5.12.09

la batalla contra el dragón

Aunque parezca mentira, con la cantidad de friquis que hay por el mundo haciendo música (tantos que parece que no hay no-friquis musicando, o desprendiéndose de la friquez por un momentito para hacer algo serio), existe alguna canción decente sobre dragones. Por ejemplo Dance of the Dragon King, de Spiritual Beggars, que no está en Google, aunque sí la que va justo después en el disco, que a fin de cuentas suena parecidilla, y que es esta:



En fin, dragones. Nos gustaban los dragones, bichos de 10 o 20 toneladas que escupían fuego, erizados de espolones, colmillos y garras, recubiertos por una armadura de escamas y movidos por una sangre que, para más inri y recochineo cuando conseguía uno taladrar su piel, era corrosiva.

Igual que una buena traca incluye un petardo final de espanto, cada una de nuestras partidas incluía un inmenso dragón al final (a veces algún otro antes, pero el del final era el bueno). Y olvídate de el rollo de la épica fácil en la que los aventureros personajes iban por ahí degollando bestias míticas como quien decapita amapolas: nuestros enfrentamientos con los dragones, punto final y colofón de toda la narrativa veraniega, eran bastante duros. La estadística era que entre la mitad y la totalidad del grupo palmaba en ese último round. Y la batalla de aquel verano, con Perico concentrado en la tarea de aniquilar al grupo y yo en la de llevar adelante las reglas dio esa dualidad maravillosa en la que yo, el maquinista, no podía dejarme llevar por romanticismos que salvasen a nadie, ni él podía distraerse en consideraciones ajenas al objetivo del dragón.

Sucedió todo, como suelen suceder estas cosas, en una cueva, en lo alto de un risco nevado. Una cueva grande y espaciosa, en la que el dragón, incluso, podía levantar el vuelo si lo creía conveniente, como luego sucedió. Así que allí se plantó el gran grupo, porque eran bastantes jugadores, esgrimiendo lanzas, espadas, mazos y mandobles, y el dragón abrió la boca, convirtió al primer guerrero en una pila de cenizas y hierro fundido, y comenzó la Última Batalla de Aquel Verano.

Había uno que llevaba un personaje cuya mayor particularidad era ser inmensamente gordo, porque nuestro Rolemaster, oiga, que para algo éramos así de friquis, era el de la versión americana, y el peso iba en libras, así que cuando determinamos lo que pesaba aquel personaje hubo una cierta confusión por eso de hablar yo siempre en libras y apuntar los jugadores sus pesos en kilos, y en fin, que aquel mostrenco pesaba unos doscientos kilos, en lugar de las doscientas libras que bastan para formar un bárbaro contundente.

Y Perico logró sacarle partido cuando decidió atacarle con una de sus garras (algo habitual) pero (y eh aquí el talento de Perico) no pretendiendo desgajarlo cual mandarina, sino atraparlo. Lo consiguió, y la siguiente maniobra fue lanzarlo sobre un monje que manejaba una naginata con bastante soltura. Y la siguiente, rociarlos a los dos con un buen chorro de llamas. Ahí murió el gordo. Al monje, que acabó ese asalto con una pierna rota y una armadura extra hecha de manteca fundida, casi lo mata pero le salvó aquel error de conversión de masas que nos resultó gracioso conservar.

Y siguió el combate y llegó mi despiste, el olvido de todos menos de uno y La Trampa; quedaron al final el dragón, ya malherido pero aún seria amenaza, y el monje, que tuvo su golpe de suerte, como antes la tuvo aquel goblin experimental que aniquiló al personaje breve pero estelar de Perico, al principio del verano: su tirada abierta y su crítico por encima de noventa.

Y el dragón cayó muerto, y el monje sobrevivió a la salpicadura última de su sangre. El jugador que lo llevaba saltaba de alegría, "¡lo maté, lo maté!", era el superviviente del verano, el asesino del dragón, nuestro campeón. Y ahí estábamos pensando el chorro de puntos de experiencia que se iba a llevar aquel cabrón cuando con mal disimulo dijo "aunque huyyy, ahora que me acuerdo, que hace una hora me rompí la pierna cuando el gordo me cayó encimaaa".

Tramposo.

Fallo mío, por no recordarlo, porque era mi tarea. Hipoputez suya, porque si otra cosa no todos éramos honestos con la partida, con Las Reglas. Perico empalideció por segunda vez aquel verano, porque el dragón habría ganado la partida, porque él, finalmente, habría vencido, habría reunido a todos los personajes con aquel, suyo, que virginal y recién salido del proceso de creación de personajes, cayó directo a la tumba.

Así que donde las dan las toman; concluimos que el personaje había vencido, sí, y que la rotura de su pierna no era muy grave y que no se había perjudicado por la misma en la batalla por el subidón de adrenalina. Pero que ya disipada, tenía toda la penalización efectiva.

-Y en fin, estás en lo alto de un risco en la cima de esa montaña helada. Tendrás que escalar montaña abajo para salir de ahí, para que te atiendan la herida, ¿no?

Asintió. Le tendimos los dados. Rodó ladera abajo y murió, estampado contra las rocas del fondo de un abismo.

No es una conclusión muy buena para mi yo narrador, porque el mundo no es así, no hay karma, no hay compensación cósmica, no hay rencor. Vale, bueno, pero aquel tramposo palmó. Y todavía hoy recordamos yo y sospecho que al menos Perico aquella batalla de aquel verano, qué tiempos aquellos.

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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.