23.7.10

1. e4, e5, 2. f4, e x f5...

Ayer vinieron mis padres a Palacio. Son tan salaos que, cuando les invitas a cenar, vienen y se traen una pila de filetes empanados listos para freir, y un tupperware de ensalada de judías y tomates de tal tamaño que en caso de sitio podría servir para abastecer de alimento a los madrileños todos durante un par de meses.

Fue mi padre el que me enseñó a jugar al ajedrez. Recuerdo o creo recordar (quién se fía del recuerdo, ya) que cuando yo era pequeño a veces venía a vernos una pareja de amigos suyos, y mientras mi madre hablaba con ella, mi padre le daba unas soberanas palizas a él, alfil va, caballo viene.

Que por cierto, a las personas se las puede categorizar en tres grupos en función de cómo juegan al ajedrez: los que son más de caballos, los que somos más de alfiles, y los que no son de nada, porque no juegan.

Pero a lo que iba: jugaban mi padre y el vecino con un tablero maravilloso que tenía mi padre, con la superficie brillante y siempre resquebrajada, y unas piezas tan grandes que incluso los peones ocupaban casi toda su casilla. Comer piezas en aquel ajedrez era casi obligado, para no sucumbir a la claustrofobia.

Y un buen día mi padre me enseñó a jugar. Cuando yo era muy pequeño, el prescindía de la reina, o la movia como si fuera el rey (y me dejaba, recuerdo ahora de golpe, delegar el gobierno de mis fichas en otra pieza cuando mi rey caía en un jaque mate). Luego, con el tiempo, dejó a la reina en su sitio y le valía con jugar con una torre menos para igualar la partida. Y después ya pudo jugar con todas sus piezas y algunas veces hasta le ganaba yo.

Nunca lo hacía a la primera: siempre que jugabamos el ganaba, y como es un hombre noble, luego me concedía una revancha, o dos, o tres, de las que a veces yo ganaba alguna. Hasta que un buen día yo gané la primera partida. Mi padre, mosqueado, me pidió la revancha. Y por lo visto yo, que soy un miserable, le dije que otro día, que ese ya no me apetecía jugar más. Y desde aquel día siempre que le propongo una partida me dice que es que justo en ese momento no le apetece jugar.

Pero otra gente, a veces, sí que ha querido, así que yo, de cuando en cuando, alguna partida he hechado, y siempre he intentado tener cerquita y a mano un tablero de ajedrez.

En palacio teníamos uno que, un amigo que a veces viene a jugar y que no puedo nombrar, porque se enfada (hola, Xavie), dice que es un asco y que habría que tirar. Hasta ayer: ayer mis padres, además de con los filetes empanados y con la tremenda ensalada, se presentaron con aquel tablero de ajedrez, que está exactamente igual que entonces. Le colocamos las piezas, yo cogí una torre y la agité como si fuera un sonajero. Dentro la arena que les sirve de peso susurró, como hace tantísimos años, y yo sonreí como un bobo, y dejé la pieza en su sitio.

Y mi padre y yo nos miramos, desde ambos lados del tablero. Y como sé que la excusa del orgullo herido es una forma como otra cualquiera de evitar la vergüenza de que su hijo le rebase, en lugar de preguntarle si jugábamos le dije: "mira, papá, te voy a enseñar una partida", y reprodujimos y admiramos, una a una, todas las jugadas de la partida más bonita del mundo.

Luego le dimos la vuelta al tablero y, ésta vez, sí hubo revancha.

8 comentarios:

  1. Ya sé que no eres nada tierno, que odias las ñoñerias y todo eso, pero, pese a quien pese, voy a decirlo: ¡qué bonito!

    Me recuerda algo que pasó, hoy me parece, hace mil años: un simple café con mi señor padre enfrente.

    Y, ahora, que ya lo he dicho, me voy a mi agujero. Un beso

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  2. Qué bonito, David. Lo bueno que tienen algunos juegos es que ponen a la misma altura a personas que normalmente tienen roles de autoridad asimétricos. Los participantes deben saber que el mundo del juego, para que lo sea, es una burbuja del resto de las competiciones. Sólo nosotros y el manual de reglas, reglas justas, iguales para todos, que no se pueden saltar.

    Si te das cuenta, es peor, más mezquino, que alguien que haga trampas en el ajedrez que en la declaración de la renta. Porque el ajedrez es justo para todos y la economía o el Estado, no.

    En el caso de tu padre te hizo un regalo muy bonito. Que supieras que los maestros podían fallar, y ser débiles y tú superarlos. Y que superar a un maestro a veces conlleva perder su beneplácito. Una lección acerca del éxito dura pero necesaria para saber ganar. Al final te "perdonó" tu mezquindad y el superó la suya porque más allá de quién gane o pierda, el juego en sí, el mundo del juego matemáticamente equilibrado, es hermoso, es honesto, es justo. Un oasis.

    Me has recordado que tenía por ahí una lista de apuntes con respecto a las piezas del ajedrez. Quizás mañana me haga una entrada.

    Gracias por el post.

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  3. Lo siento, David, pero digo lo que los otros: es el texto más bonito, ñoño y estupendo que has escrito nunca.

    Y no tienes que preocuparte, los pistoleros más duros muestran a veces su corazoncito.

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  4. joder.
    ahora yo también quiero irme corriendo a jugar al ajedrez con mi padre, cosa que no hago desde los diez años.
    eres el mejor pistolero del mundo!

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  5. snif, snif, snif
    y eso que estoy en la oficina

    majetón!

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  6. Sois todos unos majetes.

    El anónimo, además, tiene de gusto ajedrecístico lo que le falta de nombre, y Perplejo es un parlanchín estupendo.

    Voy corriendo a ver si te salió el post ese sobre las piezas (y ojito a ver qué dices de mis alfiles)...

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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.