(con quince días de incumplimiento y de quedar mal, retomamos el Chisel Project en su versión 2.1)
Hija de la gran puta. Lo pienso y lo digo así, en voz alta, sabiendo que resulto incomprensible, con mi español resentido. Lo digo con saña, con pasión, remarcando la gloriosa jota, poniéndole a la u un acento tan grande como la distancia que hay de aquí a mi casa.
Ella ni caso, claro. Ella se ríe, abre y cierra las piernas y se contempla en el espejo del techo. Qué bonitas piernas vistas desde aquí abajo, recortándose sobre la cama enfundadas en esa malla roja. Malla o lo que coño sea, nunca supe cómo se llamaban ni la mitad de las prendas que se ponen las mujeres. Nosotros tenemos pantalones, camisas, camisetas, jerseys y ya, y ellas tienen cientos de nombres para cientos de prendas. Que si los pantys, que si el top, que si... yo qué sé.
En fin. Nadie me entiende, pero no a todo el mundo le hace gracia mi presencia aquí y los japoneses podrán ser ignorantísimos en la lengua de Cervantes, pero no tontos, así que alguno se imagina que nada bueno he dicho, seguramente ayudado por mi tono sentidísimo, y me pega una patada en los riñones. Yo le deleito con un dolorido "joder", pronunciado también con muchísimo sentimiento, y me retuerzo y escupo un gargajo ensangrentado que mancha el bonito suelo de la bonita habitación, de un mármol pretendidamente basto bastante suave y cortado en inmensos cuadrados, muy cómodo para retorcerse sobre él, la verdad.
Hablan, y claro, yo no les entiendo. Se dedican a jugar con su idioma infernal, a poner énfasis donde a ellos les parece, en acentuar y desacentuar cosas, y la japonesita, sin dejar de jugar con las piernas, les va dando las respuestas cortas y distraídas de quien está muy ocupada con su vida interior como para hacerle caso a nadie, maldita niñata malcriada.
Yo pienso en rodar sobre mí mismo, pero casi mejor paso. El espejo del techo. No querrás ver a la japonesita reflejada partiéndose de la risa mientras mira al gaijin imbécil con su cara partida y sus manchones de sangre, así que comienzo a arrastrarme hacia la pared del mueble bar. Increíble lo de los hoteles japoneses, toleran fatal el alcohol pero tienen en cada habitación reservas como para sobrevivir borracho a una guerra nuclear. Los tipos trajeados me dejan arrastrarme, curiosos por ver qué tramo, supongo, mientras uno sigue gritándole a la japonesita. Traje gris, más viejo, calvo, más regordete: El que manda, obviamente. Los otros son tirando a fibrosos y van todos de negro, con Ray Bans aerodinámicas y guantes blancos, pedazo de mariconada lo de los guantes blancos, en fin: Los que cuando se aburren mucho me pegan hostias.
Siguen discutiendo mientras yo llego a la pared y ahora sí giro y resoplando me quedo sentado contra ella, jadeando y pensando en costillas rotas y en cómo debo estar dejando la camisa con la sangre de la nariz. Teniendo en cuenta el regero rojísimo que viene de donde caí antes hasta mis pies, para tirarla.
Y por fin la japonesita termina con la paciencia del señor gris, mientras yo levanto un brazo y agarro la primera botella que consigo atrapar. La miro, etiqueta en japonés, licor transparente, la dejo caer, se rompe, me sapica y no sé si ha sido muy buena idea porque esta gente es muy respetuosa con cosas rarísimas y, además, llenar el suelo de cristales rotos tal vez no vaya bien con esa costumbre que he adoptado de caerme y rodar por él cuando los señores de negro ejercitan su karate conmigo, mucho menos bonito y más doloroso que el de las películas de tortas. Pero a lo hecho pecho, y ninguno se me acerca a soltarme una coz en los morros. La segunda botella tiene el color adecuado y la palabra mágica en la etiqueta, ¡whisky! Aaah.
Así que, envalentonado, digo "va por ustedes, señores", y la abro y la sacudo para que el difusor deje pasar el líquido y me pego un buen lingotazo. Aprended cómo se bebe en occidente, cabrones. Y como dos señores negros me miran ahora me cuido mucho de no escupir en el suelo, no vayan a pensar que les estoy haciendo un feo, y me abrazo a la botella y cierro los ojos un instante.
¿Cómo coño he llegado yo aquí?, me pregunto.
Es una pregunta la mar de tonta. Casi siempre que uno se la hace sabe perfectamente cómo ha llegado ahí, y lo que realmente se está preguntando es ¿cómo coño he sido tan gilipollas de meterme en este lío? Es normal que enmascaremos la pregunta. A todos nos gusta sentirnos menos idiotas, pensar que el mundo, el destino y demás tienen la culpa de todo. Así que me doy cuartelillo, que creo que me lo merezco, y aunque la pregunta esté mal, yo me pregunto ¿cómo coño he llegado yo aquí?, mientras el señor gris dice algo y se aleja de la cama sacando un teléfono del tamaño de una uña, mientras la japonesita de las piernas coloradas hace la bicicleta y ríe, y sobre todo mientras uno de los señores negros saca una pistola y me apunta con ella a la nariz. Yo bizqueo y la miro.
Llegados a este punto, en el que el final está a la distancia que definen los escasos gramos de presión que faltan para hacer saltar el gatillo de la pistola, supongo que es hora de empezar a hacer las cosas bien y de empezar por el principio. Por las presentaciones.
Hola. Me llamo Marcos. ¿Qué tal? Hasta hace tres días era contable de una constructora en Madrid, y el tedium vitae se me comía vivo hasta tal punto que pensé que la vida era aburridísima y, confundiendo los dolores de las resacas y los madrugones con afecciones del alma, pensé que nada valía la pena y decidí matarme.
Como suele pasar, sospecho, decidir matarse es algo que en realidad no tiene nada que ver con matarse o con que puestos a estar en situaciones de peligro mortal a uno le de por aplaudir de alegría e impaciencia, y a la cara bizquísima que le estoy poniendo al tipo de la pistola me remito. Yo lo que hice fue tomar mi valientísima decisión, y meterme en Internet para dedicarme, por una vez, a airear a los cuatro vientos mi circunstancia, en vez de a buscar vídeos de lesbianas.
Con mi alma en carne viva y poniendo a la especie del cleenex en peligro de extinción (moqueaba como un miserable, era para verme), me puse a visitar páginas de gente que hablaba del tema del suicidio y a restregar mi hastío y mi dolor en todos los sitios que incluían la posibilidad de que uno respondiese. Me dejó la novia, mi trabajo es una mierda, por las noches no puedo dormir y me deprime la cartelera del cine, es todo tan horrible. Esa clase de cosas. Nada original, por lo que leí. Luego me emborraché, me dediqué al porno un rato, me hice una paja y me fui a la cama, y al día siguiente me levanté deprimidísimo como siempre, con mi resaca de siempre, mis ojeras de siempre y mi cielo nublado sobre Madrid. El de siempre.
En la oficina no hice gran cosa, claro. Cuando uno decide matarse no suele volverse el tipo más productivo del mundo. Y en medio de mi pérdida de tiempo me puse a recorrer de nuevo el sendero de lloros que había trazado en Internet la noche anterior, por ver si alguien me había respondido algo, por ver si alguien conseguía volcarse mi miseria por encima y llorar a coro conmigo. No es que estuviese llorando, imagina el pitorreo que se montaría en la oficina con lo cabrones que son, pero ya se sabe que las procesiones tienen recorridos alternativos que a veces no necesitan sacar a la virgen a la calle. Casi todos mis mensajes habían logrado respuestas muy satisfactorias (lucha con ello, resiste, te comprendemos, ole mi niño), los deprimidísimos protosuicidas somos muy corporativos y nos apoyamos mucho los unos a los otros, se ve. Y en eso estaba cuando leí la respuesta que me había dado el tipo de uno de los blogs que había visitado, un patán prepotente y bastante imbécil que se llamaba David. A él yo le había contado toda la historia, mi trabajo de mierda, mi novia que me había dejado, que la vida era para mí una travesía por un zarzal, y él me contestaba, básicamente, que le dejase en paz, y que cuando una película es aburrida uno no tira la tele por la ventana, sino que cambia de canal o se compra en DVD alguna película decente, o se lía la manta a la cabeza y se va al cine. Me decía que siempre hay tiempo para matarse y que puestos a ello él sacaría todo su dinero del banco, se iría a algún rincón remoto, viviría un tiempo viendo cosas nuevas y si el cambio de entorno no servía para nada y no conseguía montar una vida nueva en ninguna parte uno siempre podía suicidarse en cualquier sitio y en cualquier momento.
A mí aquello me cabreó tanto que por unos días hasta olvidé sentirme mal. Pero luego lo pensé, y efectivamente ¿qué iba a ser del dinero miserable que me pagan en la oficina y que no he conseguido gastarme aún? Así que un día cogí, lo saqué todo, no le dije nada a nadie, me fui al aeropuerto y me cogí un billete para Tokio, porque fue el sitio más remoto que se me ocurrió. Con un par, llegando al mostrador de Japan Air y pidiéndolo, como en las películas. Excepto porque me hicieron esperar dos días y me cobraron la mitad de mi fortuna fue igual que en las películas. Y aquello me hizo sentir audaz y me hizo sentir vivo, quién lo iba a decir.
Seguí despilfarrando dinero durante el vuelo, infinito, eterno, infernal. Yo qué sé las botellitas de alcohol que pude meterme para el cuerpo. El caso es sin saber muy bien cómo me vi sacado del tubo gordo de plástico que era el avión por dentro y puesto en una cinta transportadora, guiado por un montón de azafatillas sonrientes que no hacían más que hacerme reverencias y corregir mi rumbo de borracho. Así llegué a un inmenso salón lleno de japoneses bajitos que iban de un lado para otro con muchísima prisa, todos vestidos con trajes grises, y fuera había un cielo nubladísimo que me río yo del de Madrid. Me sentí perdidísimo, y cuando empezaba a pensar en sacar de mi bolsita del duty free de Barajas la botella de Jack Daniels, bebérmela en un baño, romperla y cortarme las venas el suelo se movió bajo mis pies. Era un temblor de tierra que a nadie mas que a mí importó un pito, yo miré sorprendido a toda esa gente que no se sorprendía en lo más mínimo, y en ello estaba cuando el gris se abrió de par en par y allí estaban las mallas rojas, y sobre ellas la japonesita con un cartel que decía "Sr. Gomez". No es que yo me apellide Gómez, pero qué coño importaba, me dije, y fui hacia ella, pensando que con algo de suerte igual hasta me la podía tirar antes de saltar por un puente o algo.
Claro, quién coño iba a saber que el tal Gómez era, en realidad, un traficante colombiano, como acaba de quedar claro cuando un tipo bajito, moreno y con bigotazo ha entrado cabreadísimo en la habitación y maldiciendo en español, haciéndome llorar de alegría, que la japonesita de las mallas era la querida de alquiler que un mafioso japonés le había mandado como sorpresa de bienvenida, y que la tía capulla ni siquiera iba a molestarse ni en preguntar ni en mirar si el vuelo desde Bogotá venía con tres horas de retraso.
Tras las explicaciones discuten un rato en japonés, porque Gómez, chico cultivado, habla el lenguaje de estos bárbaros adictos al kárate y a apuntarme a la cara con una pistola, y luego Gómez se acerca a mí se me acuclilla a un lado, mira la pistola, me mira a mí y me pregunta, con su español transoceánico, que quién coño soy yo.
Yo le miro, y voy a responderle.
En serio, voy a responderle.
La historia completa, por estúpida que suene. Soy un triste oficinista que estaba pensando en matarse y ha terminado en un hotel de lujo de Tokio con la puta de un mafioso colombiano, manchando de sangre un precioso suelo de mármol. Voy a contárselo, pero descubro que no puedo, que sólo puedo reírme. No debería, se lo van a tomar fatal, pero no puedo evitar empezar a reírme. Descubro que me estoy divirtiendo, que hacía una eternidad desde la última vez que me reí así, que algo me pareció mínimamente divertido.
Y descubro también, bastante sorprendido, que ya no me quiero matar.
Pero claro, a ver cómo se lo explico a esta gente, que está bastante cabreada con mi risa, porque mira que sería una putada bien gorda que precisamente en este momento al japonés de la pistola le diese por apretar el ga
22.11.07
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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.
¿Lo del final es un fallo técnico o intentas expresar que disparó y no le dio tiempo a seguir pensando?
ResponderEliminar¿Son cosas mias o la japonesa de las mallas rojas tiene paquete?
ResponderEliminarKonrad, el cuento termina así, tal cuál.
ResponderEliminarRespecto a qué significa, eh, que no quiero que se convierta en un mal chiste, decida el lectó :P
Y Jorge, la verdad es que nadie, y la foto la hemos mirado unos cuantos a conciencia, lo había visto. Yo no sabría decirte. Y el personaje, que hasta que llegó al suelo de la habitación estaba ocupadísimo como el escote, tampoco: Desde su perspectiva no parece que lo tenga.