28.7.10

parasitillo

En su constante afán por traer el mal al mundo en todas sus formas, los sumos sacerdotes de la secta se reunieron hace unos días y entre los cánticos de rigor y la peste de las velas de grasa de chivo decidieron que, ya que la cosa está muy mal (la situación económica, y eso), ya iba siendo hora de apuntarse al jinete (del apocalipsis) ganador y luego poder anotarse un tanto cuando llegue el día de echar cuentas con Satán y atribuirse méritos ajenos.

Total, que por contribuir a la descomunal cifra de parados de España me han puesto de patitas en la calle.

La Muchacha, en su infinita ternura y dada mi nueva situación de tipo que está apuntado al paro (o lo estaré, cuando me apunte), ya ha comenzado a apodarme "Parasitillo".

Y poco más tengo que contar sobre esto, aparte de mencionar que estoy contentísimo, porque aunque estaba yo ya mirando posibilidades de enrolarme con unos filibusteros con los que he hablado un par de veces no es lo mismo cambiarse de trabajo sin más que hacerlo con un buen finiquito en el bolsillo y después de un mes de vacaciones en la gloria.

Así que me despido, despedido, mandándole un saludo a mi ya ex-jefe, que por lo visto sabe qué cosas son estas de los blogs, aunque no alcanzase a distinguir dónde se puede leer la hora de cada publicación.

23.7.10

1. e4, e5, 2. f4, e x f5...

Ayer vinieron mis padres a Palacio. Son tan salaos que, cuando les invitas a cenar, vienen y se traen una pila de filetes empanados listos para freir, y un tupperware de ensalada de judías y tomates de tal tamaño que en caso de sitio podría servir para abastecer de alimento a los madrileños todos durante un par de meses.

Fue mi padre el que me enseñó a jugar al ajedrez. Recuerdo o creo recordar (quién se fía del recuerdo, ya) que cuando yo era pequeño a veces venía a vernos una pareja de amigos suyos, y mientras mi madre hablaba con ella, mi padre le daba unas soberanas palizas a él, alfil va, caballo viene.

Que por cierto, a las personas se las puede categorizar en tres grupos en función de cómo juegan al ajedrez: los que son más de caballos, los que somos más de alfiles, y los que no son de nada, porque no juegan.

Pero a lo que iba: jugaban mi padre y el vecino con un tablero maravilloso que tenía mi padre, con la superficie brillante y siempre resquebrajada, y unas piezas tan grandes que incluso los peones ocupaban casi toda su casilla. Comer piezas en aquel ajedrez era casi obligado, para no sucumbir a la claustrofobia.

Y un buen día mi padre me enseñó a jugar. Cuando yo era muy pequeño, el prescindía de la reina, o la movia como si fuera el rey (y me dejaba, recuerdo ahora de golpe, delegar el gobierno de mis fichas en otra pieza cuando mi rey caía en un jaque mate). Luego, con el tiempo, dejó a la reina en su sitio y le valía con jugar con una torre menos para igualar la partida. Y después ya pudo jugar con todas sus piezas y algunas veces hasta le ganaba yo.

Nunca lo hacía a la primera: siempre que jugabamos el ganaba, y como es un hombre noble, luego me concedía una revancha, o dos, o tres, de las que a veces yo ganaba alguna. Hasta que un buen día yo gané la primera partida. Mi padre, mosqueado, me pidió la revancha. Y por lo visto yo, que soy un miserable, le dije que otro día, que ese ya no me apetecía jugar más. Y desde aquel día siempre que le propongo una partida me dice que es que justo en ese momento no le apetece jugar.

Pero otra gente, a veces, sí que ha querido, así que yo, de cuando en cuando, alguna partida he hechado, y siempre he intentado tener cerquita y a mano un tablero de ajedrez.

En palacio teníamos uno que, un amigo que a veces viene a jugar y que no puedo nombrar, porque se enfada (hola, Xavie), dice que es un asco y que habría que tirar. Hasta ayer: ayer mis padres, además de con los filetes empanados y con la tremenda ensalada, se presentaron con aquel tablero de ajedrez, que está exactamente igual que entonces. Le colocamos las piezas, yo cogí una torre y la agité como si fuera un sonajero. Dentro la arena que les sirve de peso susurró, como hace tantísimos años, y yo sonreí como un bobo, y dejé la pieza en su sitio.

Y mi padre y yo nos miramos, desde ambos lados del tablero. Y como sé que la excusa del orgullo herido es una forma como otra cualquiera de evitar la vergüenza de que su hijo le rebase, en lugar de preguntarle si jugábamos le dije: "mira, papá, te voy a enseñar una partida", y reprodujimos y admiramos, una a una, todas las jugadas de la partida más bonita del mundo.

Luego le dimos la vuelta al tablero y, ésta vez, sí hubo revancha.

15.7.10

el primer regalo (de los Delinqüentes), parte 1 (de supongo que 2)


La Muchacha y yo, aviso para que a nadie se le ocurra proponernos plan (algo seguramente contraproducente, pero en fin, luego que nadie diga que no avisé), tenemos pensado que mañana, en cuanto nos libremos de sus yugos laborales y de mis liturgias sectarias, comeremos y nos dedicaremos en alma y sobre todo en cuerpo a practicar el apoltronamiento en el sofá.

Es que con tanta boda (llevamos la insufrible cantidad de Una Boda, este verano, y ya estamos desfondados), con tanto partido de fútbol (mayormente yo), con tanta actividad social (por su culpa, que ella es la simpática) y con tanto traqueteo y tanto trasiego, la verdad es que apetece una tarde de modorra. Y para que fuese absolutamente ferpecta la tarde-noche, nos hemos ido a un inacabable y laberíntico centro comercial y hemos comprado un ventilador, y ya que estábamos una tostadora. La tostadora es muy bonita, sí, pero el ventilador, ¡ah, el ventilador!

El ventilador es retro, pequeñito, brillante, estupendo. Allí estábamos la Muchacha y yo, delante de sus plateadas aspas y de las de sus congéneres y rivales, analizando modelos. Decía ella:

-Este tiene un soporte, se puede colocar más alto, podemos ponerlo en el cuarto sin tener que encaramarlo a la cómoda -no cito literalmente porque ella no es pedante y jamás usaría un verbo como encaramar en el pasillo de los ventiladores de un centro comercial infinito y borgiano.

-¡Pero es que este es tan bonitooo! -respondía yo, abrazado al que al fin hemos tenido que comprar.

-Y estos cuadrados son muy potentes y no hacen nada de ruido -continuaba ella, pasando a otro modelo.

-¡Pero es que este es tan bonitooo! -respondía yo, abrazado al que al fin hemos tenido que comprar.

Y así con todos. Y al final se ha impuesto la belleza frente a la eficiencia, la estética frente al pragmatismo. Lo superficial a lo esencial, digamos. Yo me he sentido tremendamente orgulloso, porque si alguien me dice hace tres años que ahora iba a vivir con la Muchacha, poseer una camiseta de la selección española y comprar un ventilador por lo bonito que quedaría en cualquier esquina de un palacete en lugar de por su coeficientes de potencia, volumen de aire desplazado, consumo y sonoridad, no me lo creo.

Cuanto he cambiado ¡y qué bonito que es el ventilador!

ya sí

Que ya he logrado cerrar la mandíbula, que se me quedó atascada el domingo, en el minuto 116.

Mañana del lunes, camino de la secta: ojeras en el metro, bostezos que prenden como chispas de agosto en la maleza. Y de pronto, en el vagón, alguien toca una trompeta, atronando el vagón, y la gente sonríe.

El cuerpo y la mente: el cuerpo, después, en la secta, sentado, sometido a la carne y al horario. Pero la mente vagaba libre, atrás en el tiempo, al sur en el espacio. Revoloteaba alrededor de la pata izquierda de esa mala bestia que es Iniesta, lanzando esa pelota a las fauces de la portería holandesa. Y gol. Me quedé afónico.

Así que era esto: así que así se sienten los campeones del mundo de fútbol. Pensar ¡coño, campeones del mundo! y sentir los pelos de punta y un hielo que baja por la columna vertebral, mientras se camina por una ciudad roja y escandalosa y feliz.

El pulso humano: la Muchacha no vio el partido en el bar, sino en palacio. Y nos contó luego, cuando correteábamos por las calles al ritmo de los oés oés oés, que incluso desde el ala más profunda del palacete se sentían los uys y los aaahs, y que retumbó, en el instante de la gloria, el ruido de las miles de gargantas que se quebramos clamando ¡goool!

El bien 1 – el mal 0: no sólo era un gol de esa cosa que emboba y maravilla, el fútbol este de marrás. Lo del domingo fue un triunfo del bien, del ideal platónico de la belleza, sobre el mal, el ideal platónico de la marrullería, el empleo del kung fu en ámbitos que no le incumben.

Fútbol 1 – Religión 0: porque dicen que el fútbol es la nueva religión de la masa, y se equivocan. Es el reemplazo de la religión pero no es otra, el algo distinto y mejor, porque a diferencia de cualquier religión el fútbol está vivo, y los milagros suceden, y los dioses no habitan libros polvorientos escritos por cabreros ignorantes y supersticiosos. El fútbol permite que mil millones de personas puedan ver a la vez y todos juntos como uno de ellos baja al cielo y, canijo y genial, coloca la pelota dentro de la red.

La jugada: ahora puedo parecer oportunista, pero juro por el gol que terminó la jugada que cuando esta empezó yo me dije “esta es”. Después de tanto zarzal que cruzar y tanta coz que soportar, en cada pase español aparecía un pie holandés que la tocaba, pero no la cortaba; la torcía, pero llegaba a otro español que le daba velocidad; la interrumpía, pero sólo lograba construir la pared con otro español que seguía corriendo como en el minuto diez. Y así la bola zigzagueaba hacia arriba, otro tropiezo con un holandés, otro pase español. Y yo pensé “esta es, esta tiene que ser”, porque hasta con los pies holandeses de por medio la pelota pareció de pronto empeñada en favorecernos, en devolvernos el favor de su redención. Torres se la pasó a Cesc, Cesc la cruzó en el area, Andresito la paró y volea, la pierna del central desesperada, tan cerca, la manopla del portero que la toca, pero que no basta, y nos rompimos las gargantas. Y yo pensaba “claro: esta era, esta era”.

La redención de la bandera: este mundial ha completado en mí un proceso que desencadenó la Eurocopa. Antes la bandera española era, para mí, ese trapo bajo el que comulgaban los fascistas. Sé y sabía que no tenía por qué ser así, pero entre mi desinterés patriótico y el entusiasmo de a quienes les he visto hacerla ondear bajo banderas nazis, estaba robada, y a mí francamente me daba igual. Fue en la Eurocopa cuando me sorprendí viendo con una sonrisa a quienes la ondeaban por las calles. Sé que a partir de ayer cuando vuelva a verla pensaré cosas como “qué bonita falda hace para las futboleras”.

La redención de España: vaya por delante que a mí todo esto de ser español, que con tanto orgullo he oído cantar, me importa un bledo, porque entiendo y comprendo que no deja de ser más que un mero complemento circunstancial arbitrario, pues uno no elije su nacionalidad (si no eres Einstein, al menos, que eligió ser apátrida). Pero el nombre de España ya no es sólo el nombre de este país, sino uno talismán para futboleros. Estaba la Brasil clásica, esa que daba gusto ver jugar y que gentuza como Dunga ha derribado al fango de los tuercebotas. Estaba la Holanda de los setenta, que se sigue recordando con cariño pese a las tropelías a las que ayer se dieron sus herederos. Y ahora está España, también. Con el plus añadido de ser, entre las tres, la única leyenda viva.

La redención del fútbol: la penúltima Eurocopa la ganó Grecia, con un fútbol rácano que aburría a las piedras cuya suavidad compartía. El penúltimo Mundial lo ganó Italia, con un fútbol, bueno, italiano. Cuando España ha ganado las dos últimas convocatorias de los dos torneos de selecciones lo ha hecho con un fútbol imaginativo, ágil, bello. El mensaje, clarísimo, es que puede ganarse haciendo del fútbol algo digno de verse. Da gusto ver que otras selecciones, pienso ahora en Alemania, ya copian el modelo, y les va francamente bien (al menos hasta el cruce con España, pero es que por ahora tenemos el copyright original). Y pienso que vendrán más, y que le estamos haciendo un favor tremendo al fútbol en sí y, sobre todo, a nosotros, sus espectadores.

Los semáforos: y de vuelta a casa, cada semáforo cerrado era una fiesta, con los coches detenidos poniendo la música y el coro de bocinas, y cada grupo de peatones bailando y cantando y agitando banderas y extremidades. Y así todo Madrid.

Así que era esto, coda: así que ganar un Mundial es como ganar una guerra, pero sin muertos, infinitamente mejor.

5.7.10

el misterioso caso de la bombilla desaparecedora

Quizá alguien se extrañe de que no hable del Mundial. ¡Hoy tampoco, hoy tampoco!: aborrecedores del fútbol, seguir leyendo, que el post de hoy va de misterio. Pero antes, lo de mi silencio futbolero. Realmente no hablo del Mundial por dos razones. La primera, que hasta ahora no ha habido gran cosa que decir, por ser todo tan predecible que voy segundo en la porra de la Secta (y no voy primero porque un tipejo del atleti me copió y tuvo más suerte con su estimación de Ghana). La segunda, porque estoy muy ocupado viéndolo.

Así que por lo primero no hablo de lo que empeña casi todo mi tiempo, y por lo segundo, no tengo tiempo para hablar de nada más.

Pero a veces la realidad nos asalta, nos pone una gabardina aunque sea verano y luego nos sacude por las solapas (por eso nos ponía la gabardina: si no así, en verano, a ver qué solapas agarra) y nos reclama su atención. Esto sucedió mediada la semana pasada, cuando tuvo lugar el misterioso caso de la Bombilla Desaparecedora que da nombre a esta parrafada.

Sucedió que el día anterior yo tuve un arrebato chapucero y compré cables y cinta aislante y un casquillo y una bombilla y demás utensilios eléctricos y decidido a buscarme una buena baja laboral por electrocucción me puse a ponerle un interruptor a nuestra nueva y flamante lámpara de la Cámara de Dormir (que no traía porque, sospecho con pavor, no fue originalmente diseñado como lámpara de dormitorio, con lo bien que queda. Tengo que echarla una foto, por cierto, y te la enseño), y una bombilla a un cuarto de baño que tenemos huérfano de la del techo desde que el Palacete fue conquistado a sangre, hipoteca y fuego por la Muchacha.

Así que sudoroso y desafiando las reglas de la cordura, me puse a cortar cables, pegar, empalmar, poner interruptores y colgar bombillas en las alturas. Lo del interruptor fue bien, funciona y todo. Lo de la bombilla, fue algo peor. Resulta que del techo no colgaban dos cables, sino tres. Yo, que no soy todo lo idiota que mi prosa sugiere, me figuraba que una era la toma de tierra, pero un rápido cálculo de probabilidades en lo alto de la escalera me hizo saber que eligiendo al azar tenía dos probabilidades entre tres de acertar con los cables que eran, así que me encomendé a la suerte y fallé miserablemente: el interruptor delató mi mala elección. Así que me subí de nuevo a la escalera y corté los cables, porque el casquillo es de esos que una vez encajados no hay forma de desencajar, y los empalmé mediante la cinta aislante que, con la calor, se mostraba muy poco colaboradora en su tarea de sujetar juntos empalmes de cables. No pasó nada: uno de las enseñanzas indelebles de mi infancia, cuando veía a mi padre manipulando toda clase de cosa con cables con una maña tremenda, fue que no hay nada en esta vida que no pueda arreglarse con la cantidad suficiente de cinta aislante. Así que recurrí a una técnica mixta entre la que se llama "El Mazacote" y otra cuya denominación es "La Pelota", y al final la bombilla quedó sujeta a los cables que, esta vez, fueron los correctos. Cuando vino la Muchacha pasamos un par de horas de deleite pulsando el interruptor y viendo como la bombillita se encendía y se apagaba sobre nuestro coro de ooohs y aaahs.

Y nos fuimos a dormir y pasó la noche, y luego llegó otro día. El día del misterio.

Todo pareció normal a lo largo de la mañana y del mediodía. Nada en el tráfico hacía intuir nada raro, ningún semáforo desfloró presagios, ni ninguna gitana lanzó maldición alguna. Pero cuando llegué a casa fui a usar ese baño para un asuntillo mío que no contaré aquí y, al salir silbante y (más) ligero, pese a que aún era de día y entraba una luz gloriosa por la ventana, decidí regodearme en mi triunfo sobre los electrones y clamando ¡fiat lux! accioné el interruptor.

No hubo respuesta alguna.

Maldije y alcé la vista al techo, buscando a la culpable bombilla, y la bombilla no estaba. Estaban los cables, con trocitos de cinta aislante colgando de sus puntas. Y claro, miré al suelo, buscando la bombilla y el casquillo. Y ni rastro. Tan extrañado me quedé que dudas absurdas me asaltaron: ¿lo habrá quitado la Muchacha? ¿Pero por qué? ¿Lo habrá quitado otra persona? ¿Pero entraría a casa un ladrón que prefiriera robar bombillas antes que la primera temporada de The Shield?

Vino la Muchacha e investigamos la escena. Ni rastro de casquillo ni de bombilla hasta que, finalmente, vio ella en el fondo de la taza un par de minúsculos trozos de cristal que, como mi dieta es cafre pero no tanto, tenían toda la pinta de provenir de la bombilla.

Dedujimos entonces que el casquillo, por la mala sujección que logré y, sobre todo, por culpa de Newton, ese tipo al que sólo ignora el Jabulani ese de las narices, se había desprendido y había tenido la delicadeza de, por no provocar el engorro del cepillo y el recogedor, zambullirse en la taza del inodoro, donde por la energía cinética adquirida a cambio de la potencial que le proporcionaba su altura, combinada con el efecto de la pendiente del artilugio cerámico, lo hizo deslizarse hacia sus entrañas y tuberías subsiguientes, no dejando rastro de cables, casquillo y prácticamente restos de bombilla.

Nos hizo gracia y pensamos que, bueno, por lo menos no teníamos que barrer cristalitos, y más o menos nos olvidamos de todo.

Aquí termina la historia. Si seguimos, como pasa con todas, todo se vuelve sórdido y terrible (puestos a continuar a la Cenicienta le saldrían arrugas y el Príncipe se daría a la bebida, Caperucita daría ruedas de prensa confesando su zoofilia y acapararía puestos de tertuliana y de participante en Realities, y Gandalf trabararía como traficante de hierba allá en las tierras al otro lado de los Puertos Grises). Lo que sucedió después fue que el casquillo fue a parar menos lejos de lo que pensamos y ha provocado un atasco del inodoro. No tanto como para que no absorba absolutamente nada y rebose aquello que jamás debería rebosar, pero sí para que tenga una pinta muy rara y sea muy poco recomendable utilizarlo.

Así que yo he elaborado una lista de tácticas con las que emplearme en el nuevo problema. Algunas muy elegantes, como la de hacer entrar por la ventana del baño la manguera del patio y, tras introducirla en el interior de la taza, desatar toda su presión a ver si el casquillo se muda a la bajante, otras algo más típicas como adquirir un par de metros de alambre y hurgar. Y se las he expuesto a la Muchacha con todo mi entusiasmo, dejándola elegir nuestro ataque.

Ella, como es sabia, ha hecho notar que todo esto viene de mi falta de maña, así que hemos recurrido a la única de mi catálogo que parece a salvo de ella, y que requería el uso de mis manos tan solo para llamar a un fontanero, que vendrá mañana.

Le contaré, supongo, esta historia. Y siendo fontanero, supongo que habrá visto cosas muchísimo más fabulosas. ¡Quizá me cuente alguna, y todo!

Si lo hace y es para todos los públicos quizá la escriba aquí. El jueves, quizá, con esa eternidad de hastío que hay entre las semifinales y la final.
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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.