Hoy está siendo un día de saltos; el mundo anda un tanto disperso, tenue, impreciso. Me he levantado después de dormir, por primera vez en no sé cuanto tiempo, más de seis horas (no mucho más, pero algo se nota), y había una oscuridad y un silencio extraños y desconcertantes, que no recordaba yo de otros días en los que al fin y al cabo me levanto a la misma hora.
Pero como una de las pocas cosas que le reprocho a la vida laboral es que no te deja mucho tiempo para cavilar (si esto me pasa en la época universitaria hubiese sido capaz de quedarme toda la mañana acodado en la terraza, mirando, a ver si descubría qué tiene el día de hoy de raro) he tenido que aplazar la filosofía para un día festivo, he recogido los trastos y he salido de casa para encontrar, en el este, una muralla de nubes lejanas que explicaba la oscuridad tan tibia de esta mañana. Y sobre ella el sol manchaba el aire de luz. Bandadas de pájaros volaban en silencio en dirección al sur, lejos sobre los edificios, y entre su efecto, el silencio, la luz y la poca consistencia de la realidad todo se ha convertido en una escena de Ghost in the Shell: Innocence a la que se le hubiese suprimido el barroquismo oriental de los edificios. Yo, qué remedio, he sonreído feliz y me he montado a un autobús.
Y tras el paseito de todos los días y los rituales de transportes públicos he llegado a la oficina, a seguir batallando con el Linux, al que le voy cogiendo un cariño que no sé por qué llamo cariño si es devoción, y que me sigue dando patadas en los morros cada vez que mi ignorancia me lleva a un callejón sin salida, o sea casi constantemente, pero van saliendo cosas y ya he conseguido lo que se supone que tenía que hacer, pero sigo jugando con él a ver si voy pillando soltura y empapándome de cómo funciona... es decir, voy haciendo lo que en su día soñé en hacer, volver a ponerme delante de un ordenador para descubrir y aprender cosas.
El caso es que mientras hago eso este ordenador está al lado, y yo voy escuchando música en él y leyendo si viene Kaká o no al Madrid en los ratos muertos o en esos momentos en los que hace falta pensar así en standby, y de pronto ha empezado a sonar Last Fareweel, de Kula Shaker, y otra vez el mundo ha vuelto a diluirse para descubrir a mi alrededor, de pronto, el humo espeso de un millar de cigarrillos y las paredes de brillante y oscura madera barnizada de un pub japonés semidesierto, en un rincón del cuál una banda toca una música tan lenta como el humo de los cigarros que atrapa la escasa luz dorada del local, y los asientos son de cuero y no hay mucha gente y yo me quedo pensando qué increíble poder de sugestión puede tener la música, qué vívida es la escena, absolutamente imposible y absolutamente realista.
Y qué bueno es tener canciones que pueden transformarse en un asiento en una mesa del rincón de la izquierda de la barra donde poder pedir un whisky con hielo y un Bloody Mary mientras el piano desgrana las últimas notas de cada noche sin sospechar que cada noche es interminable, un lugar donde descansar y donde huir del cansancio, de la rutina, del tráfico, del calor, del sol, de las mujeres que dicen no y de la programación nocturna de la televisión.
Pero si no me fuese de aquí no podría volver, así que apuro mis bebidas, saco un par de billetes con símbolos extraños a los que no me acostumbraré nunca, intento calcular la propina exacta y salgo camino de la lluvia de Tokio a principios de Noviembre mientras me abrocho la gabardina, me calo el sombrero, enciendo un cigarro y camino de vuelta al mundo real, donde el otro ordenador me espera deseando darme otra paliza, ansioso del siguiente pulso.
Y nadie me dice adiós, porque aunque muy de cuando en cuando, siempre vuelvo a este lugar.
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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.
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