntos al cine a ver unos catorce millones de películas y perpetramos la versión más lamentable que jamás se ha hecho del Money for Nothing.
Y luego nos perdimos el rastro.
Yo siempre he sido muy tolerante y pasivo a la hora de perder de vista las amistades, sobre todo por aquel tiempo. En realidad, fue entonces cuando comenzamos a vivir, cuando cada uno nos fuimos ensamblando lo que hoy forma lo que somos. Unos empezaron a salir con nuevos amigos para ir a antros aborrecibles a pasar las noches bailando, otros se echaron novias, yo no recuerdo qué hice pero algo haría, y nos fuimos distanciando y al fin, proceso natural, nos perdimos de vista. Pero ni aún entonces yo dejé de pensar en esa gente como mis amigos. Era, simplemente, que nuestros caminos eran divergentes, y forzar las cosas a mí siempre me pareció algo injusto, pues hay gente a la que uno quiere libre.
De toda esa gente, Iván ha sido siempre el más curioso, porque cuando uno menos se lo espera tiende a surgir de la nada, en mitad de la Gran Vía o en un paso de cebra de Plaza de España, para inmensa alegría casual y profusión de sonrisas, abrazos y reciclaje de viejas pullas.
Su última aparición ocurrió anoche, después de que el viernes un amigo común surgiese de la nada y me invitase a una comida con viejos compañeros de facultad a la que no pude ir. Iván si fue, consiguió mi dirección, y ayer recibí un correo suyo divagante y larguísimo. Resulta, coincidencias de la vida, que al muchacho ahora le ha dado por la fotografía, aunque como de costumbre se lo toma más en serio que yo. Y yo le leo, le releo, le respondo, le digo que a ver si nos tomamos un café y pienso, como siempre que nos encontramos, que por mucho que uno tienda a soltar amarras y partir y ver partir, hay algo profundamente estúpido en esta forma nuestra de perdernos de vista en esta época en la que tan fácil es conservar direcciones en el correo electrónico, teléfonos en la memoria del móvil y direcciones de páginas web en los favoritos del navegador.
No lo sé; siempre he sentido una cierta indiferencia por estas desapariciones, por estas pérdidas, porque sabía, sentía que al final la casualidad nos iba a volver a cruzar. El mundo es un lugar más pequeño de lo que parece. Y también que probablemente algún día, cuando hayamos terminado de buscarnos, de construirnos y de navegar por ahí, terminemos otra vez con un contacto más o menos cercano. Y que todo esto hacía que diese un poco igual desaparecer o pasar años sin noticias del bueno de Iván. Aunque sospecho que lo que más peso ha tenido para permitirlas era el poder asistir así a esos reencuentros casuales, azarosos e inesperados; sin partidas no hay llegadas, sin idas no hay venidas, y sin ausencias no hay presencias. El ser humano define y siente así, por contrastes. Y tropezar con él en mitad de ese paso de cebra de Plaza de España no sería lo mismo si nos viésemos cada quince días.
En fin. Ahora tocará encontrarnos, tomarnos algo, hablar de fotografía, acudir a alguna exposición, alegrarse de que la vida le haya tratado bien y todas esas cosas. Ahora toca alegrarse por el reencuentro con una de las mejores personas que he conocido en mi vida y uno de mis amigos más viejos (aquellas carreras por los patios del instituto ocurrieron hace casi veinte años, después de todo). Y después ya se verá dónde nos lleva la marea.
Bueno, pues llámame hereje o algo, pero para mí Aparejadores no deja de ser una ingeniería técnica, quizá algo sui generis, pero ingeniería al fin y al cabo.
ResponderEliminarTe jodes.
Por otra parte, y por congraciarme contigo, quiero manifestar que, si es cierto lo que dices de que te sabías de memoria las tablas del Rolemaster, te has ganado mi respetuosa admiración e idolatría por los siglos de los siglos. Wow, estoy francamente impresionado!
Joder, qué viejos somos. Yo, cosecha del 74, 16 años desde que acabé el instituto (en mi caso colegio), 11 la facultad...ains
ResponderEliminarÓsQar, bueno, es que yo soy un renegado, ji ji. Así que me da bastante igual lo que sea o deje de ser aparejadores.
ResponderEliminarY lo del Rolemaster, hombre, no me sabía todas las tablas, que eran cien mil (tirábamos creo que de seis Companions, del Creatures & Treasures y del Elemental Companion, nos encantaba meternos en barroquismos), pero el Ars Law lo tenía aprendido al dedillo.
Las tablas de críticos sí me las sabía de memoria. Las de ataque, en acertaba con un margen de un par de puntos de vida y a veces con un grado del crítico de diferencia. Era yo un pequeño Rainman del Rolemaster, ji ji.
¡Qué tiempos! Y qué mono de montar de una puta vez una partidita de algo, hmmm. Pero en fin, parece que la idea avanza, a ritmo de glaciar pero avanza.
Ahora toca...
ResponderEliminarTus "batallitas de abuelo Simpson" me han recordado que tengo cena de antiguos alumnos en dos semanas y no sé si ir. Seguro que me dicen ( o que piensan) que estoy más gordo y más calvo y más viejo que cuando tenía ocho años. Mi venganza: yo pensaré lo mismo.
Muchas gracias por citarme...
me sonroja usted.
Martin, honor inmenso me hace usted con su visita (el tratamiento de usted es mitad por admirado respeto mitad por hacerle sentir mayor, y que se vaya acostumbrando).
ResponderEliminarEvita los espejos, y mírales a ellos. Así los ves hechos unos zorros y no tienes el punto de objetividad hacia uno mismo para verte a la par.
Pero ve, ve. A esas cosas hay que ir, y más escribiendo un blog como el tuyo, que seguro que sale algo narrable.
Si no por usted, ¡hágalo por su público!