19.12.07

los dos últimos regalos


En este cumpleaños con pinta de interminable (siendo la fiesta en enero y siendo el futuro esa pista de despegue tan larga, desde aquí se ve así, interminable) no paro de recibir regalos. O paro después de cada uno de ellos, pero luego llega otro, cuestión de definir amplitudes de intervalo y de clavar banderitas en el presente, que es lo que viene a ser el pensar en el ahora y en conceptos como último, en fin, típica reflexión mañanera de café que disipa calor en busca de la tolerabilidad y de rumor de tráfico de fondo, mi oleaje privado de alma de secano.

Y los dos últimos regalos han sido preciosos y me hacen dar saltitos, hacer cabriolas y en fin, toda esa clase de bobadas que alguien hace cuando no lo diré no lo diré no lo diré y le pasan cosas como que mañana tras mañana se descubre (esto que sigue es una definición) amaneciendo siempre con la nariz enterrada en ese preciso lugar de la almohada donde la cabeza de la muchacha descansaba mientras ella recolectaba sus sueños sanguinarios y psicópatas, y con la sonrisa del lobo que sueña con escaparates de carnicerías.

El primero, una absoluta sorpresa, fue el disco del que sale la canción que ilumina y acompaña este post. Para un elitista musical militante como yo, hay algo infinitamente delicioso en escucharla y pensar que he sido la primera persona a este lado del Atlántico en escucharla; La canción es de Incandesce, el disco de John Berzanske, amigo mío de cierto foro y ya de siglos, como quien dice, un músico genial y desconocidísimo que ha tenido la infinita puntería de mandarme su disco y hacer que llegue a mi buzón, a través de los cielos y sobre los océanos, el mismísimo día de mi cumpleaños, con el mérito añadido de que el muchacho no tenía ni idea de cuándo era mi cumpleaños. Lo escucho y ronroneo. Bellísima portada, inmenso John.

El segundo, un absoluto primor, es un librito adorable y minúsculo como un planeta en minuatura de hojas desiguales y geniales, en las que pone cosas como

El viaje fabuloso
imóvil en el vértigo
(tu pelo tus orejas)

el viaje lancinante
las hélices del salto
el fragor del que cae
(tu nuca tu garganta)

el ancla remontando con sus algas tu limo
la bocina en la niebla
(tu espalda tu cintura)


Yo sacudo la cabeza y me salpico de café, asiento cerrando los ojos, y pienso que claro, que es normal, que en lo incomprensible siempre están las mejores explicaciones (única defensa del ignorante respecto a la poesía si uno quiere mantener el equilibrio y no llevarse el impacto de lleno entre los ojos, supongo) y que los 32 años, por ahora, van estupendamente.

Así que jóvenes: no temáis a esta edad. Por ahora, por lo visto, es un gran número. Aunque sea tan par y tan poco primo.

Y me voy, que llego tarde a la secta.

1 comentario:

  1. Ay, David, David, he borrado tres veces este comentario... Si es que cuando uno entra a los treinta la vida se empieza a ver de otra manera, y cuando va avanzando en la década todo va encajando, a su manera, aunque no sea camino a lo que imaginábamos perfección, pero es todo taaaaan bonito, que hay que pararse y mirarlo desde fuera para deleitarse en su belleza.
    Un abrazo!

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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.