Ayer.
Ayer, ante el mayor montón de basura que jamás he visto y olido (y apuesto y espero que más grande que el que tú vayas a ver y oler en tu vida), se me vino a la mente este pensamiento tan solemne y depre: "he aquí la muerte de la civilización occidental."
Nos fuimos de excursión, mi jefa y yo, al lugar donde va a parar toda la basura de Madrid. Si tiras algo a la papelera, o a la calle, o a la basura, o por la ventana, o hacia arriba con una velocidad menor a 40320 kilómetros por hora, es casi seguro que terminará allí. Para llegar tienes que cruzar una cañada real que un montón de gitanos han convertido en una colorida e inquietante barriada que es a la arquitectura lo que las pizzas a la pintura renacentista. Además mi jefa quería echarle unas fotos al viento por un asunto de una carretera a construir y unas fincas a expropiar, en fin, asuntos arcanos de la empresa que están más allá de mis dones y horizontes, así que nos metimos por una callejuela encharcada y llegamos a una especie de plaza privada donde aparcamos la furgoneta y en fin, allá fue la buena mujer, dando brincos sobre los regueros, cámara en ristre, echando instantáneas a un prado adyacente. La gente que poblaba la placita kisch nos miraba con ese curioso interés que tiene siempre la gente que no está acostumbrada a que nadie se meta en sus placitas kisch, y de pronto surgió un patriarca (y fue en cuestión de segundos, increíble), bastón en ristre, esgrimiendo afable su sombrero y su sonrisa, explorándonos con sus preciosos ojos azules, a interesarse por si podía ayudarnos en algo. Y mi jefa, que está loca, le dijo que muchas gracias pero que no, que ya estaba. Y nos fuimos, y en la radio, en ese preciso instante, sonaba esa canción que se oye de fondo en Snatch cuando Brad Pitt tumba al Guapo y Thompson piensa que va a morir en aquel campamento gitano: Cuando las ruedecitas del mundo se engranan con esa precisión uno no sabe si asustarse o romperse la camisa y tirarse al barro dando gracias a las leyes de la casualidad.
En fin, fuimos tirando otras cuantas fotos sin más incidentes que los producidos por el barro, y finalmente llegamos a las plantas de tratamiento de residuos urbanos. No sé si se llaman así, de "tratamiento", o me lo estoy inventando, pero vamos, que si no es eso será algo parecido, así muy políticamente correcto. Residuos Urbanos quiere decir basura, claro.
Funciona así. Hay una gran explanada de hormigón, y junto a ella un foso enorme en el suelo, larguísimo, ancho y profundo (supongo: No se veía el fondo). A un lado hay puertecitas altísimas y de poco más del ancho de un camión, que se abren con unas cortinitas rojas, en plan "se levanta el telón", y entonces llegan un montón de camiones de basura de todos los tamaños y condiciones, y dirigidos por un chaval que no llega a los veinte años y que oficia de maestro de ceremonias maniobran con una precisión y velocidad increíble (vamos, no voy yo marcha atrás a toda velocidad hacia un foso con un camión de 10 toneladas cargado con 7 de porquería ni aunque me prometiesen que después podría manosearle los pechos a placer a Naomi Watts) hasta colocarse de culo a la fosa y zas, a descargar basura. Dentro de la fosa... pues lo que decía al principio, la mayor cantidad de deshechos que veré en mi vida, probablemente, y en la pared de detrás hay dos cabinas donde sendos operarios se encargan de mover las palanquitas que desplazan por los raíles del techo un par de enormes pinzas de seis puntiagudas puntas que son como la versión ciclópea de esas maquinitas de los bares en las que, después de meter una monedita, puedes intentar capturar un peluche o alguna otra nadería a base de maniobrar con un palito y un botón.
Ya, ya lo sé, aún no he hablado del olor.
Pero hay que hacerlo. Porque el olor de aquello era algo impresionante. No se puede decir que fuese especialmente malo: Cuando estás allí no puedes ni darte cuenta. Es sobre todo desconcertante, porque a la nariz te llegan como diez mil olores distintos, todos arremetiendo contra tu sistema nervioso, reclamando la atención que se merecen. Cada uno de ellos, por separado, bastaría para hacernos poner cara de asco, en cualquier otra circunstancia, pero allí, con tantos cargando a la vez con tantísimo entusiasmo, uno no tiene otra que rendirse.
Y allí, la empresa tiene gente trabajando. Unos camiones designados pasan junto a ellos, antes de librarse de su olorosa carga, y dejan una muestra en el suelo. Sí, una muestra quiere decir un montón de basura. Entonces lo remueven, lo trocean, lo cargan, lo meten en bolsas, lo llevan a una tienda de campaña modelo hospital de campaña de guerra napoleónica, y allí lo desmenuzan, separando cada trocito, juntándolos por tipos y pesándolos: 1 kilo de cartón para bebidas, 4 de vidrio, 35 de materia orgánica... y así con 100 kilos. En un momento de intimidad, le dije a mi jefa que no sabía cuánto les pagaban, pero debería ser más. Ella me dijo su sueldo. Debería ser más, efectivamente.
El caso es que de ahí vienen algunos de los datos con los que yo trabajo. Y que en realidad yo trabajo para que esa visión apocalíptica no represente la muerte de la civilización (así, en general. La occidental tal vez no se merezca otra cosa, después de todo); para poder hacer algo respecto a la infinidad de basura que todos los días Madrid caga allí. Mi trabajo consiste en vigilar qué hacemos, en pensar cómo hacer esa vigilancia más eficaz, en detectar qué podría hacerse mejor y como, y en ver como vamos de reciclaje esta semanita, cosas así: Somos el pilotito rojo que dice al ayuntamiento si somos, tú y yo, unos guarros. Y semana tras semana sale que sí.
No por ti ni por mí, naturalmente, pero niña mía, sólo golpeando en la chepa con una buena estaca a todo el que pillemos utilizando mal los contenedores de envases ya conseguiríamos que todo fuese un pelín mejor.
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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.
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