Se me ocurren mil formas de titular este post: que si Batman: The Dark Knight a secas, que si Batman crece exponencialmente, que si Batman: velocidad terminal, que si Batman: caída libre, pero me voy a poner sectario cuartelero y lo voy a titular así.
Uno va a ver Batman como uno va a ver un milagro religioso, habiendo escuchado a mil conversos gritando maravillas durante meses y meses y meses. Como cuando se escuchan tantas alabanzas, uno va al cine temiendo, con escepticismo, pero dudando también de su propio escepticismo, porque al fin y al cabo las opiniones de la película son unánimes entre público y crítica, porque a todo el mundo le ha encantado, por lo visto. Pero claro, eso genera unas espectativas y uno, que en el fondo es un cobarde y un soñador, teme soñar demasiado y luego ir al cine y esperar más, esperar salir de allí alucinado, esperar demasiado, y que luego el plato esté bien pero no sea el manjar de dioses al que tanta crítica positiva le hace a uno aspirar.
Pero Christopher Nolan es dios, y si las espectativas se marcan altas, se quedan por debajo de lo que logra la película.
Puede encararste todo esto desde el punto de vista objetivo y físico: cuando una película logra que uno salga a las 9 de la noche del cine en un Madrid en el que aún es de día, aún es agosto y en la calle aún hay más de
Y vamos a lo del thrash metal: lo más llamativo de la película, para mí, fue su estructura. Leí en una crítica, tiempo ha, que el subtítulo de la película, “bienvenidos a un mundo sin reglas” era un mensaje de Nolan sobre el argumento de su película pero, también, sobre la estructura de la misma; que esta película no sigue la estructura clásica que sí seguía Batman Begins, de planteamiento / nudo / desenlace. No, para qué: esta película tiene un planteamiento relativamente corto, y un desenlace de dos horas. Esta película es una carrera sin frenos con el acelerador a fondo. El ritmo de la película es el de un salto sin paracaídas, aceleras hasta la velocidad terminal y luego caes en picado, al límite, pegado a la butaca.
La película, digo sin reventar nada, gira –rodeándolos por una constelación de personajes y actores secundarios de lujo– en torno a tres personajes: Bruce Wayne, con su alter-ego de Batman, el fiscal Arthur Dent, con su propia dualidad, y ese otro del que todo el mundo habla maravillas que tampoco logran hacerle justicia, el Joker del inmenso y difunto y glorioso Heath Ledger, que es el único personaje, quizá, que no se divide en dos lados, que no afronta un dilema: el Joker sólo tiene un lado, tiene clarísimo cuál es, y tiene una profundidad suficiente como para no sólo no necesitar esa dualidad que le de más interés, sino como para resultar un atractor, un agujero negro, alguien que, simplemente, es capaz de aterrorizarte con una simple risa, con esa pedazo de risa que, sinceramente, sí que creo que vale un Oscar póstumo. Bruce Wayne, en esta película, es más Bruce Wayne, más tapadera de ricachón consentido que actúa sin freno ni mesura –genial la cancelación del ballet ruso... que no, caaalma, que con decir eso no destripo nada de la película, que esto no se entiende hasta después de verla–, pero también más poseído por Batman, porque Bruce Wayne tiene que crecer para tapar las zonas a las que Batman, con su disfraz y su panoplia de armas de alta tecnología, no llega, porque a eso le obliga el Joker, alguien que, con la simple fuerza de su nihilismo, su ingenio y su malignidad descarada, asumida y estimulada a tope, le pone contra las cuerdas y obliga a Batman a esa expansión, por un lado hacia el lado descubierto de quien se pone la máscara, y por otro del enmascarado en sí: Batman nunca ha sido (o no debió haber sido) un héroe clásico, Batman se tomaba sus licencias, se las tenía que tomar, pero intentando atrapar a el mal hecho carne pintarrajeada y carcajada psicópata, al mal sin frenos, tiene que soltar el freno él también, sin tener nada claro hasta dónde llegar, sabiendo que cualquier límite que se ponga, cualquier muro que no quiera derribar supone perder la carrera, ser impotente, pese a todo, y no atrapar nunca a la presa. Porque ese es el Joker, el experimentador social del que habla Vega en su post de hoy, el tipo que es capaz de coger a la persona más pura, intachable y honesta de Gotham City, el Caballero Blanco, y demolerlo pieza a pieza.
En fin, intenta uno hablar de los tres personajes protagonistas, y todo termina girando en torno al Joker. Pero es que eso es Batman: The Dark Knight. Un viaje a los infiernos, de la mano de un maquinista loco al que le importa todo tres pepinos, que el tren se estrelle, que le tiren de él en marcha o que le quiten la vía, porque lo único que él quiere, lo único que él pretende es acelerar a tope, romper todos los límites y luego ver qué pasa, y reír, y grabar vídeos histéricos, y ser un asceta de la destrucción que, aunque lo pide todo, luego no lo quiere, porque como bien dice en un momento dado de la película a él le gustan tres cosas, que son la pólvora, la gasolina y la dinamita, que tienen algo en común: que salen muy baratas. Y aún así, qué tremenda rentabilidad les saca.
Épico Batman. Épico, en la otra dirección, el Joker. En torno a ambos, hilo conductor, espejo de ambos a su manera, épico Harvey Dent. Épico el guión, que va sobrado, que transgrede todo, absolutamente todo lo convenido en el cine de acción, en el cine en sí. Épica la música, con sus silencios y sus transiciones agudas. Épica la imagen, que bebe de y recuerda a Michael Mann. Y épica la película, que, y de esto se puede deducir el mismo algo, aún ahora, sólo en una oficina con el aire acondicionado al tope y ya lejos del cine y de todo, consigue ponerme los pelos de punta y quitarme el dolor del pie cada vez que recuerdo algo, cualquier detalle de ella.
Pues después de esto, ya solo queda decir que a mí también me gustó :-D
ResponderEliminarY a mí. je.
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