Y además los días de las peticiones creo recordar que son los martes.
En fin, perdón por la parrafada, como siempre, vamos con el cuento y aviso, este es más largo que el otro. En cualquier caso se impone empezar con una foto de Talavera y empezar y terminar con dos canciones,
A Elena, por la idea y esas cañas
Colgaste el teléfono con una sonrisa vacía, sin saber exactamente de qué habías hablado. Paseaste la vista turbia por la habitación en desorden eludiendo la 45 que esperaba paciente sobre la cama sin deshacer. Fuera ya era media mañana, domingo, primavera, mierda. En el suelo una botella vacía de vodka, tu camisa, libros caídos de la mesa donde se amontonaban los exámenes por corregir evocando a los alumnos, pequeños cabrones, ah si me vierais ahora. Poco más que ver en la habitación, la puerta abierta que daba al pasillo oscuro por el que Elvira se había ido hacía tres semanas, la radio que en algún momento debiste haber apagado sin recordar, un cenicero lleno hasta la bandera, la mesilla con su lámpara, el reloj, tu cartera,
y la foto.
Elvira, toda sonrisa. Abrazada a algo que debías ser tú.
Elvira.
Cogiste la pistola, disparaste tres veces hacia la foto, la mesilla se cubrió de astillas y esquirlas de vidrio, plástico y yeso, reíste sin ganas por última vez, giraste el arma y apretando el gatillo la sacaste de tu vida de la única forma que supiste, pobre imbécil.
–Iván ha muerto –me dice Elena, su voz amortajada por su puto teléfono inalámbrico que tantos dolores de cabeza me ha dado. Iván, muerto, las palabras calan poco a poco en mi conciencia, barriendo la sed de destellos metálicos que últimamente me deja la resaca del ron, Iván, muerto, y yo que la llamaba para contarla del fin de semana, del peso amable de las amistades de perversos ojos verdes y sonrisa voraz, y me salta con esas.
–¿Cómo ha sido?
–Se voló la cabeza.
Silencio, que quiere decir que los dos pensamos lo mismo; gilipollas hasta el final.
–Antes de palmarla –se intuye la voz de Elena sobre el crujir de la tecnología digital– le pegó tres tiros a una foto de Elvira.
Detalle de buen gusto, algo tuvo que aprender el chico de nosotros. De pronto, un escalofrío;
–¿Cuándo fue? –pregunto.
–Ayer, por la mañana –responde. Silencio (bueno, crujir)–. ¿Por?
–Mierda. Hablé con él.
–Joder.
–El muy hijo de puta es capaz de...
El amor, el amor, qué bonito, el amor. Amor: Guadalupe, poetisa mexicana, n 1920... consultando un viejo Larousse (debidamente contrastado con unos whiskys), “m. Sentimiento que inclina el ánimo hacia lo que le place...” O sea que es amor lo que me hace huir del pop, por ejemplo, o ser adicto al huevo frito... Elena, mira esto (por cierto, Barricada, “Blanco y negro”, esta cinta me la pasaste tú). Otras definiciones: “Sentimiento apasionado hacia otra persona de otro sexo”... Este diccionario debe tener sus años, madre mía, ¡“de otro sexo”! Estos no hicieron la mili con la Charini... y además, ¿por qué “de otro sexo”, y no del otro? ¿Cuántos hay? ¿Y qué pasa con mi indudable amor hacia la ESP de James Hetfield? ¿Será persona por ser amada? ¿Y odiar a alguien de otro sexo con pasión, es también “amor”?
“Amor libre, relaciones sexuales no reguladas por el matrimonio”... bueno, que se sepa Elvira no soportaba iglesias, dioses, curas y demás supervivientes medievales. Nos vamos acercando. “Amor propio, inmoderada estimación de sí mismo”. Vaya. ¿Y esta?, definición donde las haya, aquí, mira, entre la de “Pl, relaciones amorosas” y “nombre de algunas pl...”. Dice “Requiebros”, ¿eh? A ver, volamos 715 páginas... Re, re, re... requiebros: “m. Acción de requebrar”. Vaya, una página menos... requebrar: “v. t. Volver a quebrar”. Y quebrar, 34 páginas más atrás: “romper, rajar...”, “interrumpir una cosa...”, “quebrantar, domar un potro” (esta es buena), “cesar en un comercio por no poder pagar las deudas”. Debe ser esta mezclada con la siguiente, “hacerse una hernia”.
Recapitulemos: Amor, aparte de la poetisa Guadalupe, es “acción de volver a hacerse una hernia al tiempo que se cesa el negocio por no poder pagar las deudas”. Y de la propia definición se desprenden tres conclusiones:
1.– es finito en el tiempo (cosa que ya intuíamos, confirmado por que “cesar” y “herniarse” son acciones puntuales con final claro, el cese, la hernia).
2.– es malo para la salud (física, por la hernia repetida, y espiritual, por el cese).
3.– los que hicieron este diccionario estaban más borrachos que nos. Aunque tratamos de corregir este detalle y somos muy optimistas al respecto.
Nunca hubiera sido noticia que la muerte nos alcanzara a cualquiera de los otros, los razonables, los alegres, los nihilistas, los yonkis drogadictos amantes del ruido, la grosería y Elvira, pero que te pasara a ti es injusto, en parte. A fin de cuentas la muerte es lo que los demás esperamos, buscamos y hasta a ratos fingimos, pero tú eras como la polilla entusiasta y cegada que se empeña en darse de cabezazos contra la bombilla polvorienta del sótano, sin darse cuenta de que en la mesa que tiene debajo los demás jugamos a la ruleta rusa.
Tu entraste por pura crueldad del destino. De joven eras un triunfador, allá en Santander, padres orgullosos, en el cole muy contentos con las notas del niño, todo positivos, qué bien qué bien este nos saca de pobres (y golpecitos con la mano en la cabeza del crío). Universidad, primer disgusto, el niño quiere hacer matemáticas, para alarma paterna y mareo materno, ¿y no medicina, alguna ingeniería, notario? Eso da dinero, ¿qué vas a hacer con matemáticas? ¿Profesor?
Carrera hecha en tiempo récord, bienvenido al entrañable mundo laboral y que Newton te ampare y procure sustento, y mientras a sobrevivir tocan; jardinero, camarero, cajero de Pryca... Pero mientras la vida no era mala del todo, tenías quien te quisiera y te soportara, tenías lo más parecido que encontraste a un grupo de amigos (luego, cuando tanto los ensalzabas, era sin duda influido por la fácil comparación con nosotros, que tanto y tan bien te jodimos). Y al fin un trabajo decente que le fue a dar la razón a tus padres, ¡profesor!, ¿dónde? Talavera de la Reina.
Te sonaba a equipo de fútbol sala, a azulejos, a llanura y a que de mar nada. Así que adiós Santander, adiós padres, adiós amigos, adiós novia (este adiós fingisteis evitarlo pero al final los kilómetros imponen su lógica dolorosa y claro, Sara acabará encontrando quien de cerca la escuche, la mire, la sienta etc.). Y tú a la aventura, de cabeza a la España Negra (aunque aún no sospechabas quienes podríamos acechar por aquí). El principio duro, deprimido al enfrentarte a alumnos a los que odiabas, sin blanca en una mala pensión, a veces despertándote por las noches con el recuerdo soñado del mar, y en su rumor desvanecido por la vigilia descubrías el rugir nocturno de los camiones portugueses de la N–V. Y ni Sara ni familia ni infancia, era el mar lo que añorabas, el mar, especie de limitador cardinal, decorado superpuesto al mapa que limita las posibles direcciones; sur, este, oeste valen, pero si se pretende norte más vale alquilar un bote. Y te producía una inquietud ilógica el sentir que, aunque giraras sobre ti mismo una vuelta completa nunca verías la gran masa oscura, susurrante, hipnótica. Y echabas de menos su latir, en la insoportable calma entre dos “vehículos longos” que cargados de Dios sabe que cruzaban la noche en dirección a Madrid.
Y el norte que no te acostumbraste a mirar resultó ser el cinismo, la maldad, la conciencia objetiva y cruel que los demás teníamos y tú no, sólo sabías reír o llorar, nunca mirar indiferente abrasado por dentro, muerto a la manera de los demás (pero no, tú sólo has sabido matarte del todo).
Noche de viernes, una discoteca patética en cuya barra los que tenemos gusto musical nos apresuramos a emborracharnos. Elvira campea por la pista, la miramos bailar con Teo, con Ana (el resto del grupo anda por los servicios, vomitando o metiéndose cualquier cosa). Elena me pide por gestos el mechero, se lo paso y la miro trabajar la piedra, la cara iluminada desde abajo por la llama, y cuando de nuevo miro hacia la pista ha ocurrido, ahí está, un nuevo fichaje de Elvira. Pinta de perdido, en la pista, en la música y sobre todo en Elvira. Y ella se desborda cuando ojos nuevos la contemplan, y la admiro terrible al seducir, y recuerdo cuando yo fui el que cayó, hace ya tanto tiempo. Elena termina y me devuelve el mechero, juntos emborronamos la escena con humo de hachís, ella me señala a Teo, que mira con odio al nuevo. Teo quería acostarse con ella hoy.
Cuando al fin salimos de allí llovía y faltaban unas horas para que comenzara a clarear otro día, Elvira te sacó de la mano y te presentó en mitad de un charco:
–Mira, estos son mis amigos; Ana, Patxi, Elena, Laura, Marcos, Juan... –me busca con los ojos, no sé, tiendo a descolocarme con facilidad– David y Teo. Chicos, saludad a Iván.
Algunos lo hacen, sonríen. Conozcamos al nuevo mártir.
Pasó el tiempo, se enredó en una de esas rutinas circulares que a veces se parecen a la felicidad. Nos comenzaste a caer bien, aunque eras la clase de inocente bobalicón que ella acostumbraba a depredar, tenías tu lado simpático, y a veces te ponías duro y ella entonces te obedecía. Comenzaste a prosperar, tenías un Golf, un piso amplio y una Fender de un horrendo color café que hacía un ruido adorable cuando andabas en alguna habitación perdido en Elvira y no me podías pedir que, por favor, tuviera cuidado con ella, y al rato los vecinos comenzaban a protestar felices de tener algo de que quejarse.
Luego algo que nadie, salvo quizá tú, pobre bobo, pudo imaginar. Elvira se acostumbró a ti y tus ventajas, y tú, por ella, tragaste con todos nosotros a pesar de tu opinión secreta sobre la cocaína y demás, y aunque te acostumbraste a tus pequeñas victorias y concesiones ella nunca aceptó cuando al oído la susurrabas que se apartara de nosotros y solos ella, tú y el mundo, como en los telefilmes.
Pasó un año, dos, tres, repitiendo aquellos ritos habituales que hacían todo más fácil de digerir. De cuando en cuando discutíais, claro, y ella desaparecía un par de días y tú te ponías a contarme tu vida, tus planes, y yo trataba de ocultar mi sonrisa y no responderte, pensando que allí estabas tu dándome la murga y ella a esas horas debía andar acostada con otro, o tal vez en mi propia cocina poniéndola patas arriba para hacerse un café. Y al fin un día se presentó en tu casa con una sonrisa y dos maletas.
–Lo he estado pensado –dijo–, y tienes razón. Me quedo aquí–. Y fuiste feliz, ella prometió que no más nosotros, no más drogas, no más tonterías. En tu clase tus alumnos te notaron hasta simpático aquella semana. La tarde del viernes te presentaste en casa con una rosa roja y dos entradas para el cine y te quedaste de piedra cuando fui yo quien te abrió la puerta.
–Oh, qué detalle, gracias, la pondré en agua, ¿sabe esto Elvira? –te dije, divertido por tu pinta, con la flor y esa cara. Pero tú no me oías, mirabas a Ana encaramada sobre Patxi en su sillón, a Teo cortando unas rayas sobre su mesa, a Elvira riendo con Elena y al resto que entraban y salían de la escena en diversas etapas de embriaguez. Elvira y tú os gritasteis en una habitación mientras yo subía el volumen del “Tangerine” de Led Zeppelin a todo trapo para joder a los que se agolpaban en tu puerta tratando de escuchar, y el resto de la noche transcurrió de la forma más previsible, Elvira salió agarrándome por el brazo, cogió su bolso y todos menos tú nos fuimos hacia algún lugar donde seguir la fiesta, dejándote en el rellano discutiendo con los vecinos que se congregaban protestando.
Por la mañana llevé a Elvira a tu casa, en un estado bastante deplorable. No habías dormido y llegabas tarde al instituto. Me mirabas asustado.
–No me he acostado con ella.
Me creíste, me diste las gracias y entre los dos la dejamos vestida en tu cama.
Tampoco era vuestra primera crisis, y el miedo a la soledad siempre fue un buen argumento para perdonar. Las cosas se calmaron en silencio y te acostumbraste de nuevo a que te saqueáramos la nevera, te desafinásemos la guitarra, te robáramos dinero para drogas y te forzáramos a compartir a Elvira.
–¿Sabes? –dices–, te envidio.
Estamos solos en tu casa, donde he ido a ver “Clerks” en tu Canal Plus, y para compensar te había llevado una botella de Jack Daniels (robada al tipo que me vendía la farlopa), y prácticamente te la habías bebido tú solo.
–¿Por?
–Ella está obsesionada contigo –dices, y no cuesta demasiado entenderte.
–No seas bobo, tú te acuestas con ella.
–Sí, pero luego pasa de mí como de comer mierda, sólo os mira a los demás, sólo os habla a los demás –estás lanzado, imposible evitar sonrisa–, y yo me muero de envidia.
–Oh, vamos, lo hace por provocarte...
–Lo sé, da igual, ¡joder! No lo soporto, hasta por el día, cuando estoy en el instituto, no hago más que pensar que no sé dónde está en ese momento, que puede estar haciendo lo que sea...
Te has levantado y gritas frente a la ventana, creo que me he puesto colorado, a ver si te vas a haber enterado de algo que no debes y todo esto es una celada para soltarme una hostia...
–Por eso tranquilo, no se levanta hasta bien tarde –digo, por decir algo, y ¡mierda! ¿Cómo se yo cuándo se levanta? Qué sutil soy, pero no te das cuenta.
–Si no es lo que pueda hacer o no, es lo que a mi se me ocurre que puede hacer.
–Pues por mí no te preocupes –digo, riéndome y caminando hasta el baño–. Está demostrado que lo que me pierde son las mujeres que pasan de mí.
Es cierto, te ríes algo más tranquilo. No te paras a pensar que lo que tú esperas como amor se puede recibir como un vicio de tantos otros, yo mismo si fuera algo menos bobo o Teo, al que esta mañana encontré saliendo de este baño desnudo cuando vine a hablar con Elvira; ironías de la vida. La conversación ha muerto, cuando salgo del baño estás canturreando algo en tu sillón, la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados.
Tras muchos whiskys me confesaste como gran secreto algo que ya sabíamos todos, que maldita la gracia que en realidad te hacía ir al concierto de Reincidentes, pero a Elvira, Elena y a mi nos apetecía infinito, y tú tratabas de arrastrarla a tu jodido mar para pasar unos días lejos de nosotros, así que hubo que hacer la concesión y subirte con nosotros al coche de Marcos, que afortunadamente también venía, lo que me eximía de llevar mi coche y me permitía librarme de la preocupación de conducir en el camino de vuelta. Aparcamos en Atocha, y para ir cogiendo el ritmo compramos en Gran Vía dos botellas de ron que nos bebimos entre la hierba de Plaza de España, la del Dos de Mayo y la de Elena, y tú te morías de envidia por los ojos y la sonrisa de Elvira, que se perdían en fachadas y calles.
En realidad mis recuerdos de esa noche son algo abstractos, porque están hechos de los retales que se salvaron del ron y de lo que los demás me contasteis. Según parece hacia la canción de “Un día más” os perdí y viéndome solo pensé que os habíais largado a primera fila sin mí, así que aprovechando los empujones adecuados y esquivando los otros me clavé frente al Fernando, y allí estuve dando gritos y saltos hasta que no pude resistir más y deambulé por la barra, donde Marcos y Elena me encontraron en un estado algo deteriorado. Nos apostamos cerca de las entradas de los servicios y al fin te pescamos cuando ibas loco de rabia, Elvira te había dado esquinazo.
Tampoco recuerdo mas que de oídas la escena de la salida, tú gritándole a Elvira que te ignoraba abrazada a un punki que llamaba el Tripas, con el que había utilizado todas sus armas de seducción, y que no hacía más que mirarte con algo de lástima y preguntarle a Elvira que si el palurdo aquel la estaba molestando, y cerraba los puños y según parece yo me reía como un loco y acabé revolcándome por el suelo, para envidia de todos los presentes que no estaban tan borrachos.
Cuando desperté en el jardín de una glorieta amanecía, Elvira no estaba y tú tenías cara de mala hostia y sangre seca bajo la nariz. El viaje de vuelta parecía un cortejo fúnebre, a pesar de las sonrisas que Elena me lanzaba.
Elvira apareció tres semanas más tarde en tu puerta, tras devastar las drogas y los recursos del Tripas y sus amigos de la capital y cogerse un tren tras robarle el importe del billete a unos ancianos que daban de comer a las palomas en Atocha. Te pidió perdón y parecía que al fin la habías entendido, que la mandarías a la mierda, que sabías que sólo volvía porque no tenía nada mejor que hacer.
–Bien –dijiste–, si quieres volver me parece de puta madre, pero ahora se va a jugar a mi manera –ella callaba, los ojos fijos en ti–. Ahora vas a hacer lo que a mí me salga de los cojones. Si cruzas esta puerta vas a ser mi esclava.
Te echaste a un lado dejando libre la puerta. Tal vez sólo pretendieras que diera media vuelta y se fuera, tal vez sabías lo que hacías, el caso es que por una vez no fuiste el perdedor de siempre. Ella entró en casa.
Siguió tu Época Dorada, la penitencia de Elvira. La hiciste fregar, limpiar, cocinar, bajar la basura, traer el periódico, dormir en el suelo de la cocina, pasar días desnuda, atada y amordazada tirada en la cama, y más cosas que quedaron entre ella y tú. Recuerdo un día que fui a verla y la encontré encerando el suelo de tu piso con un ojo morado, frotando llena de rabia y contándome que lo que más la jodía era lo del día en que la obligaste a hacer la comida tres veces seguidas porque no estaba a tu gusto, y que la tercera vez tuvo que ir a pedir carne y sal a los vecinos porque era tardísimo ya y las tiendas habían cerrado. Y en ese tiempo ella jamás pensó en dejarte y largarse.
El resto ya es historia. Tú ya andabas en bancarrota por culpa, entre otras cosas, de las visitas de Teo, ella se quedó embarazada y tuviste que vender tu Fender y el amplificador a precio de ganga para pagar el aborto.
Pocos días más tarde ella desapareció, con el coche y algo de dinero suelto, dejando una nota que decía “me voy a ver el mar, hijo de puta”. El coche apareció estrellado contra un bar, de Elvira no supimos nada más. Elena y yo suponemos que habrá muerto o encontrado otro cretino desprevenido.
Los golpes del plato son muy suaves, la batería espera acechando con el bajo mientras una de las guitarras ronronea sin prisa y la otra enlaza 9 notas apenas entre largos silencios, adelantando lo que viene después, y con aires épicos comienza a cantar Evaristo: “Mil colegas quedan...”
Ah, canción cruel, ¿quién tuvo la feliz idea de decir que yo esperaba aquí?
“Tiraos por el camino...”
Sólo es una canción, una canción genial que no tiene culpa de nada, soy yo que aprovecho para clavarme agujas cualquier excusa, desde el emplazamiento habitual, la barra de los bares donde siempre estoy mejor que en cualquier otro lugar.
“Y cuantos más...”
La canción no es culpable. Soy yo, entonces, pero ya he olvidado de qué. Vamos, deben ser muchas cosas, a ver si recuerdo una... Si muriera y sorpresa, hubiera un Dios barbudo, con triángulo dorado encima de la cabeza, túnica blanca y demás complementos, ¿qué me echaría en cara?
“Van a quedar...”
“Cuánto viviremos...”
Era de esperar, imbécil, rayado de mierda, siempre tratando de culparte de todo, de sentirte mártir, de lamentarte, hacerte la víctima...
“Cuánto tiempo moriremos”
...de irte a tu casa borracho, drogado, atontado y sentirte miserable, pero tú no te pegarás un tiro, no, tú eres un maldito cobarde ¿o el cobarde fue Iván? Él se rindió, él fue el que eligió perder todo antes que aceptar que, en realidad, ¡no había perdido nada!...
“En esta absurda historia sin final” (Evaristo en crescendo genial)
...Porque eso era lo que no podía, no quería, no sabía aceptar. Que no había perdido nada porque nunca llegó a tenerlo, que estos años de su vida fueron nada, que toda su vida fue nada, que Elvira siempre lo supo y actuaba en consecuencia, pero aquello era su Norte intransitable, marinero estúpido.
“Dos semanas, tres semanas” (la canción salta ya con todos sus efectivos) “o cuarenta mil mañanas y nada, nada que agradecer”
Regresa Elena del servicio, diciendo algo que hace que la siguiente frase del Evaristo se quede en “...rror habrá que ver, cuantos golpes recibir”
–Here I am, ¿dónde está todo el mundo?
“Cuanta gente, tendrá que morir”
–Tardabas y han ido saliendo, empezaba la canción y me he quedado a esperarte.
–Qué detalle. Vámonos, entonces –dice. Me levanto, la sigo, comienza ese sólo de guitarra que siempre me puso los pelos de punta. Cruzamos el bar con esa extraña sensación del que maravillado y algo borracho esquiva personas que se mueven caprichosamente. Tardamos en salir, fuera el viento lo barre todo, único superviviente contra el silencio, y hace bastante frío. Aún así una última estrofa de la canción sobrevive y se filtra hacia fuera por debajo de la puerta cerrada, reforzada por otro eco que cae desde algún punto dentro de mí.
“Dentro de nuestro vacío
sólo queda en pie el orgullo,
por eso, ¡seguiremos en pie!”...
El resto de supervivientes del grupo no está a la vista, caminamos en silencio hacia donde dejamos los coches, la ciudad parece metal frío con esas luces, el suelo mojado, la niebla que comienza a subir del río.
–He estado pensando –digo, ella no da ninguna señal de estar escuchando, ni siquiera hace un chiste afilado–. Tal vez nosotros matamos a Iván.
Me mira, tiene cara de sueño y los ojos como apagados.
–¿“En cierta manera”? –dice con sorna, imitándome.
–Sí.
–En cierta manera todo el mundo es culpable de todo. Él fue quien se voló la cabeza.
–¿Y Elvira?
–Si te pones así culpa al mundo, es más cruel que ella, ella sólo seguía la melodía como la entendió. Sin ella las cosas habrían sido algo diferentes, pero en el fondo siempre sería la misma mierda y estaríamos aquí hablando de cualquier otra cosa parecida.
–¿Qué?
–Olvídalo. ¿Sabes ya quién le pasó la pistola? –pregunta, alegrando la voz. Era uno de nuestros grandes dilemas, ¿de dónde saca un profesor de instituto una pistola?
–No, pero apostaría cinco talegos por Teo.
–Puede. Y entonces si que podríamos decir que se lo cargó él solito, el hijo al fin y al cabo era suyo.
–Pero no creo que Iván llegara a saberlo.
Llegamos a donde estaban los coches, encontramos sólo asfalto mojado, frío y olor a madrugada.
–Esto es una mierda –digo, ella asiente. Me tiende un cigarro y saca uno para ella. Saco el mechero, los encendemos, el humo se funde con la niebla.
–¿Sabes? –dice–, la próxima vez que esta panda de gilipollas quieran quedar no me llames.
–Ya –me río–, sabes que lo haré, me debes una cerveza.
–¡¿Qué?! –y me golpea, reímos los dos–. ¡¡Encima...!!
Jo, me da rabia que te hayas olido la bronca... pero entiéndelo, no se debe dar de lado a los viejos amigos y el pobre Jack te echa de menos ;P
ResponderEliminarYa en serio, no me acordaba de lo de "esos no hicieron la mili con la Charini", jajaja, qué frase más grande.
Y lo de la canción que empezó a sonar cuando leía las frases del cuento fue todo un momentazo. Qué guay recordarlo, gracias.
Pero aun así no te olvides de que tienes deberes pendientes!!
Qué bueno...
ResponderEliminarElena, es que ya creo que te voy conociendo, bonita :P
ResponderEliminarY la Charini sí, bueno, igual debería mencionar a Wilson también en los créditos, ja ja.
Respecto a la canción, debería haber metido también la de Barricada y completaba la banda sonora del cuento. Qué estupendo esto de poder postearla e incluir un par de canciones del cuento, en cualquier caso. Qué época más estupenda vivimos.
Lara, muchísimas gracias :)
Y qué coordinación, te estaba yo respondiendo por otros caminos y según daba al botoncito me ha salido el aviso de tu respuesta. Con el miedo que me dan a mí esas cosas.
De pronto cada inicio de párrafo me sujería una nueva historia que me perdía y tenía que volver a descubrir en conexión con las demás, hacerlo me ha gustado, de pronto todo cobraba sentido. Tienes varias frases célebres que me han gustado mucho, una, la de la Charini, momento de lectura y búsqueda que sesgas con una sonrisa, el otro, metafórico: "...barriendo la sed de destellos metálicos que últimamente me deja la resaca del ron", este especialmente me ha encantado, lo he leido como tres veces, me ha encantado.
ResponderEliminarSalvo lo nerviosilla que en ocasiones me ponen los laismos, no sé si son intencionados o no, tu historia me ha atrapado por fascículos, es decir, redescubriéndola párrafo a párrafo. Por cierto, 50 taleguillos ... no está mal, eh!
Sí, bueno, uno tenía sus momentos, como el de los destellos metálicos, y amigos que hicieron la mili y que le hablaron de la pobre Charini...
ResponderEliminarRespecto a los laísmos, son mi némesis particular para inmenso regocijo de Elena que se ríe de ellos, aunque con el tiempo y para esta historia en particular he encontrado la excusa perfecta para justificarlos: El cuento está narrado por un talaverano y en Talavera se cometen laísmos a mansalva, ala.
Pero ya que te metes con ellos y como venganza, sugerir es con G, ña ña ña.
Lo de perder la conexión y tener que contarla, bueno, gracias, eso me lo curré, me lo curré... recuerdo que la historia la escribí encima de una mesa de dibujo inmensa y que tenía un diagrama con las partes del cuento y que me pasé un buen rato colocando y recolocando y ordenando y desordenando :)
Fue divertido, el primer cuento, y probablemente el único, para el que primero me hice un guión.
Así que ya sabéis, niños y niñas, haced guiones, que luego se saca dinero, que las cincuena mil pelas me vinieron de muerte para tomarme unas copas e invitar a otras cuantas. Aunque mi agente me sigue reclamando su parte a día de hoy, la pobre.
Hablando de suGerencias, ejem, pásate un día de estos por http://laotraclaqueta.blogspot.com, encontrarás infinidad de pelis, como las llama el susodicho "raras" para descargar. Y que conste, te has vengado, sí, pero en mi defensa diré que con sueño la j me queda demasiado cerca de la g en el teclado, jejeje, besitos.
ResponderEliminarUy, pues tiene una pinta estupenda el blog ese, ¿eh?
ResponderEliminarPara empezar, tiene Tideland y todo...
Me ha gustado mucho. (Ya sé que es un comentario soso para el desbordante ingenio de este blog, pero estoy en mode soso, qué le vamos a hacer).
ResponderEliminarBesos y magia,
K
(Para leer con acento argentino) Vos no sos sosa, Kika, vos sos pura miel :)
ResponderEliminarMuchas gracias.
Gracias a vos.
ResponderEliminarMuak!