Las paradas de metro no tienen la culpa de lo que hay encima de ellas, ni de lo que ha habido. Es por ello que el proceder, al recorrerlas, debe ser el de ir distraído con la vista clavada en algún submundo novelesco, del que se sale tan solo tras periodos de duración aleatoria de lectura concentrada, en los que se tiene permiso para alzar la cabeza alarmado y tratar de dislocarse el cuello en desesperados intentos por leer el nombre de la parada de metro en la que está detenido el convoy a través del muro de cabezas y cuerpos, sí, pero sobre todo cabezas que, a todas horas, abarrotan el suburbano. Así, las más de las veces, nos libraremos de saber donde estamos y por el módico precio de algún que otro disgusto al descubrir que nos hemos pasado de parada o que nos hemos equivocado de dirección o de línea o de día de la semana o de calzado, no sufriremos los ataques de esa nostalgia que no es nostalgia y que, a veces, acecha encaramada a los cartelitos esgrimiendo impaciente el bate de beisbol del recuerdo traumático.
Pero claro, como todo remedio estadístico este a veces falla, a veces el ataque de pánico nos da en el momento menos oportuno y alzamos la cabeza y ñaca, hostiazo en el cogote de esa nostalgia que no es nostalgia, y el vagón se inunda con la riada sanguinolenta de algún recuerdo.
Esa, hasta hace poco, era la teoría.
Ahora cuando levanto la vista y tras el descoyuntamiento cervical, que sigue vigente, y los sustos de cuando en cuando, de los que será imposible librarme sin cirugía cerebral, a veces veo que estoy en tal o cual parada de metro, encima de la cuál vive o vivió tal o cual persona, o en la que me pasó tal o cuál cosa, o sobre la que una vez vi tal o cual cuerpo celeste protetizando calamidades a muy corto plazo, que se cumplieron con un rigor imposible, pienso que qué habrá sido de tal o cuál persona, que qué bobo era aquel yo al que le pasó aquella cosa o la otra, o que hay que ver con los astros, qué bobadas tienen. Y sonrío, y bajo la cabeza, y sigo leyendo, y siempre me termino pasando de parada, coño.
Buah, qué sensación, sí, cuando uno pasa por una estación de metro sobre la cual le ha ocurrido algo estremecedor, o demasiado tierno, o enormemente tedioso. Dan ganas de bajarse y asomar la cabeza a la calle para comprobar que ese barrio no se lo ha llevado en la boca un perro sideral y vengador.
ResponderEliminarPues sí que estáis despejados cuando vais en metro... yo voy medio zombi entre la gente, los sobaqueros y el sueño...
ResponderEliminarLos "cuales" y las tildes consiguen que cualquiera se pueda equivocar de parada...
ResponderEliminar:P
Hasta yo he vivido esa sensación y no vivo allí. Qué será de mí cuando me pase las paradas. Bueno, me queda el consuelo de llamarte a ti, o a la Muchacha y deciros: "fíjate, otra vez lloré".
ResponderEliminarO para prenderle fuego a todo, Miguel, si el perro ha fallado, ja ja.
ResponderEliminarRosa, hay días y días. Algunos yo también voy cual extra de Shaun of the Dead.
Martin, ejem, las prisas, niano niano...
Carmen, a tal fin están poniendo un montón de cobertura en el metro. A la que llegues, podrás llamar lloriqueante hasta desde las simas de la L5. O tal vez igual ahí no porque eso ya no es Tierra, es Purgatorio...