Y no me refiero a la marca de tomate ni al tipo que hacía el tonto (mal, porque el señor Depp lo hacía estupendamente bien) en Piratas del Caribe. Me refiero a un niño que iba conmigo al colegio, cuando yo también era un niño, que fue una cosa que me pasó una vez y se me curó con el tiempo. Ah, la infancia, esa edad sobrevalorada, que escribía Cortázar (perdón por la digresión pedante, es que para tres citas literales que me sé de memoria tampoco pasa nada porque ponga una, ¿no?). Orlando era un chaval que nos caía bien a todos, morenísimo siempre, con el pelo rizado y con un don realmente acojonante para el resto de la clase.
Porque en nuestra clase del cole, como en toda agrupación de niños, los había con algún talento, que eran reconocidos y respetados por él (por ejemplo había un tal Manuel que era una puta enciclopedia con patas en todo lo relativo a animales, o en fin, aquellos que cuando jugábamos al fútbol eran capaces de coordinar las piernas, y que todos veíamos jugando en el Madrid de mayores, cosa que creo que ya no va a ocurrir), y luego estábamos los demás, o bien con habilidades anónimas, como la mía de mirar a la nada durante todo el horario lectivo, que no despertaban ningún aplauso ni ningún asentimiento honroso de la estratificada mafia infantil. El talento de Orlando era que sabía caerse por las escaleras: se colocaba en lo alto de la que fuese, alguien se ponía debajo con la mano en la cadera, fingía desenfundar y dispararle con un arma invisible y acompañando el gesto con el preceptivo “¡pañum!” y blam, Orlando fingía ser alcanzado y caía rodando por las escaleras. Quedaba al pie de las mismas, retorcido y desmadejado, hasta que alguien comenzaba por fin a asustarse. Y entonces Orlando se ponía de pie, tan pancho, y se mataba, sí, pero de risa.
Fue épica la primera vez que le vimos hacerlo en las escaleras de entrada al gimnasio-semisótano con colchonetas del cole, pero más épica aún fue aquella otra vez que una profesora le vio hacer su numerito. Visto el escándalo, comenzamos a cuidarnos mucho de que ningún adulto asistiese a sus experimentos de extra hollywoodiense.
Hoy me he acordado de pronto de Orlando cuando íbamos a comer y la tipa que nos recita la programación basura ha comenzado su tortura diaria. Probablemente mi mente, despavorida como gato en encimera de cocina ante la aparición de la cocinera, se ha escabullido por el primer hueco mental que ha encontrado, y habiendo tantos ha saltado al azar por ese que ha caído directo en la memoria de aquel niño tan gracioso que se caía tan bien como caía.
Hoy me he acordado de él, pues, y me pregunto, obviamente, qué habrá sido de él. Pero como no recuerdo ni su apellido ni nada por lo que tratar de rastrearlo (nada que restregarle por el hocico a Facebook antes de chasquear el látigo y gritar ¡busca, Sproket, busca!), sólo puedo recurrir a la lógica y al sentido común, y asumir que Orlando debe estar o en Almería currando en algún pueblo esos del Far West Costra, o en silla de ruedas.
Esté donde esté, un saludo y gracias por tantos recuerdos espectaculares e impagables de mi niñez.
Es que en serio, ¡cómo rodaba escaleras abajo!
yo también tengo mi propio Orlando, todos tenemos un Orlando en nuestra vida. O un Solís! :)
ResponderEliminarUna abraçada.
Jordi
Un trueno, ese chaval. En el colegio se necesitaba un poco de alegría.
ResponderEliminarAl menos, podrás recordarlo siempre así.
Yo no recuerdo a nadie de mi colegio que tuviese alguna habilidad especial... quizás esa es mi habilidad especial, no acordarme de ellos :P
ResponderEliminarPD: menudo susto esta mañana cuando vi que tu blog había sido borrado...