Ya creo que puedo escribir algo que no sean insultos. Y si se me escapa alguno discúlpame, no soy yo, es el mono del tabaco hablando por mis labios ya no humeantes.
Y en ese sentido, qué curioso mundo este. Ayer fue un día nebuloso. Hoy, más visible todo, vivir está siendo una escalinata de sorpresas: ah, que esto es el café sin un cigarrito. Ah, que así es el camino de casa al metro sin un cigarrito. Ah, que esta ruta es la del metro a la secta sin fumar.
Lo bueno es que no parecen malos lugares, malas cosas.
Peor sería darme los paseos, por ejemplo, sin música.
Pero a lo que íbamos: México.
El viaje terminó como empezó, a lo grande. Si la ida estuvo en duda hasta un par de horas antes del despegue, por ese carácter perezoso y juguetón que tuvo AirComet a la hora de pagarle los billetes a AeroMéxico, con quienes nos habían reubicado, la vuelta se desveló una comedieta veraniega cuando nos plantamos en el aeropuerto de Cancún para enlazar con México DF y nos comunicaron sonrientes y muy amables que la compañía con la que teníamos ese billete no existe desde hace dos meses, asunto este del cual no sólo no nos han avisado, sino sobre el que se había guardado un peculiar silencio, y eso que yo mandé un mail preguntando, creo recordar.
En fin: nada que no pudiese curar la Visa, ni que no nos permita mantener la esperanza de poder demandar a eDreams, a ver si por lo menos conseguimos que nos paguen los billetes que usamos, en lugar de los que ellos nos vendieron, todos en compañías que no vuelan esas rutas o que, como la de esta última peripecia, ya ni existen.
En total, la vuelta fue sobre todo larga. Comenzó a las 7 de la mañana del jueves, hora de México, cuando nos despertamos en Playa del Carmen, y terminó a las 3 y media de la tarde del viernes, hora de mi pueblo, junto a los caños hasta los que llegué buscando esa maravilla de que el agua potable salga de entre las piedras.
Al despegar, las nubes sobre DF parecían el cielo de Júpiter. A 10.000 metros, brindando por la simetría y por los regresos, nos tomamos los últimos tequilas del viaje. Y así queda México, un país allá a lo lejos, unas 1000 fotos repartidas en un DVD, un pendrive y varias tarjetitas de memoria.
Y sólo queda contar la otra parte de México, aquella que no es bonito contar desde dentro, pero que siempre se ve desde fuera (por ejemplo, El País nos saludó con esto, a la vuelta). Aquella de los soldados y los policías patrullando con las ametralladoras apuntadas hacia la multitud, aquella en la que se habla en voz baja y con miedo de los Zetas, y se cuenta hasta dónde llega la corrupción de policías y políticos. Aquella en la que la gente se desespera porque se sienten asustados y amenazados y no hay a quién recurrir. Y aquella otra en la que niñas de 4 años y ancianas de 80 le asaltan a uno, educadísimas, preguntándole cada 30 segundos si quiere collares, marcapáginas, pañuelos o una guabaya.
Queda México, en total, como una país inmenso y bellísimo, perdido en un laberinto de corruptelas y peligros de los que es mejor no hablar. Queda pensar que los turistas somos más o menos inmunes a esos venenos (porque siempre es una complicación engorrosa andar enredando con extranjerías), y arrancarse de los pelos pensando que aquella gente traza sus vidas, sus rutinas y sus sueños por los recovecos de la telaraña, por los pasillos de los rincones calmos del laberinto.
Y mientras historias de aquel que, perseguido por un coche, acudió a la policía, que lo tranquilizó y lo llevó directo a los que serían sus secuestradores. Historias de fotógrafos de periódico local arrojados de su moto y preguntados, a punta de pistola, por su vocación periodística. Episodios como comprar un libro que habla de ellos, de los Zetas, y verlo sacado por un amigo curioso en un bar y escondido a toda prisa en su bolsa, con la mirada alrededor, con los mafiosos rondando, con la policía y sus mordidas, con su ejército bajando a los turistas de sus autobuses para que, sospecho, digamos al volver que algo hacen.
Porque los turistas somos algo idiotas, y vemos lo que queremos, y a fin de cuenta vamos a lo que vamos, a pasar unos días contentos y tranquilos.
Y si no hubiésemos visto México (y sobre todo, a los mexicanos), supongo que hasta nos la habrían colado.
Y si no hubiésemos ido, supongo que nos habrían colado la otra, la de que aquello es un país que hace frontera directa con el infierno, donde todo son tiroteos y gripe A. Cuando México también es el país del que llevo todo el viaje hablando, claro. Y el país al que llegaban aquellos extremeños apestosos en armadura y alucinaban con la lluvia, con la flora, con las pirámides, con todo.
Porque México es todo lo que dicen, pero tiene tanto sitio y tanta gente para ser siempre más.
Gracias a tanto y pese a tantito, un placer. Y ahora a aprenderme la receta de los chilaquiles y de las micheladas, y a llenar el fotoblog de fotos de por allá.
OOOOOOOOOOOh
ResponderEliminarme has ganao
pero se dice guayabera
Las que he visto hasta ahora me han hecho babear, pero como ya no se pueden comentar pues ná, te lo digo por aquí.
ResponderEliminarY punto.
bueno, bueno, rebueno.
ResponderEliminarSe nota que a demás de tener ojos, miras.
Aroa, qué sería de un post mío sin errores. No sería mío. Sería de otro. Y este blog, otro, también. Sería muy raro.
ResponderEliminarPip, como te contesté en un mail que no sé si llegaría, sí que se pueden comentar. Sólo hay que darle al "+" que sale en una pestañita a la izquierda de la pantalla, y tener cuidado, porque a veces al poner una dirección de interné el comentario cruje y se escojoncia y no va, y hay que prescindir de ella.
Nán, gracias, caballero.
Aunque no, no, yo sólo miro para las fotos.
Pero el gran angular de la cámara abarca bastante.