23.2.07

releyendo recuerdos

Nos habíamos visto mil veces en la playa y en la piscina, así que su cuerpo desnudo tuvo más de reconocimiento que de sorpresa, como cuando uno ve a la luz del sol de mayo un paisaje que antes solo vio entre las brumas de enero. Algún que otro lunar secreto, el pelo tormentoso sobre su sexo, el rosa dulzón de sus pezones, la dulce palidez del nacimiento de sus muslos. La suavidad ardiente de su piel, el tibio deslizarse de las gotas de sudor por sus diminutos y efímeros ríos. Pero en cada pequeño descubrimiento ella iba perdiendo su identidad, empezando a ser tú. Entramos al dormitorio besándonos, con los ojos cerrados, yo por no ver que ella aún no eras tú y ella por no reconocernos a ninguno. Caímos sobre la cama, mis manos ya forcejeando con los botones de su pantalón, abriendo brechas hacia grutas de penumbra que latían atadas por la ropa interior. Sin dejar de besarla mi lengua proseguía la tarea de robarle su identidad, y ya no eran sus labios los que besaba, sino los tuyos, y esa húmeda tibieza que una mano mía acariciaba era el calor que brota de ti, y esos senos suaves y firmes que temblaban de una forma imperceptible ya no eran parte del cuerpo de Lucía, y así ella ya no era ella, mi amiga de toda la vida, la novia de mi mejor amigo, sino que ella era un puente, un transmisor, un elemento de justicia, una hermosa muñeca de vudú a través de la cuál mis mil extremos te tocaban, te exploraban, entraban de ti y se abrían camino a través de ti, te descubrían y te saludaban y campaban sobre ti y a través de ti. Lucía, de alguna forma y tal vez sin saberlo, aceptó el juego, siguiendo conductas que para nada podían ser suyas, exhalando suspiros que sólo podrían haber nacido dentro de ti, envolviéndome, rodeándome y tragándome como sé que sólo tú puedes hacer. Y así batalla tras batalla, sin dejarnos caer en las treguas, sosteniéndonos con caricias en un ejercicio de funambulismo de autoengaños, embistiéndonos de nuevo mutuamente cada vez que nos veíamos con fuerzas, emboscándonos, asaltándonos, asediándonos, invadiéndonos, sublevándonos, venciéndonos y dejándonos ganar. Y así hasta que el amanecer dibujó de nuevo la rosada piel de Lucía sobre las sábanas retorcidas, bajo el sudor de mi cuerpo, en la ruta de mis labios, y el espejismo se deshizo y ella dejó de ser tú.

Terminamos, cerrando los ojos con fuerza, sosteniéndonos con saña, apretando los dientes, respirando el aire helado y limpio del nuevo día.

Estábamos abrazados, después. Al rato me aparté, me incorporé en la cama, dejé que mis piernas cayeran, que mis pies y mis pensamientos chocasen con el frío suelo. Lucía, detrás, suspiró, ahora ya como siempre ha suspirado, y una de sus manos se apoyó en mi espalda, en una caricia dulcísima.

–Tranquilo –dijo. Y su mano se movió hacia mi costado, y tiró de mí hacia ella, y me tumbó a su lado y me envolvió con su suave calidez, y dulcemente me besó en los labios y pasó una mano sobre mis párpados, para cerrarlos y secarme las lágrimas, y yo fingí dormir hasta que la escuché respirar con el ritmo de un sueño, y entonces me deshice de su abrazo y me levanté y la contemplé salpicada por las luces que la persiana dejaba pasar, hermosa y dormida, y era la mañana del siete de septiembre.

2 comentarios:

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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.