Voy tachando cosas de mi lista:
· Jugar mucho al Niforespí.
· Quedar para ir a la casa del libro o similar.
· Quedar para tomar cafés (aunque al final fueron cervezas, pero la indulgencia bien entendida empieza por uno mismo).
· Comprarme alguna peli para poder cumplir el segundo punto de esta lista.
Y hay alguna más que voy a poder tachar esta misma tarde:
· Hacer una foto.
· Ir a una exposición pictórica (mañana, a partir de las nueve o así, en el Café Manuela, por cierto, por si a algún aficionado al arte underground le diese por leerme, que no creo pero en fin).
Y la verdad es que todo lo tachado me lo quité de encima ayer en un rato. Fuimos una amiga y yo a la Casa del Libro, donde aprendimos que quejarse sirve, y que los empleados que tienen allí no son de este mundo. Cuando llegué mi amiga estaba buscando libros de Simone de Beauvoir. ¿¡Y por qué!?, pregunté yo, ¡si esa tía es insoportable!, y luego no escuché su respuesta porque me dediqué a mirar a mi amiga y responderme solito: “dios las cría…”
Cuando volví a prestarle atención gruñía y blasfemaba hablando de la última desordenación de libros que han hecho, que lo ha vuelto todo patas arriba y hace imposible ver nada para gentuza que como nosotros lleva tiempo frecuentando la tienda. Y tras mi amiga, acuclillada, colocando libros, había una empleada de la casa. Intenté decírselo por gestos, pero mi amiga ni caso, ¡que vaya panda, que ya les vale!
Total, que la empleada deja sus libros, se alza, se acerca y, poink poink, le da dos toquecitos con un dedo a la espalda de mi amiga que gira y se sonroja y dice “¿sí?” mientras piensa “ups”. Y la buena mujer le pregunta “¿decías que buscabas a Simone de Beauvoir? Ven, que te indico dónde está, porque si no no la vas a encontrar ni en broma”. Y yo estaba tratando de calibrar si con eso la estaba llamando lerda o no mientras nos guiaba por un paseo laberíntico por el edificio hasta donde antes estaban los libros en inglés (?), y allí nos señala los libros, sonríe y se va.
Y no sonreía en plan “par de gilipollas”, sino “de nada, un placer”.
Parpadeamos asombrados.
Luego yo encontré un libro de Rafael Reig donde antes estaban los libros de cocina de culturas amazónicas (esto ya es un decir, pero entiéndeme), y cuando lo di la vuelta para leer la sinopsis, me encontré en mitad de la misma la pegatina con el código de barras y el precio. Y fue mi turno de indignarme. Que si cómo coño pueden hacer esto, que esto lo hace alguien que desprecia los libros, que esto los editores lo ponen aquí por algo. Así que fuimos hacia las cajas mientras yo pensaba en quitar la pegatina, leer la sinopsis y entregarle las dos cosas por separado a la dependienta, o en acercarme a atención al cliente para decir “perdone, ¿puede decirme qué pone aquí debajo?”
Pero como yo el polemismo lo practico por escrito, por si los bofetones, y como el libro lo iba a comprar igual, fuimos directamente a la caja, y simplemente le dije a la cajera “oye, ¿quién pone estas pegatinas así?”
La cajera lo miró, arrugó el gesto y dijo “ah”, y dijo “eso”. Y dijo “sí, se queja de eso todo el mundo”. Y luego (lo decía así, por capítulos) “nosotros también. Lo hace una máquina”. Y mientras lo cobraba, iba explicando-refunfuñando: “antes lo hacía una persona. Bueno, dos. Pero ahora han decidido que lo haga una maquinita, qué le vamos a hacer…”
Le dimos el pésame mientras aplaudíamos ese estoicismo, y ya nos íbamos cuando ella, pensativa, concluyo: “claro que la máquina tampoco tiene la culpa”.
Parpadeamos asombrados otra vez y nos fuimos pensando que algo huele raro ahí.
Qué implicaciones tiene ese punto de vista, más allá del inmediato “no hay que maldecir al aparato, sino al jefecillo de turno que ha tenido la brillante idea de comprarla para profanar todos los libros y librarse de un par de sueldos”. Imagina esa frase en el contexto de Terminator, de Matrix. Qué culpa tienen las máquinas, las pobres. Es estupendo tener cosas de estas que pensar, la cantidad de tonterías que voy a razonar en los ratos muertos en las escaleras mecánicas del Metro.
Y luego fuimos a que me comprase Sin Perdón y encontré, cuando ya había abandonado toda esperanza, la versión de Los Tres Mosqueteros de Gene Kelly, así que me fui a casa contentísimo, pero preguntándome si aguantaría sin verla antes de reunirme con la Muchacha en la playa, para que pudiésemos verla juntos. Las cosas como son, en un primer análisis no me vi capaz. Pero luego pensé que a fin de cuentas siempre puedo malgastar todos mis ratos libres jugando al Need for Speed con saña obsesiva. Y a ello dediqué el resto de la jornada. Con mucha saña, y con mucha obsesión.
Está claro que la culpa no es de las máquinas sino de los hinjenieros que las diseñan :-D
ResponderEliminar¿lo encontraste tu solito? ¿te encontraste TU la película?? ups...huelo demasiada licencia literaria querido ;P
ResponderEliminarEn cualquier caso, de nada.
unos raros.
ResponderEliminarhay que ir a librerías más pequeñas.
más raras, pero sin pegatinas.
A tu "ser rodríguez" le quedan pocos días: ¡ánimo con esa lista!
Un abrazo