En su infinito ansia de proporción de consuelo los Gobiernos de esta, la Urbe en la que otros y yo vivimos, han pasado como un año cortando, al azar, tramos de cierta línea de metro, para que otros y yo, que la utilizamos para ir a nuestros trabajos, sectas y ocupaciones no caigamos en la rutina y la costumbre, que son a los ingredientes de las depresiones otoñales lo que las patatas a la tortilla española.
Por eso, cada dos o tres semanas, durante todo este año, otros y yo hemos tenido que ir trazando nuevas rutas en los planos del metro para ver cómo nos las ingeniábamos para llegar a nuestros destinos, una actividad que le aporta a la vida y a las modorras mañaneras un carácter de aventura la mar de entretenido, porque no es lo mismo meterse todos los días a la misma hora en un tren que te lleve a donde sea en el mismo tiempo que andar por ahí pululando y explorando como quien busca las fuentes del Nilo.
Fue gracias a esta ocurrente costumbre de los Gobiernos de esta, la Urbe en que otros y yo vivimos, que descubrí, por cierto, que si cojo la línea de metro en cuestión cuando está libre de obstrucciones por entretenidas obras (la excusa oficial de los tímidos Gobiernos para los cortes) y la dejo aquí a las puertas de la secta, cosa posible por ser línea directa, tardo en el recorrido diez minutos más que si la dejo al poco de cogerla y empiezo a hacer transbordos entre acordeonistas, tonadilleras y carteristas por el subsuelo de Madrid.
Así que pese a que ya la han reabierto, sé que tengo una forma de venir que es más corta y mucho más entretenida, aunque el método original de la línea directa aún me merece cierta simpatía, porque siendo como soy una persona de carácter digamos vago y tendente a minimizar mis actividades motrices podía venir sentado todo el camino (o, en caso de montar en un convoy particularmente perezoso en el que se hubieran acumulado viajeros de más, podría colocarme frente a la carpeta y las coletas revolucionarias de alguna estudiante de universidad y sentarme en la parada en la que todos ellos se apean en ruidosa y alegre manada), mientras que por las nuevas rutas por lo general tengo que viajar de pie y, las más de las veces, apretujado.
Entonces, me dije, lo mejor será optar por la vía lenta/sentada, sabiendo que si por lo que sea me despierto un poco más lento de reflejos de lo habitual o tardo cinco minutos más en leer el As y tomarme el primer café del día puedo recortar la diferencia mediante el trazado alternativo.
Obviamente, desde que pensé eso me he dormido queriéndolo o no todos los días, y he tenido que venir todos los días por la ruta aventurera.
Lo peor de ella son los viernes. Como los viernes en la secta antes que llegase la libertad vestuarial de la que hablaba ayer (perdón por poner un link que equivale a darle al botón de avanzar página) eran conocidos porque la hora límite para llegar son las 9, en vez de las 9:30, y como mi ansia juguetona me hace siempre buscar los límites, todos los viernes por la mañana tengo que viajar para acá con bastante prisa y, naturalmente, media hora antes.
Así que esta mañana pensaba yo en cómo cambia un elemento más o menos fijo (el metro, con su trazado más o menos –quizá no mucho, pensándolo bien y pensando en mi querida línea directa– inamovible, las escaleras mecánicas, los trenes) dependiendo de la hora, y que la ciudad, en realidad, tiene la composición de una cebolla, con sus miles de capitas dependiendo de la franja horaria, y cómo un viaje que entre semana puedo hacer con espacio para respirar y mantener un libro abierto ante mis ojos los viernes tengo que hacerlo con un carrito de bebé incrustándoseme entre las piernas y quince personas intentando volcarme en él aplastándome las espaldas.
Entusiasmado con mi estúpida hipótesis de las capas, me he puesto a aplicarla en otros contextos, por ejemplo el de los bares, y las distintas calañas que, según la hora, los pueblan, que no son los mismos a la hora de la apertura que a la del cierre.
Pero según he pensado eso mi cabeza, que siempre fue muy buena buscando contraejemplos, se ha dicho a sí misma “bueno: muchas, muchas veces tú y estos amigotes tuyos habéis abierto y cerrado un mismo bar sin moveros más que para ir al baño”.
Y he pensado que si esta, la Urbe en la que otros y yo vivimos, fuese una fruta hecha por capas y capas de pieles y nutrientes, entonces nosotros somos los gusanos que, perpendiculares a la superficie y apuntando a su corazón, nos estiramos durante muchas de ellas.
A lo que me he vuelto a decir a mí mismo “¿acaso me estoy llamando gusano, gusano”?
Y efectivamente, creo que así ha sido.
Cómo no me va luego a faltar al respeto la gente si yo mismo me trato así.
Cuando se te va la o., que es con frecuencia, ... molas, sí.
ResponderEliminar"tendente a minimizar las actividades motrices" me ha encantado.
A mí el símil de la cebolla no me parece acertado, lo siento.
ResponderEliminarPi, graciaaas, y holaaa.
ResponderEliminarPortorosa, es usted un gafotas.