La recepcionista de la secta nos cuenta a Vicky (la señora de la limpieza, tremenda conversadora), y a mí, que paso por allí, que en su país, una noche se estrelló en el mar una avioneta que iba cargada de flores (porque las flores, producto perecedero como pocos, no pueden tener la paciencia de las bodegas de los barcos o las panzas de los trenes).
Al pueblito costero más cercano, el de nuestra recepcionista, no llegaron noticias del accidente hasta bien entrado el día siguiente. Antes fue el amanecer, y cuenta que cuando salió el sol todo el mundo pudo contemplar la playa entera cuajada de las flores.
Y sonrieron felices y supongo que algún niño tendría en su cabeza ese chispazo que en unas cuantas décadas nos hará padecer otro García Márquez y no habrá quien se libre del sambenito del realismo mágico.
Y pienso en si se salvaría el piloto, en los últimos instantes de su vuelo –y lo imagino gritando mierdamierdamierda aferrado a los mandos que ya no responden, la vista como loca saltando del altímetro desbocado al parabrisas negro negrísimo, al otro lado del cual supongo no alcanzó a ver el mar que llenaría de flores, para alegría de niños e inocentes.
Pienso también que al contar la historia dan ganas de corregir al mundo y pulir la historia y decir que no, no, el piloto se salvó, que en un momento valiente de conciencia de lo que sucedía saltó al vacío y descendió sobre el mar sembrado de flores columpiándose en la negrura. Olitas brillando debajo a la luz de la luna, quizá.
Pero pienso inmediatamente que no, que la historia es un buen ejemplo de lo bello y lo trágico de esta cosa, el mundo, la realidad, la alucinación colectiva en la que vivimos y morimos y se suceden los días y las noches y a veces ocurren tragedias que, a veces, tienen esos efectos secundarios, y las flores decoran una playa. Y que rectificar eso, salvar a base de detergente la historia real, pretende dejar la historia limpia, pero que en realidad sólo consigue ensuciarla de una forma sutil y atroz.
Moriría el piloto, y los niños, maravillados, correrían entre la arena floreada y se zambullirían de cabeza en olas jardín.
Al pueblito costero más cercano, el de nuestra recepcionista, no llegaron noticias del accidente hasta bien entrado el día siguiente. Antes fue el amanecer, y cuenta que cuando salió el sol todo el mundo pudo contemplar la playa entera cuajada de las flores.
Y sonrieron felices y supongo que algún niño tendría en su cabeza ese chispazo que en unas cuantas décadas nos hará padecer otro García Márquez y no habrá quien se libre del sambenito del realismo mágico.
Y pienso en si se salvaría el piloto, en los últimos instantes de su vuelo –y lo imagino gritando mierdamierdamierda aferrado a los mandos que ya no responden, la vista como loca saltando del altímetro desbocado al parabrisas negro negrísimo, al otro lado del cual supongo no alcanzó a ver el mar que llenaría de flores, para alegría de niños e inocentes.
Pienso también que al contar la historia dan ganas de corregir al mundo y pulir la historia y decir que no, no, el piloto se salvó, que en un momento valiente de conciencia de lo que sucedía saltó al vacío y descendió sobre el mar sembrado de flores columpiándose en la negrura. Olitas brillando debajo a la luz de la luna, quizá.
Pero pienso inmediatamente que no, que la historia es un buen ejemplo de lo bello y lo trágico de esta cosa, el mundo, la realidad, la alucinación colectiva en la que vivimos y morimos y se suceden los días y las noches y a veces ocurren tragedias que, a veces, tienen esos efectos secundarios, y las flores decoran una playa. Y que rectificar eso, salvar a base de detergente la historia real, pretende dejar la historia limpia, pero que en realidad sólo consigue ensuciarla de una forma sutil y atroz.
Moriría el piloto, y los niños, maravillados, correrían entre la arena floreada y se zambullirían de cabeza en olas jardín.