Al final la migración al este va a ser mucho más repentina de lo que llegamos a pensar, pero no importa. Decidimos plegarnos a la suerte, no pensar demasiado donde ir, visitar esta mañana las ruinas mayas (los mayas nos caen mejor que los aztecas. Eran más intelectuales, menos guerreros, y mataban gente, pero al menos no a cientos), y luego venirnos a la urbe y coger autobuses según la hora y la conveniencia, decidir la ruta en función del cartel de partidas de la estación.
Nos ha dejado poca opción: a cualquier punto intermedio al que quisieramos ir tardaríamos cinco o seis horas en llegar y llegaríamos en mitad de la noche, y a Playa del Carmen salimos a las 8 y llegaremos a las 7 de la mañana. Lo menos complicado. Así que toca ver playa, y en fin, los margaritas, las micheladas, qué le vamos a hacer, habrá que resignarse al vicio.
Allí además me quedan amigos de la Muchacha por conocer. Hablando de ellos dijo el Chapu que Tulum y Playa del Carmen parecían haber sido hechos para ellos, para ser su ambiente. Da miedo pensar que de todos los que hemos conocido se supone que los más fiesteros (aunque el Chucho y Oswaldo lo sean un rato) son los que aún no he visto.
Nos hemos hospedado en el Panchán, como creo haber dicho ayer. Cenamos y diluvió, un diluvio de los que uno espera en la selva, de los que se ven en las películas. Solo que el Dolby Surround de la realidad es aún mejor que el del cine, claro. Incluía tormenta, así que le pude dar rienda suelta a ese vicio mío de contar los segundos entre el relámpago y el trueno, de calcular la distancia del sitio en el que cayó el rayo. Del primero conté hasta uno y medio. Así sonó. Impresiona, ahí, rodeado de montañas verdes que dicen que son árboles, con el aguacero cayendo compacto, victorioso, apoteósico. Después dormimos en una cabaña acunados por los ruidos de la selva. Los monos (los changuitos) gritaban sobre nuestras cabezas y en las ventanas, jugando a agitar las ramas, a prolongar la lluvia. Por el día la jungla es un hotel humano, un conjunto de restaurantes y bares y demás. Por la noche los animales la reclaman como suya, y los perros, urbanitas sin saberlo, no saben dónde meter el rabo, dónde mirar asustados. Y los insectos dan pequeños pasos para ellos pero grandes pasos para la Insectidad, y plantan sus agijones en nuestros tobillos y nuestros codos.
Todo lleno también de hippies, por cierto, lo que me hizo hacer un comentario que la Muchacha celebró con jolgorio: viéndoles con los pelos largos y las chanclas de cuero y las camisetas raídas, viéndoles aquí igual que en la India o Madrid o cualquier lugar, están globalizados contra la globalización, esa palabra que profesan aunque dicen que les da alergia. Ah, los hippies. Sin el LSD y los 60, protestando por la lentitud de Internet y la temperatura de las quesadillas, las cosas ya no son lo que eran.
Y hoy hemos ido a ver las ruinas, como decía. Me queda claro que si los pueblos mesoamericanos no inventaron la escalera al menos deberían recoger ese mérito. Mira que las usan por todas partes en las pirámides. Y que los Mayas definitivamente sabían cómo hacerse un jardín bestial: desde la puerta de los templos hasta que se acabe la selva, toma árboles y lianas y arroyos y claros y bichos y más bichos por todas partes.
También me ha quedado claro, con tanto sube y baja, que no debía haber muchos sacerdotes mayas con problemas en el oído interno.
Y poco más. Ahora nos toca hacer tiempo hasta que salga el autobús, dentro de 7 horas y pico. Comeremos, tomaremos unas chelas, nos buscaremos una cantina cómoda en la que leer un rato y tomar un café. Y luego, lo dicho, resignación, y rumbo al paraíso en la tierra, a tirarnos en la playa, ponernos morenos y tratarnos bien.
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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.
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