4.4.06

La infancia, esa edad sobrevalorada

Le pido prestada a Cortázar esa gran cita como título, porque hoy, no sé por qué, me ha dado por pensar en mi infancia, y desde que me leí 62/Modelo para armar, siempre que pienso en la infancia me viene esa frase a la mente.

Todo ha venido por culpa de mi nombre, que como sabes es bastante común. Por ejemplo ahora mismo en la oficina estamos cinco personas, de las cuales el 40% nos llamamos así. Estoy mintiendo, porque en realidad aquí hay más gente, pero están encerrados a los despachos, tal vez continuando la partida de tetris mobiliaria que hemos empezado esta mañana, cuando nos hemos puesto a cambiar muebles de sitio para hacerle hueco a un par de mesas y un par de sillas nuevas.

Siempre ha sido así, un nombre muy común que, por lo tanto, le quitaba todo su sentido al hecho de tener nombre. Se supone que un nombre es algo que te identifica, que te describe, que te distingue frente a los demás y te señala como destinatario de información: Todo eso no sirve para nada cuando te llamas como el 40% de la gente, claro. El caso es que en el cole había otros dos Davides en mi clase, y se llamaban David C. y David S. Cuando nos hacían colocarnos por orden de lista a mí solía tocarme junto a mi tocayo S., lo cuál hacía aún más complicado distinguir a qué David se referían los profesores cuando nos señalaban, pero no me importaba, porque en fin, aquel David me caía muy bien. Debía ser así, porque recuerdo que durante al menos un año él y yo compartimos pupitre. Pero de nuestras peripecias de pupitre compartido hablo luego.

Antes unas palabras sobre el otro David. Bien, él era el David Deportista. Le recuerdo, cuando éramos unos mocos que apenas llegábamos al pupitre, sacando molla y luciendo bíceps, lo que a esas edades tiene un patetismo que yo entonces más que ver apenas acerté a intuir. Cuando jugábamos al fútbol y los capitanes de los equipos pedían jugadores alternativamente, él era siempre uno de los elegidos en primer lugar, junto con otros hábiles atletas cuyo talento, a esa edad, permitía soñar con un futuro de estrella del fútbol, que luego terminaron mayoritariamente siendo los pioneros en el sexo, las drogas y el alcoholismo, cuando llegamos a la adolescencia, pero eso es saltar demasiados capítulos hacia delante. El caso es que David C. solía ser de los primeros elegidos. ¿Y el otro David? El otro David, que también era un buen jugador, estaba hecho de otra pasta, y él no era elegido, él era siempre de los que elegía. No es que fuese autoritario, un mandón ni nada por el estilo, era que, simplemente, se le daba bien, y a todos nos parecía un buen chaval, razonable y listo, y siempre se le proponía como capitán. Y yo debía caerle bien, porque a pesar de que yo pertenecía a ese último grupo de deportistas no agraciados que eran adjudicados por sorteo según la mala suerte fuese llegando, solía terminar siendo elegido por él, y formando parte de su equipo. Yo a esas edades ya intuía que alguna verdad esencial de la probabilidad sugería que el hecho de no terminar jugando la mitad de las veces con él y la otra mitad contra él sugería que me tenía algún tipo de simpatía (improbable) o que veía algo en mi fútbol que los demás nunca encontramos (imposible), al menos hasta que descubrí, muchos años después, lo que me divertía dar patadas a mis compañeros. Yo creo que, en secreto, los dos le teníamos algo de tirria al otro David que lucía nuestro nombre con unos aires que no nos convencían mucho, pero aquí entro en el terreno de las divagaciones y la suposición, y todavía no me apetece pisar esa hierba sobre la que voy a tener que caminar después.

El caso es que nos hicimos amigos, o al menos todo lo amigo que puede uno ser a esas edades, cuando uno está aún sujeto a los azares del destino y mil golpes de oleaje de la vida pueden hacer desaparecer una amistad dura como el pedernal en la sima del olvido (donde, si hay suerte, podrá uno pescarla desde su blog, un día, quien sabe), y nos pusimos a compartir pupitre, lo cuál era algo muy importante, porque pasábamos del orden de ocho horas en esos pupitres, codo con codo, y aquello podía ser un suplicio si tu compañero era un coñazo. Pero nosotros lo pasábamos bien, inventábamos juegos estúpidos y entretenidos con cualquier cosa, éramos chavales ocurrentes, él con la fantasía que le daba esa inteligencia precoz que tenía, y yo con la habitual de un hijo único acostumbrado a embestir ante cualquier escapatoria al aburrimiento, por angosta que fuese.

Y en esas pasaba el curso, cuando llegó la elección para delegado de la clase, y recuerdo que David S. se presentó, o lo presentamos, porque todos lo queríamos de delegado, y frente a él, esto ya no sé si lo recuerdo o es el eco de una fantasía que insiste en llamarse recuerdo, se presentó nuestro tocayo, David C. ¿Por qué? Supongo que por afan competitivo. La gente habla maravillas del espíritu del deporte, sobre todo en época de Olimpiadas, y yo qué quieres, lo veo como un ejercicio de egoísmo: Que si yo corro más que tú, que si yo salto más lejos, todo ese tipo de cosas que a mí, probablemente porque nunca las conseguía, siempre me dieron igual, o eso me decía. Vaaale, soy sincero: Ser hijo único, por lo que he visto (no sólo en mí) le hace a uno propenso a intentar recibir la atención de los demás, tal vez acaparándola, si se puede, pero yo con el deporte no tenía manera, y a mí en realidad esa faceta egoísta, creo, se me manifestó más tarde, y siempre se contrarrestó con mi timidez paranoide. En fin, que probablemente por el afán de competir, o sea por el afán de ganar, humillar y saberse mejor, David C. se presentó como alternativa política, o quiero recordar que se presentó, y naturalmente perdió. Éramos niños, pero no éramos imbéciles, y entre un aspirante a matón de playa (estoy siendo injusto con él, lo sé, pero entiéndeme, él ganaba, yo perdía, y la envidia de entonces, que ha tenido mucho tiempo para retocar mis recuerdos, habla por mí) y un chaval decente, majísimo y que nos inspiraba una confianza absoluta y merecida... pues no hubo color. Así que mi compañero de mesa era el delegado.

Muy majo, como tantos otros chavales que entonces conocí y ahora he olvidado, pero a David S. creo que nunca podré olvidarlo por una anécdota en concreto, que dice mucho de su carácter, y que ninguno de nuestros compañeros de entonces supo jamás. Un día teníamos que entregar una redacción, o rellenar una hoja con respuestas o alguna pavada colegial por el estilo, y bueno, yo, que siempre he sido un poco calamidad, lo había olvidado, así que la profesora, que llegaba tarde a alguna parte, le encargó a David que recogiese los deberes y se los llevase, .así que cuando él fue a empezar la cosecha por un rincón de la clase yo, en un momento y medio a escondidas, rellené un papel a toda velocidad con lo que se nos pedía. Y estaba David recogiéndolos cuando otro querido niño, maldito delator que buscaba ganarse algo sin sospechar como haría hoy, ya de adulto, que ese algo sólo podría ser desprecio, levantó un índice acusador, lo apuntó hacia mí y se puso a gritar que yo no había hecho mis deberes. En torno a mí se reunió un grupo de curiosos, ofendidos porque ellos habían malgastado en esos deberes un tiempo que, suponían, a mí me había servido para ver mil horas de televisión, leer un millón de tebeos y comerme quince toneladas de golosinas, y se oficiaban los preliminares del linchamiento cuando apareció David a mi lado, los detuvo, y se dispuso a probar mi inocencia. No le explicó a nadie el método a seguir, que por otra parte era obvio: Primero me preguntó, y yo mentí. Y después cogió mi hoja de los deberes, colocó sobre las líneas de bolígrafo sospechosas de ser recientes un dedo, y lo movió sobre el papel. La tinta, fresca, se movió. Él levantó la cabeza y cruzamos nuestras miradas durante un instante infinito, yo con el miedo a la vergüenza y el dolor de la traición cometida (al fin y al cabo le mentí) en los ojos, él con algo cristalino, profundo y denso que el pavor no me dejó entender en ese momento, y sonrió y más que decir gritó "¡esto prueba que los hizo ayer, si fuese de hoy la tinta aún estaría bien pegada!".

3 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho esta entrada. Mucho mucho. En mi clase de instituto también habían varios Davides además mio. Uno era David P. y otro David L. Yo no tenía relación con ninguno de los dos. David L. era un chico retraido, típico pollo de instituto, me debe un cero en inglés. Ocurrió que una profesora me puso un cero, por contestarle malamente, y me preguntó mi nombre y número. Se lo dioje hasta tres veces, y el cero se lo puso a David L. que iba inmediatamente antes que yo. Pobrecillo, ni protestó.

    David P. Era la variante deportiva de los Davides. Siempre con esa media sonrisa burlona cuando se aproximaba clase de educación física. El resto también tenía esa sonrisa burlona, pero alejado de la educación física parecía más bobalicona que no burlona. Un día tuvimos que hacer la típica prueba de los 20 minutos corriendo. El chico corrió durante los 20 minutos a aproximadamente el triple de velocidad que nosotros, y aún después de los 20 minutos, siguió corriendo. Al resto de alumnos al principio nos impresionó tal demostración de poderio, las tres primeras vueltas, luego pasó a ser indiferencia, y más tarde en sorna. Ver a un tipo que se había quedado corriendo solo, creyéndose algo mientras todos los demás pensábamos que era un gilipollas, fue una experiencia digna de ser vivida. A final de curso él obtuvo un sobresaliente, y yo otro, por entregar el mejor mural temático de la historia del instituto. Eso le dolió, lo sé.

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  2. Joder, es que duele mucho ser una nulidad en gimnasia, yo las pasaba fatal, estaba gordita y era torpe y miedosa...que curioso, justo como en la actualidad... Bueno, el caso es que mi mejor amiga, que no se llamaba David y que visita este blog a veces, era un hacha en gimnasia, hasta la llevaban a hacer exhibiciones por los colegios, yo la admiraba mucho, me parecía de otro mundo poder hacer esas cosas en las paralelas y demás aparatos. Yo esperé hasta el examen final de 8º para saltar por primera vez el potro´, jamás lo había conseguido antes, toda la clase me aplaudió y yo lo recuerdo como uno de mis mejores días, pero lo que nunca se me olvidará será ir corriendo aterrada y la cara de mi amiga esperando para ayudarme junto a la profesora musitando: tranquila, tranquila... Ella fue lo mejor del día.

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  3. Pues yo no estoy de acuerdo con Cortazar en esta ocasión.

    Mi infancia fué una de las mejores epócas de mi vida, incluso deseaba a veces morirme de lo buena y feliz que era yomisma, claro, que había un alto porcentaje familiar que no estaba de acuerdo con esto de que yo era buena...ahora que piensan que lo soy es cuando realmente soy mala.

    Lo del nombre... uff para mi eso del nombre siempre ha sido un martirio, me han llamado y me llaman de tantas formas que parezco el genio de la lampara.

    Y por lo contrario a tí, a mi me cogian antes para jugar al matao o al rescate que para hacer algún trabajo, afortunadamente mis suspensos me los gané yo solita a pulso y nunca impliqué a nadie en ellos, por lo que nadie me odió nunca y siempre estuve rodeada de amiguitas.
    Pero solo conservo a una. Me sentaron con ella en 5º, y le cogimos tanto gusto, que en cuanto podemos nos volvemos a sentar juntas en algún lado.
    Eso si de pie... ya no nos llevamos tan bien. ;)

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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.