24.10.07

el cazador de lobos





We humans fear the beast within the wolf because
we do not understand the beast within ourselves
−Gerald Hausman.




Arriba el azul del cielo, telón de fondo de algún dios que dejó su obra a medias. Debajo, por todas partes, las montañas, talladas por el viento inmisericorde y atávico, y en medio de ellas el valle; una grieta apenas en aquel macizo de rocas heladas. Siempre había estado ahí, siempre estaría allí, robado al tiempo mismo, expulsado del mundo que abolían las inmensas murallas de roca que lo sitiaban por todas partes excepto, grieta en la grieta, por el paso que un riachuelo borracho y frenético había arañado durante eones en su huida de los glaciares, rumbo a algún mar remoto allá en el norte. Era ese río el único acceso al valle. Por su rivera, piedra desbastada salpicada por el agua rabiosa, tropezaba y se retorcía una tortuosa travesía que cada año tras el deshielo cruzaban, incansables y suicidas, los inmensos carretones que durante el breve verano iban y venían por aquel camino fugazmente transitable, llevándose en inmensos toneles el raro vino de las vides de las nieves y trayendo los cereales, las herramientas y el ganado que el pueblo necesitaba para subsistir durante el largo asedio al que la nieve lo condenaba de otoño a primavera. No era extraño que de cuando en cuando una cuadrilla de mulas enloqueciese con el fragor del río, que una rueda estallase o que el peso de la carga torciese el rumbo de un carro y diese con él en la corriente, donde estallaba desmadejado y eran tragados por aquel fragor invencible los gritos de agonía del conductor y los relinchos de pánico de los animales, y las aguas lamían la sangre y al poco ningún rastro quedaba del crimen del río insaciable.

Fue ese camino el que mis padres ascendieron cuando vinieron al valle, huyendo de nadie supo qué y trayéndome a mi en el vientre de ella, y era por ese camino por el que me decían que algún día eternamente cercano volveríamos de nuevo a alguna parte, a algún lugar donde existían mares y praderas, casas altas y esbeltas, calles, ciudades e invenciones arcanas como electricidad o la música que tanto añoró mi pobre madre. Soñaron con ese camino con tal fe que a veces les imagino soñando aún con él, si los muertos sueñan, desde la profundidad de sus fosas en el sombrío cementerio tomado por el musgo y la escarcha que hay tras la iglesia de esta aldea anónima, única población tan estúpida, imprudente y orgullosa como para existir en el valle. Fue ese camino traicionero el que, un año, subió el cazador de lobos, abriéndose paso a través de la nieve que lo bloqueaba con la determinación de los condenados al infierno, montando su recia mula, arrastrando su rosario de inmensos cepos y acunando su fusil veterano de guerras de las que jamás ninguno de nosotros había oído hablar.

Apareció entre la ventisca, con la mula moribunda y humeante. La encerró en el establo junto a la taberna de la aldea, entró chorreando nieve medio deshecha, descuartizando el silencio de los presentes con el aleteo sordo con el que golpeaba su sombrero contra la cintura para limpiarlo de nieve y el lento retumbar de sus botas de jinete sobre la madera del suelo, pulida por invierno tras invierno de parroquianos sin nada que hacer salvo esperar el deshielo mientras veían agonizar una a una las horas de las infinitas noches invernales, y se acodó en la barra, dejando el rifle junto a él. Señaló con una uña rota y negra un vaso vacío, el tabernero se lo llenó de vino turbio y ácido y le dijo su precio.

Pero el cazador de lobos, después de coger el vaso muy despacio y apurarlo hasta los posos de un solo trago lento y concentrado, después de gruñir y de limpiarse la barba revuelta con el dorso de su abrigo aún perlado por copos de nieve a medio derretir, le respondió con voz ronca y metálica en un idioma que ninguno entendimos: "Ich jage Wölfe". Y mientras todo el mundo luchaba con la sonoridad hostil y afilada de aquel idioma que desconocían hurgó en el interior de su pesado gabán, sacó la mano y la estampó con un ruido duro y pétreo sobre la madera de la barra. Cuando la levantó, todos pudimos ver unos colmillos. Colmillos de lobo. El silencio se tornó denso como la miel fría, la luz hacía brillar los dientes sobre la barra, amarillentos, brillantes y con rastros de sangre no del todo seca; el tabernero consiguió por fin apartar la vista de ellos y, con el asombro pintado en su rostro, levantarla hasta los ojos grises y amarillentos del extranjero. Le volvió a llenar el vaso, dejó la botella sobre la barra y la empujó hasta el cazador, que asintió y se acomodó en una crujiente banqueta, dejando el sombrero colgando del cañón de su fusil.

Tardaron poco en presentarse los dos ganaderos más importantes del pueblo, y en una mesa junto al fuego, murmurando palabras que dibujaban con gestos y materializaban esgrimiendo en el aire objetos como casquillos de bala y monedas, hablaron con el cazador utilizando sólo cuatro palabras; lobos, dinero, kugeln y pulver. Parecía que de pronto el idioma del extranjero hubiese abolido nuestro propio lenguaje; parecía que todos, escuchando en silencio, asistíamos al debate absurdo y mutilado de alguna pesadilla. Finalmente encargaron más vino y brindaron, los dos ganaderos sonrientes y esperanzados, y el cazador sin hacer el más leve gesto, como si su rostro de cuero curtido por la intemperie fuese incapaz de moldearse en una sonrisa, como si su mundo fuese otro y aquí festejase el acuerdo tan sólo la carcasa de su cuerpo. Los parroquianos, que poco a poco habían salido del embrujo del silencio expectante para atreverse a cuchichear por lo bajo, fueron retirándose a sus hogares, y yo, que trabajaba allí como mozo, recogí sus mesas y barrí el suelo antes de que el dueño me dijese que podía irme a la cocina, cenar algunas sobras y dormir en el jergón que ponía junto al horno del pan.

Aquella noche soñé con una inmensa masa líquida que en un silencio absoluto se abatía desde lo alto de las cumbres sobre la aldea, y que justo antes de arrasarla quedaba congelada formando un pozo de vidrio helado en el que podían distinguirse, arrancados como una maraña de astillas, los árboles del bosque que la marea onírica se había llevado por delante. Soñé que salía de la taberna a la luz de un diminuto sol azul y que trepaba de tronco en tronco, cortándome las manos y rasgándome la ropa, resbalando en cada paso y consciente de que al fin caería. Y soñé que ascendía y ascendía sin llegar nunca hasta la salida del pozo pero descubriendo, de pronto, que la forma que tenía aquel era la de las fauces de un inmenso lobo. Dos palabras retumbaron entonces en aquella garganta de hielo y madera astillada, "du, lauf", y vi alzada junto a mí una silueta negra y siniestra que se recortaba apenas de la penumbra azulada de un cielo de plomo en el que un amanecer ensayaba su primer acto. Apareció el tabernero con mis ropas, un cuchillo y un zurrón con pan, queso y carne ahumada, y apenas comprendía que ya no soñaba cabalgaba la mula del extranjero aferrado a su abrigo manchado de intemperie, camino de los bosques, sobre el crujir de la nieve helada de la madrugada y bajo un cielo que iba volviéndose rojo como un augurio de nuestro futuro.

Cabalgamos entre los bosques durante cuatro días, las mula extenuada y hundida en la nieve hasta los codos. El cazador desmontaba una vez cada par de horas, extendía uno de sus cepos entre la nieve, lo cebaba con un trozo de carne rancia y maloliente que sacaba de un saco que cargaba su mula, extendía sobre él ramas de arbustos y puñados de nieve y proseguíamos nuestro camino, que yo creía aleatorio con el delirio del perdido. Por las noches dormíamos sobre la nieve, junto a las brasas de una hoguera malherida y vacilante, tiritando entre mantas húmedas y escuchando, en una lejanía inmedible, aullidos remotos que se confundían con el ulular del viento entre los robles congelados. Cuando yo pensaba que aquella sería la rutina de nuestras vidas hasta que muriésemos congelados, cruzamos una fronda especialmente espesa y desembocamos en un pequeño claro del que provenía un quejido agónico y visceral. Y allí, atrapado en uno de los herrumbrosos cepos del cazador, encontramos un lobo, en torno a un charco de sangre. El animal nos gruñía agachando las orejas sobre su cabeza y mostrándonos sus colmillos, encabritando a la mula, que no quiso acercársele. Desmontó el cazador y se aproximó hacia él como si no existiese, observando en torno suyo las huellas que la nieve aún no había logrado desdibujar. Finalmente su caminar en círculos lo llevó a un metro mismo del animal atrapado, y él se detuvo encarándolo, forcejeo con su pantalón y descargó su vejiga sobre la bestia atrapada, que se retorció cual demonio salpicado con agua bendita, aullando de rabia y de dolor al contacto humeante de la orina. Después el cazador caminó hasta donde esperábamos la mula y yo, y mientras montaba de nuevo me dijo las primeras palabras que pronunció desde que partimos del pueblo; "keine lagerfeuer mehr". Sacó un cuchillo largo y afilado, cortó la cuerda que sujetaba el saco con el cebo, y la dejó caer sobre la nieve.

Nuestra rutina cambió. Comenzó a nevar copiosamente, y durante tres días y tres noches cabalgamos monte arriba, sin colocar más cepos y sin detenernos nunca más de un par de horas para que descansase la mula. A ratos él desmontaba y nos guiaba al animal y a mí y era entonces, con los pies bien engarfiados en los estribos a los que a duras penas lograba llegar, cuando yo aprovechaba para internarme en un duermevela siempre interrumpido ahora por aullidos cada vez más próximos a nuestra espalda. El cazador, ya cabalgase o nos condujese a pie jamás miraba atrás, como si se limitase a segur el rumbo dictado por algún espíritu arcano que lo orientase y que aboliese a sus ojos todo lo que no fuese su camino, como si se limitase a descifrar, entre los árboles frente a él, la ruta que su destino le marcaba. Finalmente, al morir el cuarto día después de hallar al lobo atrapado, llegamos a las ruinas grises de un monasterio del que yo jamás había escuchado una palabra, roídas por la maleza, demolidas por el paso del tiempo, muertas desde épocas sin recuerdo. Sólo la galería de un amplio claustro y los muros y la torre de una iglesia vencida, a un lado, insistían aún en su batalla perdida contra el tiempo. El cazador se detuvo en el mismo centro, mirando los grandes sillares derruidos semienterrados por la nieve, y finalmente señaló la torre de la iglesia. Desmonté y comencé a caminar hacia el portalón de la misma cuando escuché a mis espaldas el amago de un relincho y un gorgoteo agónico, y cuando me di la vuelta la mula tropezaba y se desplomaba, sangrando a borbotones por el cuello, con los ojos a punto de salírsele de las cuencas, mientras el extranjero se me acercaba, con su fusil al hombro y el cuchillo chorreante en la mano, y llegando a mi altura lo limpió de dos trazos rápidos y precisos contra mi manga, sin detener el paso. Contemplé la agonía del pobre animal entre los cepos que aún colgaban de su arnés y sobre la nieve empantanada de sangre que rápidamente se volvía de un siniestro color marrón, y no sé cuánto tiempo estuve allí antes de que un silbido llamase mi atención. Miré a la torre y allí estaba ya apostado el cazador, sentado a horcajadas sobre el pretil del campanario, con el fusil sobre las rodillas. Me señaló, señaló después las puertas de la iglesia y juntó sus manos palma contra palma. Yo entendí la orden sin palabras, corrí hacia la entrada, cerré las pesadas puertas ruinosas, las apuntalé con algunos escombros del viejo techo del edificio, que llenaba el interior de la nave como los restos de un naufragio, y busqué y trepé los escalones que se enroscaban hasta el campanario por el interior de la torre. Allí estaba el cazador de lobos, enrollando la correa de su fusil en torno a su antebrazo, vigilando el claustro. Yo me senté en un rincón, tiritando y asustado. Sonó, solemne y aterrador, el primer aullido, un aullido que era puro dolor y pura rabia y que parecía surgir, al mismo tiempo del bosque, de las piedras y hasta de las mismas estrellas que comenzaban a brillar en el cielo, y justo tras él, eco mecánico, respuesta rotunda, sonó el primer disparo.

La noche, eterna, transcurrió entre los aullidos, los ruidos de los lobos corriendo sobre la nieve del claustro y el retumbar seco del fusil. La única luz era la de los propios disparos y la tenue fosforescencia que emanaba de las estrellas y que la nieve devolvía desde el suelo, y cuando por fin la luz de un nuevo día alcanzó a iluminar el mundo el cazador soltó un alarido, “¡du hurensohn!” Por fin me atreví a levantarme de mi rincón, me levanté, caminé hasta la ventana y miré a la plaza. Se veían en ella cinco cadáveres de lobo sobre la nieve cubierta de trazas de sangre. Pero no quedaba más rastro de la mula que un círculo de nieve enrojecida. El cazador, con los ojos encendidos de un odio que iba más allá de lo humano, pasó a mi lado sin verme, descendió los escalones, y escuché después el ruido de sus gritos mezclados con los de la madera al romperse. Finalmente llegó hasta mí el rumor de un fuego miserable y famélico y el olor del humo, y cuando descendí junto a él lo encontré sentado frente al patético fuego que había logrado prender con los restos de la madera del antiguo tejado. Me senté a su lado, rebusqué en mis bolsillos y le tendí lo que nos quedaban de las provisiones del posadero, un pedazo de carne reseca y un chusco de pan duro como las rocas que nos encerraban a salvo de los lobos. Él sacó la bayoneta con la que había degollado a la mula, lo partió todo en dos mitades y me tendió mi parte, que yo comencé a devorar con ansia. Cuando terminé y levanté la vista vi que el cazador me miraba fijamente con sus ojos grises y amarillentos, sin haber probado bocado aún.

No tuvimos noticias de los lobos durante todo ese día ni durante la noche siguiente, que pasamos encerrados, yo en mi rincón, el cazador apostado en su lugar de acecho, y tan sólo a lo largo del día que vino a continuación vi al cazador alzar de pronto su rifle y buscar una presa fugaz que se escurría entre las rocas, aunque pocas veces llegó a disparar y en ninguna de ellas alcanzó a presa alguna. Durante la tarde el cazador comenzó a pasar más tiempo mirando al cielo, intentando sin duda pensar un nuevo plan, y al fin, a última hora de la tarde, le vi dejar su fusil, apoyar ambas manos en el muro y mirar a los pies de la torre, bajo él. Entonces se giró hacia mí, y mientras me hacía un gesto para que me acercase me dijo las que iban a ser sus últimas palabras: “zeit die tiere zu füttern”.

Caminé lentamente, con una serenidad sorprendida y una audacia cuyo motivo no comprendí todavía, mientras el volvía a mirar hacia abajo y me hacía un hueco a su lado. Llegué, apoyé mis manos en la barandilla, y miré a la base de la torre, en la que no había absolutamente nada más que nieve apelmazada y el cadáver de uno de los lobos. Entonces sentí como el cuchillo del cazador, largo y más helado aún que la nieve que habíamos tenido que masticar para beber, se abría paso a través de mis costillas. El cazador me alzó mientras yo buscaba mis inexplicablemente perdidas capacidades de gritar y de sentir dolor, me sostuvo por encima de la barandilla y me dejó caer al vacío. Y sólo un rato después, cuando comprendí que aún vivía, cuando comprendí que eso que me calentaba primero la ropa para dejármela helada después era mi sangre que se extendía, es cuando pude gritar, y aquel grito fue la llamada que los lobos estaban esperando. Disparó el rifle, en lo alto, y alcancé a ver caer muerto al primero de los lobos que, audaz y salvaje, atravesaba el claustro directamente hacia mí.

El rifle continuó disparando, allá arriba, tenaz y metódico como el reloj del infierno, mientras caía la oscuridad y yo me sentía desfallecer. Intenté, como pude, contener mi hemorragia sin saber para qué, sin saber si detenerla y morir despedazado por los lobos era mejor que dejarme desangrar a secas, pero de todas formas arranqué una manga de mi abrigo y hurgando entre la ropa, que ya comenzaba a helarse pegada a la herida, lo deslicé hasta donde mayor era el dolor, y apreté con todas mis fuerzas. Cuando terminé, ignorando el regular y mortífero estampido del rifle, un lobo se alzaba a mi lado, junto al muro, clavando en mí sus ojos amarillos, inmóvil como una estatua. Yo le devolví la mirada como pude, intentando escupir sangre, intentando poder seguir respirando, y así estuvimos, frente a frente, durante un tiempo que se deshizo del entramado de la realidad y vagó por mundos propios, un tiempo inconmensurable e irracional, que sólo terminó cuando, ya caída la oscuridad, la nieve junto al lobo inmóvil estalló y, levantando la cabeza, pude ver al cazador, medio cuerpo fuera de la ventana, recargando el rifle y volviendo a apuntarlo hacia aquel lobo que, indiferente a todo, seguía mirándome. Y comprendí.

Como pude, me arrastré por entre la nieve, ignorando el dolor de fuego de la puñalada y las punzadas de los huesos rotos, mientras una segunda bala, más cercana a su blanco, nos bañaba al lobo y a mí en una nube de nieve. Llegué hasta la puerta, me puse en pie sobre ella, mientras otro disparo casi rozaba al lobo. Comencé a empujarla, forcejeando con el picaporte, luchando por mantenerme consciente, empujando por los lugares por los que recordaba no haber colocado maderas apuntalándola. El tercer disparo se incrustó entre mis pies. Comencé a sentir cómo por fin comenzaba a ceder, cómo cinco lobos más salían de sus escondrijos corriendo hacia nosotros, cuando otro disparo me traspasó un muslo, y por fin caí dentro de la iglesia en una madeja de maderos rotos, y los lobos, todos menos uno, saltaron sobre mí, y los siguientes disparos retumbaron allá arriba, mezclando los ecos de las detonaciones con el de los impactos de las balas entre las mismas paredes, y sólo quedábamos allí yo y aquél lobo que seguía mirándome como si sostuviese mi alma en vilo sobre el abismo del fuego eterno. Así estuvo hasta que arriba los disparos dieron paso a los gritos, así siguió cuando de arriba ya sólo nos llegaban los ruidos de las dentelladas, y así continuó hasta que los lobos descendieron la escalera y pasaron junto a nosotros sin siquiera mirarnos, con los hocicos brillantes de sangre, y sólo entonces se echó hacia atrás, aulló una sola vez a la noche, un grito de tierra vengada, de sangre pagada con sangre, de furia satisfecha, y giró sobre sí mismo y desapareció en la noche.

Yo sentí frío.

Y como pude, me levanté.

Y como pude, comencé a caminar.

5 comentarios:

  1. Bonito cuento.

    Ya por criticar: Hay una cosa que no me ha gustado, y es el ritmo que le das. Algunas frases son demasiado largas y hacen enfarragosa la lectura y el abuso de adjetivos que, sí, permite descripciones más poéticas, pero también enlentece mucho. No sé si a propósito, claro, a lo mejor es lo que pretendías.

    Se me ha ocurrido un cuentecico a mí esta mañana viniendo en el autobus, a ver si le doy forma y lo endiño.

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  2. A veces me he perdido en la historia, entraba en la narración de un párrafo y cuando me hallaba me perdía nuevamente con el nuevo párrafo, aunque si quieres que te sea franca, no sé si intencionado o no, me ha gustado, pues me hacía sentir la incertidumbre del narrador más cercana acerca de lo que estaba pasando y lo que estaba por suceder.

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  3. Muy buena la historia, y el final. Aunque hasta las últimas palabras del cazador no me ha captado.
    Solo me ha molestado dos "fragor" en el mismo párrafo y alguna que otra "presa" demasiado junta.

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  4. A mí me gustaría ver esta preciosa historia en un cómic.

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  5. Nada nada, yo digo que todo era aposta y todo intencionado y quedo como dios, ala.

    En serio y honestamente, la idea era empezar lento y con mucho adjetivo para ver si dando al principio una imagen detallada de todo luego cada uno, en automático, seguía imaginándoselo todo a ese nivel de detalle aunque dejase de describirlo así y empezase a pisar el acelerador.

    Atlántida, hmmm, bueno, el único párrafo que yo veo así especialmente confuso es el del sueño del protagonista, no sé. Vamos, que lo que quede confuso, aparte de eso, es falta de claridad por mi parte.

    Blanca, es que no hubo mucho tiempo para requete-re-repasos.

    Y Pip, a mí me gustaría que Scarlett Johansson me hisiese guarrerías. Apuntemos las dos cosas en la lista de sueños improbables :P

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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.