Sé que vivir en esta época es algo que tiene sus ventajas. Puedo conseguir música a un ritmo virtualmente mayor del que necesito para escucharla, toda la información que uno puede necesitar sobre cualquier cosa está metida detrás de tres w, las distancias quedan abolidas por pantallas y teclados y aunque una amiga y yo estemos a varios miles de kilómetros de distancia a efectos prácticos estamos trabajando aquí al lado, ella en una ventanita de mi monitor y yo en uno de la suya. Por no hablar de ese inmenso logro que sólo las generaciones futuras sabrán reconocer, que consiste en tener toda la pornografía del mundo a dos clicks de ratón.
Pero esta era también tiene sus frustraciones, sus rincones vedados a los que es imposible llegar, sus puntos ciegos. Aunque tal vez no sean cosas exclusivas de esta era, pero como yo no soy historiador, filósofo ni antropólogo y vivo ahora tengo que mirar a esta en la que vivo, y como además soy matemático no puedo permitirme el ponerme a generalizar así alegremente.
El caso es que ayer fui al cine (vamos a dar un rodeo de un párrafo o dos para llegar a los laberintos de cristal que no tienen nada que ver con Paul Auster) con una mujer a la que no veo casi nunca, cosa que no me extraña, y fuimos a ver Hard Candy, película de la cuál yo sabía poca cosa aparte de que me iba a gustar, y de hecho me encantó a pesar de los retortijones de dolor que me dieron en cierto momento de la película y del mal rollo que arrastras durante casi todo el metraje... pero no doy detalles porque quien quiera verla no merece que le joda la peli y quien no quiera verla no merece que se la cuente. El caso es que salimos del cine en estado de shock y nos refugiamos en unas Desperados y el aire amistoso del bar de siempre, donde la mujer esta se puso a hacerme la pelota como fotógrafo y yo la estuve ayudando a que se decidiese a darle un disgusto a su madre y una alegría a su novio, cosa que no tuvo mucho mérito. Y al final nos dijimos adiós y cada uno cogió en Callao la línea 5 en una dirección distinta.
Y en el andén, junto a mí, había una mujer, el tipo de mujer que cuando la veo pienso "hmmm" y alrededor de las cuales gravita mi atención en los transportes públicos. No sé cómo describirla, la verdad, porque cualquier cosa que diga no le hará justicia: Tenía el pelo castaño, los ojos del mismo color, la nariz muy graciosa, los labios preciosos, la barbilla, el cuello, los brazos, las manos, todo era, en particular, nada especialmente espectacular, pero si digo que la chica era guapa me quedo corto. Total, que llegó el metro, yo abrí la puerta y entré al vagón dando un pequeño rodeo de forma que ella pudiese sentarse en el único asiento libre y yo, la casualidad, terminé en la pared de enfrente, donde leía mi libro y, a cada página, la freía con alguna mirada de alucinado, porque yo soy muy sensible al arte. Total, que en una de estas inmersiones artísticas me encontré con sus ojos, y rápidamente apartó la vista. La mujer que había sentada frente a ella se fue y yo ocupé su lugar, porque siempre es más cómodo ir sentado y por disfrutar de una nueva perspectiva. Total, que finalmente llegué a Oporto y ambos nos bajábamos allí. Así que se abrieron las puertas, la dejé pasar porque soy muy educado y luego la adelanté porque uno de estos rebaños que a veces pacen por los túneles del metro le estorbó el camino, y yo salí y me encaminé hacia mi autobús, que estaba ya esperando a punto de partir, con este paso lento e indiferente que me ha costado años desarrollar, y cuando entré me di cuenta de que ella subía detrás de mí. Así que caminé entre los asientos, descartando bastantes vacíos, para irme a poner en uno de los que están mirando hacia atrás, porque son los asientos desde los que se ven más caras de frente y tenía la esperanza de que ella se saltase también los mil asientos vacíos que había hasta allí y terminase sentada de nuevo en un sitio donde pudiese observarla a placer.
Pasaron dos o tres segundos donde la imaginé sentándose en mil lugares distintos y por fin apareció para sentarse casi frente a mí: A veinte centímetros de rodilla a rodilla. Yo pensé "uau", y seguí a lo mío, que era darle a mis ojos buenas razones para vivir, hasta que ella me cogió en plena actividad y yo me refugié en mi libro y ella en un montón de fotos que llevaba, fotos que yo espié en secreto. Cielos azules, tejados que llevaban la inconfundible marca de no ser españoles, estructuras y formas que no pude reconocer. Y entonces fue cuando empecé a plantearme que vivimos en un laberinto de cristal, que ahí estaba yo observando a aquella preciosa criatura de la cuál no sabía el nombre, cuya voz probablemente nunca vaya a escuchar (y paro aquí la lista de posibilidades improbables), pero incapaz de acercarme más y decir hola y alguna cosa como "adoro las fotos, ¿puedo verlas?", o "¿eres de Leganés?" o "¿te importa que te saque una foto, por favor?", o "¿puedo preguntarte tu nombre y tu teléfono?", y me sentí kafkiano, me sentí una versión cutre de personaje griego domado por el destino y la convención para mantener la cabeza gacha, me sentí prisionero de algo que yo he ayudado a crear, y de lo que, lo sé, a veces consigo huir un poco, pero que siempre termina ahí. Me sentí idiota por ser capaz de enamorarme de una imagen, me sentí idiota por necesitar enamorarme de una imagen a pesar de saber que eso sólo me haría sentir frustrado y miserable. Pero sobre todo me sentí rebelde y cobarde hasta lo insoportable.
Se bajó unas cuantas paradas antes de la mía, y yo estuve tentado de bajar detrás de ella y hacer el imbécil, decir una de estas frases y luego ver como se iba, asustada o muerta de risa o indignada mientras yo esperaba el siguiente autobús. Estuve tentado pero no lo hice, porque al final nunca nos atrevemos a ser lo que podríamos o incluso querríamos ser, y también porque sé que mucho de lo que yo querría ser implica no cómo querría ser yo sino cómo querría que fuese el resto del mundo, que me tiene la guerra declarada. Y llegué a mi casa con la mejor foto del día, la de esta mujer, grabada sólo en el disco duro caótico y nada fiable que es mi memoria.
Y pasan los días y cada día nos dedicamos a la tarea de ablandar el ladrillo, como escribió Cortázar, "la tarea de abrirse paso en la masa pegajosa que se proclama mundo, cada mañana topar con el paralelepípedo de nombre repugnante", y tal vez lo que deberíamos hacer no es ablandar el ladrillo son cogerlo y lanzarlo contra las paredes de cristal de este maldito laberinto en el que vivimos.
28.7.06
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Con la tecnología de Blogger.
Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.
Por un momento he creído que ibas a describir cómo te había dirigido la palabra o algo así.
ResponderEliminarYo me he encontrado en situaciones así muchas veces, porque en cierto modo es divertido. Hubo una, en cambio, que fue especialmente dolorosa, porque a pesar de haber interés por las dos partes y de cruzarnos a menudo durante una larga temporada, no hubo manera de decir nada. De todos modos yo siempre le he dado la culpa a la timidez. ¿Qué tienen que ver la época en que vivimos? :-/
Sí, creo que es timidez, miedo a hacer el ridículo, a escuchar un no por respuesta. Creo que forma parte de la educacíon que nos han dado.
ResponderEliminar¿Puedo contar una experiencia?
si te molesta lo dices y no vuelvo contar.
Yo llevaba hablando varios meses con un chico, sólo hablar él tiene su chica y yo mi chico. Él me conocía a través de la cámaraweb, yo a él no. Me dijo en una ocasión que no tenía. Pero hace poco, me apetecía conocer con quien hablaba y le pregunte si tenía cámaraweb que la pusiera, y la puso, y hablamos viéndolo, si no insisto, me hubiera perdido visualizar su cara, tope de guapo por cierto.
Anna, me gustaría haber podido contar eso pero no, ay, me quedé sin escucharla.
ResponderEliminarY Troglo (¿puedo llamarte troglo? Si no, bueno, lo comprendería :D), no sé, no creo que sea la timidez ni el miedo a escuchar el ridículo ni el miedo al no. Todos esos miedos los tengo ya disecados, sus rechonchas cabecitas decorando mi chimenea. Es el miedo a molestar, a irrumpir el otra vida, a parecer una amenaza. Es el miedo a importunar a nadie... y es un miedo bastante estúpido pero al fin y al cabo es un miedo que tiene su parte de respeto, lo que lo vuelve muy peligroso porque no sabes hasta donde es miedo y hasta donde respeto.
Yo también he conseguido cosas estupendas por insistir. Y cagarla vilmente. Pero sobre todo he conseguido cosas estupendas por ser sincero... o si no las he conseguido sí que he conseguido, al menos, el consuelo de sentirme orgulloso... y de hacer que se sientan orgulloso de mí, lo cual viniendo de quien viene vale un mundo.
No hay problema me puedes llamar troglo, como más gustes, al fin y al cabo este es tu blog.
ResponderEliminarSí, pero los miedos a no molestar a veces nos privan de cosas interesantes.
¿Una amenaza? No, no lo creo, a menos de que lleves un arma en la mano :D
Estoy de acuerdo con la reportera intrépida, según iba leyendo me iba esperando un desenlace ¿feliz? pero ohhh no pudo ser.
ResponderEliminarLo de la amenaza vete tú a saber con que cara la estabas mirando (es brrroma) personalmente desconfiaría de alguien que me pareciese que me sigue y me abordase demasiado urgentemente, pero compartir unas fotos...me parece que entrarle con el tema de las fotos hubiera sido de lo más acertado. Bueno lo mismo vuelves a coincidir con ella, aunque lo más probable es que no lleve fotos :(
Me acuerdo que hace años en el metro un tipo me miraba casi dando saltitos desde detrás de la puerta (aún) cerrada, cuando entró llegó casi al galope y se sentó enfrente de mi diciéndome todo emocionado que me parecía a Rosa León, que iba al cine y que si quería ir con él... creo que no hace falta darle mucho al coco para adivinar mi respuesta. º~º
Yo opino que el nombre es de lo más acertado, sin embargo. Recuerdo que una vez vi en la tele como un cantautor nacional se quejaba de la falta de comunicación de las nuevas generaciones, ahora que vivimos en la famosa era de la comunicación, de lo paradójico del asunto. Y salía una imagen bastante ilustrativa en la que se veía un montón de gente delante de un macroescenario, todos diseminados por allí, cada uno con un móvil, incapaces de comunicarse con su entorno inmediato.
ResponderEliminarY diría que sí, que es un problema de nuestra generación. O que es un problema de la edad. Cuando ya no pertenecemos a la generación en la que vivimos, sino a la de nuestros sueños, nuestra generación interna, cuando las arrugas ya marcan nuestras horas de espera, el problema ya no está ahí. ¿Cuántas veces hemos visto abuelos que siendo desconocidos entre sí, comienzan a hablar y a hablar?
Si te paras a pensarlo, en cierto modo ellos tienen la ventaja de que nadie piensa mal de un abuelo, te puede incomodar más o menos, pero nadie te va a tener miedo, va a pensar lo peor, y va a salir corriendo. Y es aquí donde disiento del diagnóstico de la repor, en que no es sólo vergüenza, al menos no en mi caso. Es más bien una pérdida de esperanza, una constatación de que el mundo en el que vivimos es regido por el miedo a lo desconocido, por los prejuicios y por una caja tonta que nos muestra continuamente casos a los que temer y siguidamente una película donde esos mismos casos nos hacen suspirar con un final aparentemente inalcanzable, pero tan irresistiblemente anhelado.
En fin, qué malo es el miedo.