2.1.08

y esto, en prosa,



...significa que el fin de semana ha sido un fin de semana de carretera, niebla y río Tajo. El río Tajo, pienso, y pienso en el significado de tajo, que siempre entendí como el roto que le hace a la peña en la que está encaramada Toledo.

Y claro. Nombra un río por una imagen, y su nombre te perseguirá por todo su cauce. Incluso cuando el Tajo sea el espejo que aparecerá mañana o pasado en el fotoblog. Los nombres, los nombres (y la culpable, supongo, de que me de ahora por pensar en ellos).

Tengo tres postales de estos días. Son postales sin foto, porque están dentro de mi linda cabecita neurótica. La primera, la de la botella de vino a la que se alude en un comentario del post anterior. Mojándose bajo la lluvia del amanecer de hoy. Duchándose, también, permaneciendo fresquita, por si las moscas, por si una urgencia. Aunque de esa postal no es que no tenga imagen, es que la imagen es prestada. Yo, que veo como el tiranousario de Jurassic Park (o sea: O las cosas se mueven o no las veo), le pasé los ojos por encima como quien mira llover. Cosa que, en realidad, era lo que hacía cuando miré sobre ella, hace un sol.

La segunda es una sonrisa, por todas partes. Pero esa me la guardo hoy para mí, con permiso, para que me ayude a tener paciencia.

La tercera es la niebla. La niebla que nos persiguió durante todo el viaje, borrando el horizonte, convirtiendo el mundo en una pequeña esfera de bordes difuminados, con la carretera pintándose delante al ritmo de la marcha, y con el todo deshaciéndose pintado en los retrovisores.

La pena, la inmensa pena, fue que la Muchacha se perdió el recital final de la niebla, cuando al kilómetro 890 del fin de semana, después de dejarla a ella en Madrid y enfilar yo la N-V otra vez.

Imagínate. Ya de noche, la carretera tan mía que en plena autovía podía ir con las largas. Sonando Cult of Luna, el velocímetro desatado. Y de pronto los primeros borrones pintando las luces de un burdel de escena onírica, dibujando dragones de humo bajo unas farolas lejanas, trazando espirales alargadas de las luces de aquel coche que, lejísimos, me seguía. Los puentes, los cortes en el brillo, las zonas de penumbra y de pronto la cegera, el frenar cien kilómetros por hora de golpe, el adivinar la salida correcta de la carretera más por instinto que por verlo, y recorriendo los primeros kilómetros más con el recuerdo de la carretera entre las manos al volante que por lo que podía distinguirse de ese humo blanquísimo allá donde las luces alcanzaban a herirlo. Sabiendo que hendía apenas una cascara de vacío, que tras unos metros el mundo, a oscuras, era una negrura húmeda y espesa que uno casi podría coger a puñados.

Y seguir avanzando, desplazando a tientas por la carretera invisible mi burbujita de luz, sabiendo que subo al monte, que mi carretera asciende. Que en determinado momento las estrellas van a llover sobre mí, y los faros conjurarán la carretera, y que podré acelerar de nuevo justo cuando la canción siguiente descargue toda la distorsión al volumen inhumano al que llevaba la música.

Y entonces, precisamente entonces, en el momento justo, desaparece la niebla, llueven las estrellas, aparecen la carretera al frente y la noche alrededor, y yo sonrío, acelero, soy feliz.

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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.