Ayer por la tarde tuve una de esas epifanías en las cuales uno descubre cosas esenciales sobre sí mismo. Fue en esa hora en la que la sangre anda ausentándose del cerebro para atender los affaires de la digestión, había una calma chicha en la Secta y la alta temperatura típica de los lugares con antorchas y reminiscencias dantescas producía una modorra considerable. Y yo andaba como siempre, perdiendo el tiempo, o sea trabajando, y de pronto, muy seriamente, mi cerebro se dijo a sí mismo: No me gusta trabajar.
Y es que no me gusta trabajar. Lo que yo quiero es tener dinero para poder vivir, para pasar las noches buscando los brillos del aire, escribiendo posts chorras, tomándome una copa, vigilando el horizonte por la ventana para ver si finalmente la noche se rinde y llega la apisonadora del alba con sus matices del negro y azul oscuro, y después quizá tomarme un caldito calentito y darle los buenos días a la Muchacha e irme a dormir.
Pero claro, ¿qué hay que hacer para no trabajar?
Por ejemplo, ser rico. Pero ser rico está complicado para nosotros, los que no ganamos euromillones ni descendemos de rancias fortunas banqueras, y también para nosotros, los que gozamos de los siempre entretenidos vaivenes de una mente dispersa que es ufanamente consciente de que jamás inventará el velcro, o el tupperware, o el microondas o la televisión de plasma, algo patentable con lo que forrarse.
La única alternativa que se me ocurre es convertirme en escritor, y engañar o bien a algún jurado o bien a algún público bobalicón para que me suelten una pasta con la que poder pagar hipotecas, facturas del agua, pinchos de tortilla, botellas de Habana, camisetas de Dark Tranquillity y discos de Gojira.
El problema es que para eso, qué faena, hay que escribir algo (hay que hacer muchas más cosas, pero para empezar, bueno, hay que escribir algo). Así que nada, ayer tarde me dije a mí mismo pues ala chaval, ponte, y escribe de una puta vez esa novela que te ronda la cabeza.
¡Qué fácil es decirlo, y que difícil apenas empezar!, porque llegado a ese punto me siento como el asno de Buridan, aquel que llevado por la lógica y enfrentado a dos montones de heno y sin poder decidirse por ir a uno o ir a otro termina muriendo de hambre. Porque no tengo una novela rondándome la cabeza, tengo dos, y eso es terrible.
La primera transcurre a principios del siglo XVIII; un joven oficial de marina inglés desaparece en mitad de una guerra (¿napoleónica, la revolución de Haiti, algo en iberoasia?, y su bella prometida, noble inglesa, acude víctima de la desesperación a los brazos de un viejo pretendiente, un noble degenerado, probablemente artista, enamorado en un secreto nada eficaz de la dama en cuestión. Le cuenta sus penas y él, pese a estar corroído por los celos, hace un par de maletas y acompañado de su criado, de su secretario y de su intolerable sentido de la desproporción y el desprecio por todo lo ajeno se embarca en un viaje que le llevará por medio mundo para buscar al oficial de marina perdido, para traerlo de vuelta si es que por un casual siguiera vivo.
La segunda es más yo, supongo, y habla de un tipo que habiendo trabajado para una mafia algo siniestra y chunga decidió tomarse una jubilación anticipada aprovechando estar en posesión de un maletín lleno de pasta. La mafia algo siniestra y chunga se ha pasado años pidiendo su cuero cabelludo a cambio de un montón de dinero, sin éxito. Pero finalmente lo encuentran, y su exjefe, convaleciente de una enfermedad posiblemente terminal, le ofrece el indulto a cambio de un último trabajo: debe encontrar a una anciana profesora de matemáticas desaparecida.
Y aquí ando yo, debatiéndome entre travesías navales y cañonazos y tipos con chistera que toman café a las 5 en mitad de la jungla, por un lado, y tipos sombríos y mal afeitados que caminan por las calles de Madrid con una pistola al cinto y una navaja en el calcetín.
En parte esto tiene sus ventajas. Mientras permanezca incapaz de elegir entre una y otra, bueno, no tendré que afrontar el hecho de lo único que intuyo de cómo se escribe una novela es que requiere una constancia que yo no tengo. Pero vayamos paso a paso, y dejemos que el paso se pierda mientras yo miro mis dos montoncitos de heno, a derecha a izquierda, y escucho el reloj que corre sin piedad, como loco, como hace siempre, el buenazo autista, el muy cabrón.
Bueno, también está la opción de empezar las dos a la vez y quizá con suerte acabes decantándote por una u otra.
ResponderEliminarSi se puede opinar, a mí me parece más interesante la segunda aunque habría que ver los motivos del jefe para ofrecerle ese trato ¿por qué iba a triunfar ese tipo? ¿por qué no contratar detectives que supuestamente están más cualificados para eso?
Hombre Konrad, si se pudiese contar la novela entera en un párrafo, no sería una novela (aunque, hum, podría ser un best seller, ji ji), sus razones tendrá el tipo para contratar al otro...
ResponderEliminarA mí me gusta más la primera -aunque también te recomendaría empezar con las dos al tiempo, o mejor aún, escribir una única novela alternando, un capítulo de la primera y el siguiente de la segunda- y me gusta más por el poderoso motivo de que me recuerda bastante -no te estoy acusando de nada, estas cosas pasan- al de una de las novelas que más me han influido nunca. La leí a la impresionable edad de seis años -yo era un poco precoz- y durante mucho tiempo sus personajes, historias y paisajes estuvieron tan presentes en mi vida, o más, que la mayoría de las cosas del mundo real. Hablo de una trilogía -Beau Geste, Beau Sabreur y Beau Ideal- que fue muy popular en Europa por los años veinte y treinta -hubo sus secuelas cinematográficas, una con Gary Cooper- y que aún coleaba durante mi infancia, en los sesenta. Conservo todavía los tres tomos de la Editorial Juventud. Tu argumento me recuerda, en concreto, al del tercer tomo. Lo siento, pero te lo voy a contar. El prota -un tal Vanbrugh, qué casualidad- ha estado desde jovencito enamorado de una angelical aristocratita inglesa, Isobel. Pero ella se casó con un amigo de la infancia de ambos, el menor de los hermanos Geste, Juan, el único que sobrevivió a la Legión y a Zinderneuf -eso es el primer tomo-. De modo que V. anda haciendo el chorras por el mundo, visitando Africa en compañía de su hermana María. Cae en medio de una revuelta indígena contra los franceses y sobrevive de milagro. Tiene luego una "postración nerviosa", una cosa que les pasaba mucho en esos tiempos, y en la clínica de reposo se encuentra con Isobel. Ella está también hecha polvo porque su amado esposo Juan, tras regresar de la Legión, se volvió a marchar para rescatar a unos amigos suyos que se tuvieron que quedar allí, y los franceses le volvieron a coger y le condenaron a un batallón disciplinario, por desertor. Vanbrugh, al oir la historia, se siente repentinamente curado de sus males, asegura a Isobel que él va a rescatar a su marido y se enrola en la Legión con ese único objeto. Huelga decir que acaba consiguiéndolo, y entre medias encuentra también a los compañeros abandonados de Geste, que se perdieron en el desierto y se han convertido en jeques -eso es el segundo tomo- y uno de los cuales es, además, su propio hermano mayor -el de Vanbrugh, digo- que se fué de casa cuando él era pequeñito. Y se siente tristemente feliz de volver a entregar a su amigo en brazos de su amada y, en fin, es todo preciosísimo y tan romántico que aún estoy reponiéndome de ello, cuarenta años después, y no he tenido más remedio que contártelo. Por si te decides.
ResponderEliminarSi es que ya está todo inventao, hay que joderse.
ResponderEliminarMuchas gracias por contar esa novela, Vanbrugh, o esbozar el argumento. Siempre viene bien, en parte porque, bueno, es una historia, y las historias es lo que tienen, sino porque en fin, ahora siempre puede uno ponerse a tratar de no copiar aún sin conocerlo algo ya escrito, hum. Como si fuese posible a estas alturas escribir sin copiar algo. Pero bueno.