25.2.09

la atención de los taxistas

Obviamente no creo que sea para tanto como, digamos, esos modelos de Calvin Klein a quienes vagamente recuerdo impresos, enormísimos, sobre la fachada publicitada de algún edificio, pero sospecho que la diferencia no puede ser de demasiados órdenes de magnitud cada vez que me pregunto (y lo hago relativamente a menudo) ¿cuánta gente me habrá visto los calzoncillos, a lo largo de mi vida?

No es que yo sea un exhibicionista, o no al menos de forma consciente, pero es que durante esas rutinas matinales de las que qué sé yo por qué llevo toda la semana hablando (es el viento quien me guía. Yo escribo a su merced, a la deriva) abarco multitud de tareas como preparar cafés o lavarme la cara o ceñirme la corbata (con o sin problemas: hoy, sin) o ponerme los pantalones, aunque por lo visto lo de subir la cremallera ya no cabe en el cupo de maniobras que uno puede asignar a su piloto automático.

Consecuencia: multitud de días me he paseado todo el camino de casa al trabajo, travesía en vagón de metro abarrotado incluida, con la cremallera vencida y un amplio ventanal hacia mi más íntima prenda de vestir, esa que en rigor debería ser objeto de la exclusiva contemplación de la Muchacha, y de la mía propia. Menos mal que no me ha hecho firmar un contrato de exclusividad al respecto, estaría ya en la ruina más absoluta.

Por lo general me doy cuenta de ello (de la apertura de la compuerta frontal inferior, no del hipotético estado de mis cuentas si a la Muchacha le diese por reclamarme royalties cuando me diese por enseñar prenda, quiero decir) o bien en el ascensor que anima el último tramo del trayecto a la secta con su infinitud reflejada o bien al rato de estar sentado aquí, frente a este teclado negro. Hoy no ha hecho falta llegar tan lejos. Hoy salía del metro escuchando Anekdoten y pensando en un tipo de ojos de color dispar y en el clima irlandés cuando, cruzando una calle, he sido pitado por un taxi que haciéndome con el dedo índice de la mano derecha el gesto de “eh, tú, acércate” me ha reclamado. Así que yo me he salido del refugio de las rayitas blancas del paso de cebra, he profanado con mis pies el asfalto vedado a los coches y me he agachado junto a su ventana, desprendiéndome de los auriculares y de su salva de mellotrones y guitarras. ¿Sí?, he dicho, lleva usted la bragueta bajada, me ha dicho el taxista, y yo me he echado a reír, le he dado las gracias, he vuelto al paso de cebra y zzzip, me he subido la cremallera.

Qué gente perspicaz los taxistas, siempre lo he pensado, no sólo atentos al fluir del tráfico asesino y voraz del Madrid de por la mañana (que quizá, en el rollo zen que debe desarrollar un taxista al poco de trabajar en esta ciudad, no le reclame más atención, a fin de cuentas, que la que necesita un pez para surcar una pecera sin empotrarse contra las algas, el vidrio del borde o el eventual barquito pirata naufragado de plástico), sino también para observar las aceras a la búsqueda de presas clientes. Y del estado de los cierres de sus intimidades, tengo que añadir desde hoy. Grandes, taxistas de Madrid. Yo os saludo, y os dedico una reverencia (con la cremallera por fin subida).

24.2.09

vida al otro lado del espejo

De las absurdas fantasías del acerbo común hay una que en mis tiempos me hizo pensar bastante (porque como bien sabes me gusta mucho perder el tiempo pensando en tonterías): la de atravesar el espejo, cosa literaria como pocas. Yo miraba el espejo y veía el mundo del revés, izquierda a la derecha y derecha a la izquierda, y pensaba ¿y si se cambiasen los lados, y yo estuviese de aquel?

A priori no sería mucho problema. Al principio me pegaría unos cuantos trastazos cuando por ejemplo fuese a levantarme por las mañanas del lado de la cama que daba a la pared, o cuando camino del baño en vez de girar hacia la puerta lo hiciese hacia aquel muro con un grabado de gente haciendo carbón que había ahí, frente a la puerta del baño. Cogería la cuchara y el cuchillo al revés que todo el mundo, teclear en un ordenador sería un jaleo, y leer una tarea algo más lenta (aunque no demasiado. Si a fin de cuentas aprendí en tres patadas a leer los periódicos al revés, en el metro, de pie, frente a alguien que lo leía normalmente, no sería tan novedoso, simplemente la simetría dejaría de ser puntual para ser respecto a un eje). A fin de cuentas, pensaba yo, lo más raro sería que me volvería zurdo de manos (y diestro de piernas, al contrario que ahora), y si surgía alguna complicación grave, como tendencias suicidas a la hora de coger el coche (cuando pensaba esto era muy joven para conducir, pero ya me anticipaba yo audaz al futuro) siempre podría mudarme a Inglaterra y no embestir a los coches en sentido contrario.

Hoy cuando me he levantado y he empuñado de nuevo la corbata he recordado todo aquello cuando, de nuevo, me ha surgido la duda de cómo narices solía hacer yo el nudo de la corbata, porque de nuevo he sufrido mi momento de desacomodo, de olvido de la rutina, de procedimiento supuestamente automático atascado. Y de pronto he caído: me estaba poniendo la corbata al revés. Siempre me la pongo dejando colgar la parte grandota, que quedará visible, del lado izquierdo, y ayer y hoy al primer intento lo he hecho de manera simétrica, haciéndolo del lado derecho. Un cambio tan sutil y tan absurdo bastó ayer para que me hiciese un pequeño lío, más conceptual que otra cosa. Así que he rectificado y he sentido cómo los dedos recuperaban de pronto su memoria ritual y flop, flap, alehop, voilà, dejaban la corbata puesta y funcionando sin pantalla de error, como todos los días excepto ayer. He sonreído pensando ah simetría, te cacé, y me he venido al trabajo sospechando que a partir de mañana voy a empezar, por qué no, a hacerme la corbata como ayer, del otro lado, por si algún día cruzo algún espejo y, de manera absurda (porque qué más dará) me da por hacerme la corbata como siempre, es decir, del revés.

23.2.09

ganar y perder

El sábado tuvimos velada literaria. Con la temática del este (en principio era Rusia, pero como Rusia es un concepto la mar de difuso porque según en qué momento fue una u otra cosa lo ampliamos a Rusia y antiguos satélites), se leyeron textos al respecto, y cenamos a base de filetes rusos, ensaladilla rusa y muchísimo vodka. No diré qué leyó la gente por no quedar como un patán al tener que confesar que no recuerdo. No diré qué leí yo por no quedar como un friqui. ¿Y entonces qué, no voy a decir nada? Sí, claro. Diré que en un momento dado alguien dijo la palabra “nada” y yo no me sentí empujado a apostillar, en voz menos o más baja, “de Carmen Laforet”, una costumbre que desarrollé hace siglos y de la que yo ya pensaba que no me podría librar. Me fui a dormir la mar de contento, pensando que había logrado dejar atrás un vicio estúpido y molesto. Había ganado un punto, qué bien. Subía mi balance, era mejor persona, qué bonito era el mundo.

La alegría me ha durado hasta hoy. Esta mañana me he levantado y me estaba poniendo el disfraz para venir a la secta, rutina mañanera típica: yo con mi café, mirando la página del As mientras me abotono la camisa y me enrosco la corbata al cuello. Todo automático, todo sistematizado, todo realizado a un nivel infra-consciente. Y de pronto esta mañana estaba yo operando la corbata con las manos cuando he notado que algo no iba, y me he mirado como he podido (porque los nudos de corbata no tienen la virtud de ser muy visibles por uno mismo, tan cerca del cuello) y qué tremendo lío de tela que tenía ahí. Y me he descubierto pensando ¿qué diablos hago? ¿Cómo demonios me suelo hacer yo los nudos de corbata? Y de pronto algo que ya era rutina y memoria manual había desaparecido, y no me acordaba. Y me he venido al trabajo la mar de preocupado, pensando que había dejado atrás un trozo de sabiduría práctica absurda pero eficaz. He perdido un punto, qué mal, un pasito atrás, qué raro es todo.

Así que cuadrando una cosa con la otra, tablas. El activo es igual al pasivo. Unas veces se gana y otras se pierde. Empate técnico entre mejoras y desmejoras. Pero aunque tenga hoy un nudo de corbata surrealista, al menos no voy apostillando “de Carmen Laforet” cuando alguien dice “nada”, así que yo creo que al nivel de los decimales he salido ganando. Que en la contabilidad de la vida, estos días he cometido un pequeño desfalco. Y pensando esta tontería me siento mejor.

21.2.09

música mía

Lo primero que he pensado es que estaba sonándome el Demon of the Fall de Opeth en el móvil, aunque lo he descartado enseguida: aquello no iba sobre un compás de tres tiempos.

Aunque no debería empezar a contar esto por ahí, sino desde más atrás, desde antes incluso del principio. Resulta que yo, pese a lo que mucha gente, a veces sospecho que mi cumpañero de piso Juanito incluido, no moro en el Palacete, sino que tengo una casa, por la que de cuando en cuando me paso. Por ejemplo hoy. Y desde tiempos inmemoriales, la cisterna del baño está jodida. Con el tiempo, y con las reparaciones ufanas y en rigor y a largo plazo no calificables de eficaces, nos pongamos lo optimistas que nos pongamos, se ha ido jodiendo cada vez más, de manera que a fecha de hoy tenemos el grifo que da paso al agua que en teoría ha de llenarla cerrado casi siempre, excepto a la hora de llenarla. De no proceder así su mal cierre produce un ruido que resulta grato porque produce el efecto de que uno se está afeitando o lavándose los dientes al pie de las cataratas del Niágara, pero probablemente sería la ruina del Canal de Isabel II, que nutre de agua las tripas de esta ciudad, y el comienzo de una nueva era de regadíos en las otrora requemadas y secas llanuras extremeñas, Tajo abajo. Y hoy estaba yo allí frotando mis incisivos con fruicción, cuando me ha dado por abrir la cisterna para que se fuese llenando, por lo que vendría después, y de pronto, en medio de ese estruendo, me ha parecido escuchar el fragor incógnito y no demasiado remoto de una música familiar. Ya digo: me pareció que sonaba música mía, al primer bote Opeth, no por el ritmo sino por lo plausible, porque es lo que suena cuando casi todo el mundo me llama por el móvil, por ejemplo. Pero no, efectivamente aquello no era ese compás de tres tiempos que Opeth borda como poca gente, aunque eso no quería decir nada, porque mi móvil debe tener canciones extrañísimas, de esas que uno le mete de vez en cuando para que suenen cuando menos se las espera en la oficina o en compañía de extraños, y así poder restregarles por los tímpanos mi elitismo musical y el estruendo de alguna forma de cosa burra de país escandinavo. Y no, no era eso, porque mi móvil reposaba oscuro y durmiente, sin saber ni enterarse de nada. Era el agua. Así que por un rato he detenido el cepillo de dientes entre muela y muela, y me he estado solazando con eso que, se ponga el agua como se ponga, definitivamente sonaba como si de fondo pudiese estar sonando música de mi gusto. Y luego, diría que al instante pero no, ha sido al rato, he seguido frotando mientras le decía a mi reflejo que es un tanto inquietante escuchar esa música en ruidos, y que qué mal habla eso de la pobre, de mi pobrecita música, música mía, de mis amores, mis travesías en coche y mis bostezantes viajes en metro.

19.2.09

de profesión inquisidor

Estaba yo tirado en la cama (de cuyo estado, avergonzado, no hablaré, en fin) cuando me he descubierto pensando en profesiones. Recordando, porque es un tema en el que pienso de vez en cuando y los pensamientos recurrentes terminan siendo más recuerdos que ideas, más relectura que creación. El pensamiento en cuestión es uno que surgió probablemente no la primera pero sí unas cuantas de esas veces en las que alguien pregunta y si pudieses trabajar de lo que te diese la gana, ¿en qué trabajarías?

Hay que allanar el camino para mi flamante conclusión, así que llegados a ese punto yo suelo preguntar:

-¿Tiene que ser una profesión actual, o valdría algo de otros tiempos?

-Cualquier cosa vale -me responderá mi amable interlocutor por la cuenta que le trae.

-Entonces yo creo que habría sido un gran inquisidor.

-Ciertamente -pensará el amable interlocutor si me conoce y, según la confianza, tal vez diga en voz alta.

Porque sí, yo creo que habría valido para eso, de haber vivido en el medievo. Para el has pecado, hijo, y yo vengo aquí con toda mi parafernalia lógica y mi hipótesis falsa (y ya filosofamos un día, acuérdate, de a dónde se llega con eso) y tú vas a terminar ardiendo como una tea. Porque cuando convenga todo será la voluntad del Señor, y cuando convenga todo será tu libre albedrío mostrando la impureza de tu alma, y al fin y al cabo yo, decida lo que decida, no seré sino una herramienta de Dios, que para algo llevo una cruz en el pecho y me sé la Biblia.

Eso me hace pensar que si yo fuese creyente, al ser (bueno, esperar ser, que habrá veces que en fin) un tipo consecuente, sería un fanático de cuidado. Pero como no lo soy, pues bueno, quien quiera discrepar que discrepe, y que cada cuál crea lo que le de la real gana, mientras no vaya por ahí tocando las narices a los demás. Por esto mismo no me gustó todo lo que podría haberme gustado la campaña de los autobuses ateos, y me repugnó sobremanera la contrarréplica de los evangelistas, mandona, intransigente y retrógrada (respuesta esta que, en cualquier caso, era tan digna de aplauso por todo lo que expone a la luz que supongo y/o espero que fuese el motivo principal de toda la campaña: para qué nos vamos a dar a conocer nosotros los ateos, si lo que es útil para la sociedad es que se los conozca a ellos los creyentes intransigentes). Lo único que me toca las narices es que de vez en cuando alguien intente probar una creencia argumentando, porque probar lo imposible es, por definición, imposible, y gente lista ha existido siempre, gente lista creyente también (por mucho que piense algún ateo tonto también), y si la existencia de Dios no ha sido probada entonces que no me venga nadie diciendo sí hombre, Dios existe porque bla bla bla, que si la perfección del cuerpo humano por aquí, bli bli bli, la causa primera por allá, blu blu blu, que si el bien y el terrible miedo a la muerte y la búsqueda de consuelos a cualquier precio. Y ah, no. Ah, eso sí que no. El cuerpo humano es de todo menos perfecto, no puede haber una causa antes del tiempo porque, en fin, no tiene cuándo suceder, y si a alguien le da miedo la muerte es que, realmente, no ha pensado en lo que supondría la vida eterna. Y curiosamente es en esos casos cuando uno puede agarrar lo más parecido que puede existir a lo que debería ser una biblia, o sea la lógica, y efectuarle un juicio inquisitorio al personaje que ha decidido que para darle una cierta credibilidad a sus ideas va a inventarse una demostración de algo que, de poderse demostrar, probablemente ya habría demostrado alguno de los cientos de teólogos infinitamente más capaces que él. Y proclamar la sentencia de que tristes creencias deben ser las de alguien que se fía tan poco de ellas que tiene que apuntalarlas y darles para sí mismo un aire de credibilidad, porque eso significa que él mismo intuye que, de pararse a pensarlo, le van a parecer un tanto increíbles.

Con lo fácil que es creer cosas con opción a cambiar de idea, si surge demostración en contra. ¿Por qué la gente necesita convicciones inamovibles? ¿Qué problema hay en adaptarse a lo que se sabe? ¿Qué necesidad de defender lo absurdo? ¿Por qué todo esto me está recordando la defensa que, desde el PP, hacen de su propia corrupción, atacando a quienes la denuncian? ¿Por el miedo de vernos, de ver cómo somos?

Pues valiente cobardía.

Yo prefiero ver lo que hay.

Y soy el primero en lamentarlo, porque ah, qué gran inquisidor se ha perdido el mundo. Si tan sólo hubiese nacido hace unos cuantos siglos, y hubiese sido convenientemente lobotomizado.

16.2.09

de Louisville a Jamaica y tiro porque me toica

Como todo el mundo sabe en cuanto apela a la presunción de inocencia y a la falta de pruebas que habrá hasta que a alguien le de por mirar debajo de cierto castaño yo soy hijo único. Esto significa que de pequeño hubo tardes y tardes de domingo en las que creí morir de puro aburrimiento. En mi recuerdo aquellas tarde siempre son frías, lluviosas y oscurísimas, a las cuatro se hacía de noche y yo, pegado al radiador, no tenía con quien jugar.

De eso uno sale o tocado del ala o imaginativo. Yo evidentemente, salí tarumba, aunque sí que desarrollé algo de imaginación residual para la fantasía solitaria que luego, cuando llegó el boom hormonal de la adolescencia, me vino la mar de bien en las noches de autoexploración a la hora de imaginarme desnudas a mis compañeras de instituto, porque en aquellos tiempos los adolescentes –al menos los que no teníamos hermanas mayores a las que espiar– debíamos recurrir a eso, ah, que tiempos oscuros aquellos sin internet en los que un catálogo de lencería podía ser el más preciado tesoro, en fin.

El caso es que otra consecuencia de aquellos tiempos, de aquella situación, es una severa deficiencia en juegos participativos, porque los juegos sirven para lo que sirven, para humillar al que pierde, y no iba yo a ponerme a jugar solo, qué sé yo, al parchís, o al cinquillo, o a la Oca. Y la verdad, a la Oca nunca le vi mucha gracia, aunque ahora, de pronto, soy consciente de toda esa carencia y la vivo, y la disfruto, y la siento, cuando miro en la página de UPS el camino que han seguido los nuevos filtros de la cámara, que en su camino hacia mí partieron de Brooklyn, saltaron a Louisville, luego volaron a Jamaica, donde por mal tiempo tuvieron que esperar unos cuantos vuelos antes de poder cruzar el Atlántico y llegar a Bolonia, desde donde por fin pegaron el último brinco hasta Madrid. Y eso sin contar que habiendo sido fabricados en Japón, cuando salieron de Brooklyn ya debían llevar un buen montón de destinos intermedios a cuestas.

Y pienso en todo ese mundo y pienso que qué cabrones los filtros, que en la poca vida que tienen ya me sacan una considerable ventaja, que son viajeros, y que habrá que obrar en consecuencia y, en cuanto se pueda, pasearlos por el mundo, ahora ya conmigo, fuera de sus cajitas, mirando y viendo (o no, porque el infrarrojo es bastante miope), diciendo, con la Muchacha y conmigo, ¡uooo!, cuando vean pirámides mayas, charcos Oaxaqueños, callejones del DF, tejados de Praga y muros en ruinas de la Alemania mítica. Porque ahora toca tirar, y nos toca tirar a nosotros, y jugar al juego de la Oca a escala intercontinental, por qué no.

 

12.2.09

muerte del arco iris y ceguera de cámara

Me he comprado dos filtros para la cámara de fotos: ho, ho, ho.

El primero es un filtro polarizador. Estos filtros están formados por dos cristales polarizados que se giran, el uno respecto del otro. Un cristal polarizado es un cristal que sólo permite que lo atraviese la luz cuya onda (porque la luz, como todo el mundo sabe, es una onda) oscila, digamos, en una determinada dirección, así que polarizando la luz este filtro permite que determinada luz que no oscila en esa misma dirección no pase. Por ejemplo cuando la luz rebota en alguna superficie (por ejemplo agua o cristal) cambia su función de onda, y con un filtro polarizador pueden eliminarse los reflejos de un cristal y fotografiar limpiamente lo que hay al otro lado. Como además la mayor parte de la luz que nos llega del cielo como ese habitual tono azul es luz rebotada, los filtros polarizados la cortan, oscureciendo el cielo y dándole un tono más profundo. Como los arcos iris son luz difractada al reflejarse en una lluvia lejana, los filtros polarizados pasan olímpicamente del arco iris.

El segundo es un filtro infrarrojo. Este es un cristal que parece negro, y en lo que a nosotros respecta, es negro. Solo que no es negro, porque, claro, deja pasar la luz infrarroja. Así que si pudiésemos ver en ese ancho de banda de la luz (o sea, la luz que va con una frecuencia menor que la del rojo), veríamos perfectamente a través del filtro, pero como vemos lo que vemos el filtro nos parece negro porque los fotones a los que están acostumbradas nuestras retinas chocan con el filtro (porque la luz, como todo el mundo sabe, es una partícula) y no lo pueden cruzar. Si el único inconveniente del filtro polarizador es que me puedo ir despidiendo de los arcoíris (aunque, bueno, después de unas 17000 fotos y de no recordar ninguna de un arco iris dudo que los eche de menos. Y qué demonios, es un filtro, no una condena, y se puede quitar), el de infrarrojos es que los fabricantes de cámaras digitales suelen proteger sus sensores colocando delante de ellos, en las entrañas de la cámara, otro filtro que no deja pasar los infrarrojos, lo que va a convertir a mi cámara en una absoluta cegata que tendrá que apañárselas con exposiciones larguísimas (por lo que leo, de 10 a 30 segundos a plena luz del día), y bueno, que las lentes suelen estar preparadas para operar con luz visible y a veces, por lo visto, aparecen fantasmas cuando se las usa con luz infrarroja. ¿Pero qué es eso al lado de la emoción que supone ser capaz de arrancar de la luz imágenes iluminadas por ese espectro que no somos capaces de ver? ¿Y qué mejor excusa para comprar otro objetivo que la de ‘ah, es que el que tengo no me vale para luz visible’?

Se tiende a pensar que la fotografía es un arte (bueno, hay quien no piensa ni eso, pero en fin, también hay animales a los que no les gusta la música, ninguna música, brrr) que refleja las cosas como son en un instante. Ya me he reído yo bastante de esa instantaneidad pensando que sí, que puedo llegar a abrir y cerrar el obturador a 1/8000 de segundo, pero también a 1 segundo, o a 5, o a 30, o a lo que aguante la batería. Ahora toca reírme del las cosas como son y comenzar a apuntar con el dedo a la luz, que es de lo que va la fotografía, y a utilizar bastante directamente todo lo que a día de hoy sabe la ciencia moderna sobre ella, entendida la pobre desde hace poco más o menos un siglo, gracias a la Relatividad (pues fue Einstein quien nos presentó la luz como partícula) y a la Física Cuántica (que es la que nos cuenta por qué las cosas son a la vez onda y partícula, y que la distinción es sólo una cuestión de perspectiva).

Ciencia moderna, arte, y la posibilidad de sacar imágenes bestialmente arrebatadoras. A partir de mañana, que me llegan los filtros. Me siento como en víspera de reyes. Y que se aguante el arco iris. Quién lo va a recordar, si hay suertecilla y puedo hacer fotos como éstas.


9.2.09

esos seres pequeños, moqueantes y gritones

–Prométeme que si algún día tenemos un hijo así me dejarás ahogarlo en la bañera.

–Si alguna vez tenemos un hijo así, te ayudaré a ahogarlo en la bañera.

Y los dos nos agarramos de la manita y, consolados en nuestro odio común, pudimos sobrevivir a la molestia que suponía el crío insoportable de pelo ensortijado y modales inexistentes que nos llevaba desesperando una maldita hora.

Salimos de la exposición de Frank Hurley (y no digo más, que así parecemos intelectualísimos) y caminamos por el Paseo del Prado, primero. Luego trepamos la calle Huertas, nos comimos un helado para combatir el fresquito y, supongo, empujados por la publicidad subliminal de haber visto un porrón de fotos de hielo y nieve, hicimos cola en un cine un rato, nos fuimos a comprar un par de libros, nos tomamos un café y un te que, esta vez ni yo, fueron finalmente un vino y una cerveza, y luego nos metimos a otro cine a ver la misma película que habíamos pretendido ver antes, donde, bueno, el tema de la paternidad también andaba por ahí, aunque los niños, presencias vagas y remotas, no incordiaban mucho.

Pero yo me quedé pensando en niños y me acordé de uno que vi por la tele la semana pasada. Era al final de un telediario, hablaban de un pequeño pueblecito de Galicia, perdido en algún monte de por allí, más o menos aislado por la nieve (más o menos porque decían que estaba aislado, pero dudo mucho que los reporteros pudiesen teletransportarse, o que se quedasen allí). En el reportaje, como decía, salía un niño, hablando. Un niño de campo, grandote, timido, con ese hablar raro de quienes se relacionan más tiempo con vacas y adultos del entorno rural que con Playstations y Facebooks. Sonreía, tartamudeaba un poco. No me costó ningún esfuerzo imaginarle ponerse colorado cuando al decir corten la reportera le dijese cualquier cosa (antes, y esto tampoco me costó ningún esfuerzo imaginarlo, de darse la vuelta, alejarse y cagarse en toda esa puta nieve y ese frío inv(f)ernal), y luego esperar, junta a toda su familia (con botas de goma altas y jerséis de lana y camisas bastas de cuadros y pañuelos de hilo y arrugas y un acento gallego absolutamente incomprensible) para verse por la tele, decir “ese soy yo”, y luego sentirse fatal y pensar que salía como un idiota mientras su familia le daba espaldarazos descomunales y le felicitaba con honores de héroe.

Me cayó bien el niño ese.

Así que –nota mental– tengo que contarle todo esto a la Muchacha y preguntarla si, en caso de que nos diese por tener un hijo, le parecería bien que lo desterremos a Orense, para que aprenda a ordeñar, y a cazar palomos, y a no ser un absoluto gilipollas malcriado, como tanto niño urbano que pulula por todas partes.  

5.2.09

la archienemiga de la cordura

Vaya por delante que este post no usa el término cordura con el sentido despectivo con el que tanto perroflauta y pensador de pacotilla la usa para reivindicar lo diferente, lo no rutinario y lo colorido: cordura, según el diccionario, es prudencia, buen seso, juicio, y la locura no es algo de lo que alardear o jactarse: yo, que viví año y pico con una enferma mental, puedo dar fe de que la locura no tiene nada de hermoso.

La archienemiga de la cordura no es, como suele pensarse, la locura, sino la estupidez. La locura, simplemente, es lo que queda de la cordura cuando esta se enfrenta con la estupidez y pierde. La locura no es, ni debe ser, un piropo, o un halago, o algo que proclamar como causa, excusa, razón o motivo. La locura es una ruina de derrota, no algo que exhibir ufano ante las visitas que vienen a tomarse un té y les da por preguntar, corteses, que qué tal nos va.

Vaya también por delante que me consta que nadie se libra de la estupidez, y añadiría “ni yo mismo” si no fuese a sonar pretencioso, como si me sorprendiese que ni yo me libro. No, yo no me libro, pero igual que nadie, sin sorpresas ni atenuantes. Pero hago lo que puedo en no ejercerla a jornada completa, como hay tanta gente que parece hacer: últimamente no sé si será que estoy yo quisquilloso o que veo que arrecia la estupidez.

El ejemplo último (o, bueno, quizá penúltimo, es complicado acotar la estupidez) de esto lo viví ayer tarde en el curso al que estamos yendo los de la secta. El profesor propuso un problema y nos dejó un rato considerable para resolverlo. De quienes lo logramos cada cual lo hizo a su manera. El primero coincidió con el profesor, que le dedicó halagos y aplausos. El segundo había pensado otra forma, más eficaz (más corta). Ah, pero es que habría que hacer también esto, y esto otro, replicó el profesor. No, no hace falta, yo no lo he hecho y funciona, respondió perplejo mi compañero. Y el profesor la tomó con él: ya, ¿pero y si el problema fuese distinto, y si la pregunta fuese ligeramente distinta, entonces qué, eh?, ¡entonces el método ese no funcionaria! Toma ya, claro, pensé yo: si planteas un problema su solución es la solución de ese problema, no necesariamente de otro. Que el que él planteó no se viese afectado por el cambio del problema era secundario e injusto, porque él, como profesor, es quien manda y hace y deshace, pero igual que él le replicó a mi patidifuso compañero que podría ser otro problema así, yo podría haberle dicho que bueno, el suyo tampoco funcionaría si en vez de estar haciendo el moñas con códigos postales a su problema se le suministrasen sextetos alejandrinos. Pero qué sentido tiene pelear contra la estupidez, cuando las consecuencias serán en el mejor de los casos futiles. No dije nada. Simplemente, cuando el profesor terminó de ensañarse con él y preguntó, mirándome, que quién tenía otra solución, yo sólo le respondí con una mirada hostil.

A veces es lo único que se puede hacer. Otras veces, en cambio, no, y ahí están, en las noticias recientes, dos ejemplos estupendos de emboscadas a la estupidez. El primero, el de los autobuses ateos: saca un mensaje que no deja de ser educado y dar buenos deseos, y observa los efectos del fanatismo en todo su esplendor, con esos mensajes hostiles y esas actitudes cerriles que patrocina, promociona y produce la entrañable Iglesia. El segundo, la emboscada de El Intermedio a Intereconomía TV, que me tiene todavía muerto de la risa. Qué grande es cuando alguien con recursos (la plataforma de un programa de televisión, la repercusión de las propias palabras) puede dedicarle a alguien un sopapo en los morros, y luego deleitarse con la ristra de estupideces que le contestan (impagable no aludir en ningún caso a los insultos, comparar el fake con un video contrastado y penal y afirmar, toma ya, que cuando algo es indicio de delito no es necesario comprobarlo, y a tomar por culo la presunción de inocencia y la investigación), y aún guardar aliento para responderle al cretino que preside la Asociación de Prensa de Madrid, que sale a criticar, que ni Wyoming es periodista, ni dijo una palabra cuando la Teoría de la Conspiración (bueno, de hecho sí que la dijo: le dieron un premio a Pedro J. Ramírez).

3.2.09

pasatiempos

Supongamos, por un suponer, que estuviese asistiendo a un curso de, cágate lorito, Excel, donde un tipo se ufana en hacer chascarrillos sobre el uso del símbolo del dolar en las referencias de las celdas o la cantidad de decimales con las que se puede obtener un número aleatorio (cosa que probablemente no le interesase a nadie en la sala). Supongamos, sabiamente, que en tal marco yo me aburriría y pensaría qué sopor y me buscase un juguete. Es razonable suponer que fuese el Excel, ya que es lo que está más a mano, o estaba, como comentaré al fin de este mensaje. Entonces lo que menos puede sorprenderle a nadie es que en mi pantalla, en lugar de...

...lo que se vea sea esto otro...

...así que no entiendo por qué la compañera de al raro me mira con esa cara tan rara, de hito en hito, que dicen las novelas viejunas, haciéndome ir corriendo a buscar un diccionario a buscar qué coño quiere decir eso literalmente (para no entender un carajo).

Además dedicando mis esfuerzos al coloreado del álgebra básica, estoy salvando la vida del profesor, que es de esas personas que se empeñan en usar de manera alevosa, injusta y definitivamente equivocada la palabra "matemáticamente" a modo de mantra, de manto de autoridad que ponerse y que esgrimir ante las chapuzas que hace cuando no está soltando esa risita (escucha: "ji ji ji". Esa risita), como por ejemplo ahora, en fin, menos mal que nos dijo que le cogiésemos un archivo de una carpeta de su ordenador, y para entrar nos dijo que lo hiciésemos a través del explorer (en lugar de entrar dándole a inicio -> ejecutar, como la gente normal), para alegría de unos cuantos, o sea mi compañera y yo, que estamos sentados detrás del todo, sin nadie alrededor, y hemos sido extremadamente felices cuando en las ventanitas del explorer de nuestros compañeros hemos visto florecer, una por una, las pantallas de Google que anunciaban nuestra libertad, la tibia barrera que cruzar para ser libres y zascandilear por internet, y dejar de escuchar al tipo jijijeante que como vuelva a decir otra vez más matemáticamente morirá estrangulado con un cable de ratón.

Si es que en estos sitios tenían que poner ratones inalámbricos, que parece que lo van buscando.

poetas versus cirujanos

¡Y es que cómo no le va uno a tener el cariño que les tiene a las poetas! Aunque fuese sin méritos (que los hay, pero vamos sobrados, finjamos que no, aunque no haga falta, aunque sea tarea titánica), es la de los poetas una profesión que despierta simpatía, pues ¿qué es la poesía sino rima? (y según digo esto noto los colmillos de la Muchacha clavándose en mi tibia), y ¿cuál es la primera rima que trae la palabra “poetas” a la cabeza?

Es por este asunto de las rimas instantaneas que cuando uno escucha esa palabra, sonríe. Es por eso mismo por lo que los cirujanos nunca serán mirados con simpatía.

Con la tecnología de Blogger.

Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.