la disritmia circadiana
O sea lo que se viene llamando jet lag, es, se supone, esa descompensación horaria que sufren quienes viajan a través de diversas regiones horarias, en teoría porque la luz altera nuestros ciclos biológicos. Así que igual no estoy siendo muy riguroso con este autodiagnóstico, pero bueno, déjamelo pasar porque al fin y al cabo no es que vaya a tomarme ningún medicamento (y casi mejor, porque leo por ahí que la Viagra va bien, y ya lo que me faltaba), y lo único que quiero decir es que hoy tengo el horario totalmente del revés. Porque luz habría o dejaría de haber, pero el ritmo que yo venía siguiendo se parece más al del neoyorquino medio que al del madrileño habitual. Aunque igual si el madrileño es de los habituales habituales las dos cosas vienen a ser lo mismo.
Lo que viene a significar que He Vuelto, o alguien ha vuelto y alguien se fue, porque Heráclito y los ríos ya se sabe, que los cruzas y zas, ya estás con la filosofía hasta el cuello, y ríos, creo, hemos cruzado un par o trés, o al menos eso nos pareció cuando la paranoia nos dejaba libres y dejábamos de asumir que cada coche que adelantábamos era un coche de policía camuflado que andaba por la N-6 desierta al mediodía de un martes, a la ida, o un lunes, a la vuelta, con el único fin de multarnos. Cada vez que pasábamos los cartelitos que advierten de la presencia de radares pasábamos más tiempo mirando atrás, a ver si veíamos las cámaras (cámaras cuya presencia y sobre todo cuya desaparición en ese horizonte desesperado que tienen las carreteras le hacen a uno libre. De acelerar, para empezar y por ejemplo), que hacia delante. Y no las vimos todas. Entonces pasaban kilómetros y kilómetros y ya con síntomas de tortícolis nos resignábamos a asumir que ya habríamos pasado el punto de las retrataduras, y cruzando los dedos nos lanzábamos de nuevo hacia el futuro. Que solía depararnos inmensos camiones que ocupaban todo el ancho de la autovía, para desesperación de Juan, obseso de las velocidades medias parciales y totales a quien el ordenador de a bordo está sorbiendo la alegría de vivir, qué le vamos a hacer.
Pero no te dejes engañar por mi palabrería, igual de barata que a la ida: Ya no soy yo. El yo que se fue no habría estado intentando que le declarasen persona non grata en un festival al que (asumámoslo) piensa ir todos los años que pueda. El yo que se fue no habría aceptado nunca una galleta de una absoluta desconocida a la que ni siquiera vio, ni vendido besos y cigarros al precio de quince céntimos. Ni probablemente se hubiese restregado con nadie en ningún bar. ¿O sí? ¿No estaba ya, en mí, la semilla del trasnochador, término este que, pese a lo apropiado, jamás pensamos en atribuirnos hasta que lo leímos en un ejemplar de La Voz de Galicia? No es que ese periódico se pase el día llamando trasnochador al personal, es que leímos una noticia de 1890 o por ahí que contaba que en una noche de fiesta se había montado una quimera y había salido herido "un trasnochador". Y aprendimos también que una quimera no es solo un bicho con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de dragón (qué propensa al bricolaje era la mitología griega, endevé) que iba por la vida vomitando fuego ni un engaño, sino también una bronca, que de todas formas y por los otros sentidos de la palabra no puede dejar de sonar épica, psicotrópica y mítica. Lo cuál viene muy bien a todo lo que tiene que ver con el Festival de Ortigueira.
El Festival en sí, pues un poco como todos los años, en el sentido de ser una apología del absurdo, una colección de episodios surrealistas tejidos entre sí con una incoherencia tal que fuera de ese contexto se desvanece como lo hacen los sueños. A ver si no cómo se explica que fuese muy fácil reconocer a uno de nuestros vecinos porque tenía un gran pene cruzándole el cráneo, o que un soriano solitario cruzase todo el espectro desde el hippismo hasta el tecnopunkismo, en las poco más de 24 horas que pasaron desde que lo vimos acampar a nuestro lado hasta que lo vimos salir de una tienda de campaña y desplomarse en actitud extásica en uno de los lugares de descanso del camping habilitados para tal fin (o sea, la cuneta de un camino).
Ha sido un festival revelador, en cualquier caso: Ya sabemos cuál es la zona buena buena buena para plantar la tienda, con vecinos simpáticos que vienen a conocerte para poder distinguir a propios de extraños si ven a alguien rondando las tiendas y a quienes no les importa tirarse horas hablando con nosotros, oh pobres madrileños (en serio, les dices que vienes de aquí y te miran con pena, ja ja), tiene (la zona: recuerda, que sigo tan confuso como a la ida, hablaba de la zona) calma relativa, y en la que una mañana se desató un concierto de gaita de las que a mí me gustan (histérica, imparable, aceleradísima, improvisatoria y, tal vez, cargada hasta arriba de cocaína), lo que no deja de ser una noticia cojonuda porque llevaba casi dos años sin apenas escuchar gaitas en la zona de acampada, y bien situada respecto a baños, baños B y playa. Ya sabemos, también, cómo llamar apropiadamente a las agujas de los pinos caídas (pinos que, por cierto, ya no se llaman pinos sino "chopos de la victoria"): Énfasis, porque la noche que pasamos hablando en torno a una fogata usábamos un puñado de tales agujas como parte de la parafernalia necesaria para los momentos álgidos de la historia; echabas el puñado, salía algo de humo, y a los pocos segundos una llamarada reveladora que enfocaba todas las atenciones en el narrador, y qué mal lo pasaron los vecinos que iban llegando y que nos veían exigirles contar algo interesante súbitamente iluminados por un fogonazo.
También ha sido un festival revelador sobre el destino del ser humano: Más allá de los hippies y de los punkis, este festival, darwinismo a todo trapo, nos ha revelado la existencia de la especie definitiva, que mezcla lo mejorcito de cada casa, la polivalencia campestre de los primeros con la esencia urbana de los segundos: La fusión punpi (de acortar punqui-jipi, naturalmente), especie que se reproduce, vimos, gracias al reparto de galletas de chocolate de esas que uno nunca querría que un hijo suyo aceptase pero que si te plantan en las manos en mitad de un concierto y bastante perjudicado puedes comerte con toda la naturalidad y la inconsciencia del mundo sin sospechar que lo que recibes es una especie de hostia consagrada de la nueva religión, un bautismo lisérgico que marcará en tu vida una línea que me río yo del río de Heráclito, y que produce efectos como que uno page con besos y un par de cigarros los donativos de 15 céntimos para tabaco, que se restriegue con las mozas en un bar o que olvide detalles tan nimios como que por la noche llovió.
Definitivamente mis sábados en Ortigueira comienzan a tender a lo intenso. Y los domingos a lo resacoso, y este año además a lo paranoico: Íbamos por las calles y yo miraba a todos lados con el temor no del todo irracional de esperar tras cada esquina un piquete de defensores de la moral pública lanzados a mi busca y captura para tirarme al puerto mediante la administración de una gran patada en el culo. Las muchachas siguen siendo guapísimas y uno termina enamoradísimo cada diez pasos que camina (sobre todo los primeros días, antes de que uno se hastíe de tanta carne y la falta de duchas regulares haga disminuir los atractivos), la música, por lo visto, estuvo bien, el mar sigue siendo una masa helada en la que es genial chapotear, y es maravilloso llegar a un pueblo al que en realidad sólo has ido cuatro veces pero que de hecho llevas cuatro años visitando y sentirte, un poco, como volviendo a casa, sabiendo dónde está la playa, dónde está el restaurante de siempre, dónde los bares de siempre, etcétera.
Luego la gente habla de patrias, de terruños, suspira por banderas y desprecia por desconocimiento, y yo pienso en esos sitios a los que he ido, a los que quiero volver, de los que en parte ya soy, y que andan perdidos por el aún escaso mundo que he tenido la inmensa suerte de visitar. En fin.
Joer, creí que eran The Pogues.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho mucho lo de la hoguera, las agujas de pino, los chisporroteos y los fogonazos. De las galletas de chocolate ya sabes que desconfio ciegamente, creo que estoy mayor para Ortigueira.
Más música y menos banderas.
Felíz aterrizaje.
habeis vuelto! habeis vuelto! habeis vuelto!!! :D
ResponderEliminarY menos mal que has publicado tu lo de los pumpis porque andaba yo a punto de ponerme a escribir en tu blog!! (aisch es que sois tan indeseables pero se echa tanto de menos esa maldad intrinseca que transportais ^_^)
;*
escribes muy bien, me gusta como te expresas
ResponderEliminarjejeje tu culpas a las galletas, yo a la luna... qué más da... no dejan de ser excusas (y baratas)
ResponderEliminarinteresante el estudio sociológico de las tribus urbanaspasadasporlaplaya!!
¡Non Pip non! Son Flogging Molly, los herederos de The Pogues, banda genial como pocas. En fin, qué te voy a contar a estas horas de la tarde...
ResponderEliminarVero, menos mal que hemos vuelto, en efecto, justo a tiempo de evitar la tragedia, ji ji.
Por lo demás... No me obligues a admitir que me caes bien, bastante es que tú ya estés haciendo polvo tu imagen de tía dura con tanto gritito histérico "habéis vuelto, habéis vuelto", ja ja.
Phoebe, muchas gracias, bienvenida y háztelo mirar que no puede ser síntoma de nada bueno, ejem.
Y last but never least, Vega, te leo y pienso, sorprendido de no haber caído antes, en la siguiente coincidencia: La luna tiene forma circular... ¡y la galleta también la tenía! No puede ser una mera coincidencia.
Y no fue estudio, fue claudicación. No se puede estudiar la Gloria, la Victoria. Hacedme caso, en el futuro el homo sapiens será cosa de zoológicos y regirá el mundo el homo puncushipphyus, o algo parecido. Y a los que os quedéis sin evolucionar os echaremos cacahuetes a través de las rejas de vuestras jaulas.