Supongo que una de las cosas entretenidas que tiene ser un narradorcillo (y llevo dos horas pensando si era presuntuoso asumirme uno o no, y bueno, escribo cuentecillos, por malos que sean, así que narradorcillo soy, aunque sea malo: hay que ver qué paseos por la estupidez le hace a uno dar la modestia) es que no deja de ser un deporte que, además de por escrito, puede practicarse en tiempo real, en vivo y en directo. O más que eso, darse cuenta de que quien más y quien menos ya lo hace, darse cuenta de cómo se hace, y de que ese juego está ahí. A veces no somos nostros, somos personajes, que siguen un papel. E igual que uno va aprendiendo truquillos para definir un buen personaje, puede uno practicar y, como ejercicio, utilizarlos en el día a día, en la definición del personaje que representa, con el maravilloso aliciente de que el público, quien escucha, le va a dar instantáneamente una idea de lo creíble que resulta.
Para eso, no hay nada como un ambiente en el que uno no habla mucho, porque estar actuando todo el rato tiene que ser un coñazo y producir cierta esquizofrenia (un síndrome del agente doble, una confusión de pero quién coño soy yo en el fondo). En mi caso, el trabajo. A mí en el trabajo me gusta definirme como un tipo un tanto desquiciado y un tanto echado a perder… lo que muchos dirán que no tiene mucho mérito, porque eso es exactamente lo que soy, aunque yo a eso contestaré que ahí está probada mi valía inventándome mi propio personaje y haciéndolo creíble, mientras por lo bajini musito que bueno, tampoco es cosa de complicarme y de hacerme pasar por un músico negro de jazz, que algo parecido a mí tendré que hacer.
A lo que iba: contar anécdotas es una forma estupenda de ayudarle a uno a construir el papel de un personaje. Me viene a la cabeza así a bote pronto el policía infiltrado de Reservoir Dogs, con su historia sobre el bolso lleno de coca, el lavabo y los policías con perro, o al Bill de Kill Bill contando la masacre de la casa Shaolin como ejemplos magistrales de lo mismo, mayormente porque en estos tiempos ando yo viendo mucho Tarantino. Y hoy durante la comida hablábamos de anécdotas de coches y de amigos teniendo sexo en coches, cuando yo he visto ahí mi lucecita de “clase práctica a la vista” y me he lanzado a contar mi anecdotilla.
En el instituto, bueno, como en todos los institutos, los alumnos de un mismo curso nos dividían por clases, y durante años no tuvimos mucha relación los unos con los otros. Pero según nos fuimos decantando por ciencias, letras y perdidos de la vida que daban bandazos entre las unas y las otras, hubo gente de unas clases que terminó con gente de las otras y todos terminamos un tanto mezclados. Yo creo que todos salimos ganando con la mezcla aunque me consta que los profesores pensaron justo lo contrario.
En cualquier caso ya en el último año de instituto éramos todos una amalgama curiosa y los chacarrillos de unos eran los chascarrillos de todos, y así fue como me enteré de que una noche de sábado unos se iban de juerga y llamaron a un compañero mío al que llamaré José Luis (que por mi mala memoria probablemente no fuese su nombre real: a la protección de datos por la desmemoria, toma ya). José Luis, con una voz muy tenue, les dijo que pasaba, que estaba malo, y que se lo pasasen bien sin él, cosa que estos se encargaron de hacer como hacíamos los adolescentes de entonces, o sea, bebiendo, drogándose, quemando mobiliario urbano y ese tipo de cosas. Como eran del mismo barrio, volvieron a casa caminando, y en ello estaban cuando, en un descampado, alejado de las pocas farolas operativas y entre otros vehículos solitarios, vieron aparcado la chatarra de coche de José Luis, con los amortiguadores bamboleantes y las ventanillas empañadas.
–¡Qué hijoputa el José Luis –gritaron–, nos dice que está malo y es que se ha ido con la novia a pinchar!
E hicieron lo que cualquier adolescente habría hecho embargado por la alegría de saber que un colega estaba echando un polvo: se abalanzaron sobre el coche y comenzaron a zarandearlo y a golpearlo y a gritar “¡HUH!, ¡HUH! , ¡HUH! , ¡HUH!”
Y cuando se cansaron, muertos de risa, siguieron su zigzagueante camino a casa.
Al lunes siguiente estábamos en uno de esos descansos entre clase y clase que al final eran la única razón que justificaba los madrugones que nos pegábamos cuando apareció un ojeroso José Luis, y claro, comenzaron a bromear sobre lo cansado que se le veía y lo extenuante que tenía eso de estar enfermo. José Luis, extrañado por tanta manifestación solidaria, asentía, algo confuso, mientras mis compañeros de instituto se iban mostrando cada vez más y más sorprendidos sobre el apego que José Luis le mostraba a su coartada de la noche anterior. Que si no sé de qué me habláis, que a qué te refieres, etcétera. Y ya por fin alguien perdió la paciencia y le dijo
–Vamos a ver, José Luis, que no disimules, que no te rías de nosotros, que te pillamos anoche en el descampado, follando con la novia, en el coche.
Y José Luis, perplejo, respondió
–Que no, coño, si yo ni cogí el coche ayer, si se lo llevaron mis padres para ir al Teatro.
Cuando terminamos de reírnos alguien le preguntó si sus padres le habían comentado algo del teatro y un José Luis muy pensativo (quizá inmerso en uno de esos malos tragos que, de adolescente, supone cualquier pensamiento sobre los padres de uno haciéndose guarrerías, quizá tan sólo pensando sobre alguna mancha de la tapicería de su coche cuyo origen sólo ahora descubriese), contestó, con aire ausente, que no, que no le habían dicho nada sobre el teatro, sus padres.
Cuento la historia durante la comida y la gente se ríe. Yo también, malévolo, pensando que otra batallita más de golferío que pasa a adornar la historia de este personaje que soy yo. Y eso que aún me queda por contarles la historia de cuando en Amsterdam nos topamos con San Nicolás, o aquella otra de aquel coleguita de mi pueblo que se cruzó Alemania y Suiza en un tren, sin billete, sin dinero y con una mochila llena de marihuana, encerrado en el baño, mientras los revisores aporreaban la puerta y se turnaban para gritarle. Ah, qué placer contar historias de otros y sentir cómo se te pegan a la piel y quedan aquí, como tatuajes en mi piel, definiéndome ante los pobres compañeros de la Secta a quienes les toca escucharlas.
Aterrizo desde otra área en este tu lugar de anéncdotas entre otras cosas, y la verdad es que como "narradorcillo" es cierto que te da vidilla, pero también lo es en la vida diaria, en conversaciones donde no pretendes darte mucho a conocer, pero te apetece participar, o simplemente caer bien. Claro lo de contar lo de los demás es siempre un buen recurso :-)
ResponderEliminarA veces decimos que la vida imita al arte, pero es el arte el que refleja la vida y, luego, al "usar" el arte, "reaprendemos" a crear personajes con más brillantez.
ResponderEliminarchistes con argumento... me encantan
ResponderEliminarDivina nena: yo es que no puedo estar de acuerdo. Nunca me apetece participar, e intento caer mal. Aunque las más de las veces solo lo consigo conmigo. ¡Es horrible!
ResponderEliminarNán: cierto, cierto. Qué novedad, que digas verdades como puños. ¡Divina monotonía!
Martin: gracias hombre, gracias. Me pongo a sus pies, para que me use de felpudo si quiere. Pero solo eso. Nada de sexo, ¿eh?