16.10.07

el fin del mundo

Lo prometido es deuda (sobre todo cuando pagarla es tan fácil como cortar y pegar):

El fin del mundo ocurrió el jueves 27 de mayo de 1999, sobre las siete y pico de la tarde. Nadie se dio cuenta excepto Marta y yo, porque quiso el azar –o la fatalidad, por no culpar a dioses en los que ninguno creemos– que ocurriera justo frente a nuestras narices. Hacía un calor horrible por lo inesperado, el verano había embestido de pronto sin piedad y todo el mundo andaba tratando de hacerle sitio en sus roperos a mantas, abrigos y calcetines de invierno. Claro que por otra parte las mujeres comenzaba a lucir esos preciosos y ligeros trajecitos de verano, que con buena luz se vuelven deliciosamente traslúcidos, y eso compensaba con mucho –y, en parte, provocaba– el acaloramiento.

Como todos los años por esas fechas, vaya.

Habíamos quedado Marta y yo en el Quiet Man, un pub de maderas oscuras, aire tranquilo y unas maravillosas (y caras, todo hay que decirlo) pintas de cerveza tostada. Como siempre que quedo con ella, una insidiosa conjura de escurridizos transportes públicos y mujeres de aspecto demoledor me hizo llegar resoplando con mis eternos cinco minutos de retraso, encontrándola ya sentada en un rincón con esa cara de cabreo mal fingido propia de estas ocasiones. Repetimos divertidos el conocido ritual de saludo, saludo, disculpas, recriminaciones, intercambio de cigarros, mechero y nubes de humo, el qué vas a tomar, yo también lo mismo y llamar al camarero. Llegaron las cervezas, nos concedimos unos minutos de silencio para calmar la sed, pensar algo incoherente que decir y saborear el lento ritmo de blues que acariciaba el lugar. Como Marta tiene peor saque que yo dejó antes su jarra sobre la mesa, sonando un golpeteo sordo en dos tiempos, totalmente desacompasado.

–La mesa está coja –denunció con toda seriedad. Ambos recordábamos el viejo axioma que reza “cualquier excusa es buena para cambiar cualquier cosa”, así que alegremente (cómo íbamos a saber entonces...) recogimos todo lo que ya habíamos conseguido extender sobre la madera barnizada (exceptuando, claro, la cerveza derramada por Marta) y nos colocamos en otra mesa cercana, aprovechando que aún era pronto y el lugar andaba prácticamente vacío. Comenzamos a discutir, primero hablamos de música, luego de escritura, rozamos de pasada la política y el mundo laboral, luego nos metimos con el fútbol y luego con el arte. Yo andaba saboreando un nuevo trago mientras Marta proponía una definición no tan absurda como la que yo acababa de sugerir, cuando sin buscar nada concreto pasee la mirada por la mesa y, casi en su centro, descubrí un pequeño descosido:

El fin del mundo.

Parpadeé con fuerza varias veces, pensando en un comprensible fallo de mi pobre vista, cansada tras todo el día tratando de atravesar los vaporosos vestidos de las mujeres, pero el descosido insistía obstinado en permanecer sobre la mesa. Luego pensé con desconfianza en la pinta ya casi vacía: La cerveza era fuerte, pero ¿tanto?

–Eh, gañán, no me estás escuchando –me llegó la protesta de Marta, ofendida.

–Si, perdona... –traté de disculparme–. Oye, ¿ves algo raro, ahí, en la mesa?

–¿Qué quieres decir con alg...? –comenzó a preguntar, pero la voz se la deshizo en un suspiro cuando su vista también descubrió el pequeño roto:

El fin del mundo.

Silencio: Allí estaba, justo entre nosotros. Inconscientemente apartamos las manos de la mesa, contemplando embobados el catastrófico agujero por el que se distinguía con total nitidez lo que sin duda era el infierno, cuyos bordes vibraban ligeramente, tal vez movidos por la brisa del Día del Juicio. Nuestras miradas se unieron cuando por fin logramos arrastrarlas fuera del roto final.

–¿Sabes lo que esto significa? –me preguntó ella, escondiendo tras la pregunta la esperanza de que yo sugiriera una explicación convincente.

–Que todo es mentira, o que todo se ha terminado, o que estamos muy drogados –respondí.

–No estamos drogados –protestó ella.

–Quizá estemos tan drogados que ni siquiera sabemos que lo estamos.

–Ese razonamiento no afirma nada.

–Impide negar nada, también.

El debate terminó ahí, no estaba la cosa para sofismas. Pasamos unos instantes en silencio, midiendo la pequeña brecha que afortunadamente no parecía tener intención de crecer, y por el momento parecía conformarse con existir y tenernos a los dos allí, aterrados, contemplando a toda clase de diablejos que bailaban con manifiesta alegría en torno a calderas hirvientes y músicos de pelo largo y gesto compulsivo.

-Tal vez debiéramos... –dije, pero no supe cómo terminar, no se me ocurrió una forma lógica de completar la frase. Debiéramos qué: ¿avisar a alguien? ¿para qué? ¿O tal vez extender la mano y aferrar el borde descosido del centro de una vieja mesa de madera barnizada? Descosidos puede uno esperar encontrarse en un mantel, en un pañuelo, en una camiseta, en los calcetines, en los bajos de los pantalones, en un toldo, en mil sitios, ¿pero desde cuando en el centro de una plancha lisa de vieja madera?

–En fin –dijo ella–, creo que no nos veremos en el cielo...

–Si es que existe, porque que veamos el infierno no quiere decir...

–Vale, vale, es igual, exista o no ni tú ni yo iremos ahí, lo que estaba pensando... ¿crees que será tarde para vender nuestras almas? Tal vez ahora den facilidades, y luego...

–No lo se, pero tampoco sabemos cómo funciona el asunto, supongo que tendrás que rellenar un formulario o algo, no se si dará tiempo, ya sabes cómo son esas cosas...

–Si, debe ser como lo de la matrícula de la universidad.

Comenzaba a escucharse una musiquilla pegadiza y machacona que evidentemente venía de la grieta, porque todos los diablillos agitaban sus cuernos y sus colas al ritmo de la misma. Miré a Marta sobre las cervezas, pensando que tal vez aquella fuese la última vez, la última cerveza, la última tarde...

–Marta... –dije, tras aclararme la voz.

–¿Qué?

–Mira, tal y como están las cosas, creo...

Sentía que me estaba ruborizando, así que me terminé mi cerveza de un trago y pasee la vista por el bar. Nadie nos miraba, nadie nos prestaba atención, nadie se daba cuenta de nada. Marta me miraba fijamente, esperando.

–Creo que deberíamos acostarnos –murmuré. Sus ojos se abrieron al máximo, pero no consiguió reaccionar. Tal vez fui demasiado brusco–, juntos... hacer el amor... ya sabes... por despedirnos... por si acaso...

Bajé de nuevo los ojos hacia el descosido maligno. Ahora se distinguía a alguien que tal vez fuese Belcebú, encaramado a un escenario, con un micrófono en la mano. Creí distinguir un par de frases en inglés, y no se por qué me dio por preguntarme si tocaría Cliff Burton el bajo.

–Em, em... –comenzó a responder Marta– antes deberíamos probar otra cosa.

En fin, ella es muy decidida y muy de ciencias, yo nunca hubiera podido hacerlo. Cuidándose mucho de no rozar el agujero, del que ya comenzaba a emanar un cálido olorcillo a azufre y marihuana, agarró con ambas manos mi jarra vacía. Comprendí lo que se proponía, mi cuerpo se puso en tensión, preparado para saltar. Lentamente dio la vuelta a la sólida jarra, provocando una pequeña lluvia espumosa sobre la mesa, y la colocó sobre la abertura primigenia. Una gota de cerveza cayó largamente a través de la nada hasta impactar sobre uno de los demonios, que comenzó a mirar hacia arriba, olisqueando, sin perder el compás. La jarra se situó sobre el agujero. El demonio sonrió, mirándonos, y desplegó sus alas: nos había descubierto. La jarra cayó ruidosamente sobre la mesa, rodeando el agujero, y los dos salimos corriendo. El barman gritó (“¡hijos de mala madre, no habéis pagado!”), soltó una maldición en gaélico y trató de saltar sobre la barra para perseguirnos. Resbaló y cayó al suelo con ruido de cristales rotos.

Durante horas caminamos en silencio, muy satisfechos de nosotros mismos. Se hacía de noche en Madrid, el viento acunaba un par de nubes rosadas y comenzaba a refrescar. Al fin nos detuvimos frente al portal de Marta.

–Menuda tarde –dijo. No contesté, no hacía falta–. No parecía un mal sitio...

–¿El infierno?

–Si... bueno, lo que fuera.

–Supongo que no.

–No parece que cocieran a nadie en las ollas esas.

–En realidad olían muy bien...

–Y la música...

Nos callamos, mirando los dos una nube que se arrastraba lentamente. Se parecía sospechosamente a un motorista con cuernos y tridente.

–¿Crees tú que esa jarra de cerveza...? –pregunté. Tampoco hizo falta que terminara la frase.

–No. Y, ¿sabes? En el fondo me alegro.

–Entonces, ¿para qué la pusiste?

–No lo sé. Para ganar tiempo. Para pensar.

–¿Y qué has pensado?

Se giró hacia mí, toda sonrisa. Me dio un escalofrío, sentí una opresión sorda en el pecho.

–Que vale, de acuerdo –dijo, abriendo la puerta y dejándome el paso libre–. Pero sólo porque se acaba el mundo, ¿queda claro?



Y así están las cosas. Llevamos semanas celebrándolo. Un día pasamos por la puerta del Quiet Man, estaba cerrado. De dentro salía un golpeteo sordo y una serie infinita de insultos varios. Oteando por una ventana descubrimos al barman, en un estado bastante lamentable, que se afanaba en la difícil tarea de colocar un tablón sobre la mesa que Marta y yo reconocimos como el portal al infierno. Cuando consiguió sujetar la tabla, comenzó a martillear clavos sobre ella frenéticamente. Había más trozos de tablas chamuscadas ya clavadas, y por entre el hueco que formaban dos asomó una punta de tridente que apenas llegó a rozar al barman, que soltó un alarido.

–¡Hijos de puta! –gritó. Los demonios y nosotros reímos. El barman continuó clavando. Marta y yo nos alejamos, cogidos de la mano y felices de que el Fin del Mundo nos deje tanto tiempo para despedirnos. Y toda la eternidad para estar juntos.

8 comentarios:

  1. Si hay infierno (perdona, es que yo no lo he visto, así que puedo no creer), seguro que allí toca Cliff Burton. "Battery", por ejemplo.

    (me ha gustado mucho tu cuento).

    Besos de miel,
    K

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  2. Ah... adoro los finales felices con muerte, infierno y gente que hace el amor. Creo que muchas películas se echan a perder porque les faltan finales emocionantes de este tipo.

    Y en el infierno hacen unas longanizas muy ricas, tened presente eso cuando le digais a San Pedro que es mejor ir al infierno. En el cielo solo comen queso filadelfia y ensalada.

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  3. De los cuentos que has puesto este es el mejor. Aunque tenía un par de tópicos sobre el infierno...

    Y por favor ¡dale la vuelta a la mesa! (no soluciona nada pero fue lo primero que me vino a la cabeza mientras lo leía xD)

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  4. hmmm ¿no tienes otro cuento con el tema del fin del mundo? no sé si mi memoria falla pero juraría que me enviaste una vez uno que no es este hmmm

    Me ha gustado mucho, el que menos es el "morir por Elvira" pero es porque me resulta desasosegante.

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  5. Konrad, la idea era darle un repasillo topiquísimo, en realidad. Si tuviese que inventarme un infierno no le pondría bichillos colorados con rabo y cuernos, para empezar. Le pondría a la Duquesa de Alba y a Alejandro Agag, por ejemplo.

    Pip, mi no recuerda ese otro cuento, pero todo puede ser.

    En fin, gracias a todos, sois unos pelotas, mejos Jota que es un cansino.

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  6. A mi me ha parecido muy divertido, te levantas de una mesa porque está coja y acabas sentándote en "la puerta al infierno", se supone que se acerca el fin del mundo e ireis al infierno y acabais en el cielo de los placeres sexuales ... ¿Que hubiera pasado si nunca os hubieseis levantado de la mesa coja? ¿Se abria abierto la puerta? Mmmmm, me quedo pensando.

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  7. Atlántida, tal vez lo mejor de ser un artista, sospecho, desde mi limitadísima condición de mediocre escritor frustrado y de fotografillo amateur total, es la de hacer algo que luego le de a alguien mucho más que pensar de lo que a él se le pasó por la cabeza en el momento de escribir la historia o echar la foto. En la vida se me había pasado por la cabeza qué hubiese pasado si nadie se hubiese levantado de la mesa coja. Pero ahora que lo dices... da que pensar, da que pensar, en efecto. Así que gracias, le acabas de dar al pobre cuento una inyección de vida para mí.

    Blanca, :)

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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.