27.11.08

cuando ya no queda esperanza, ahí está Dios

–Es que no vale la pena discutir contigo –ha dicho, gruñendo, según pasaba, una compañera de la secta a un segundo compañero–. Es como darle palos al viento.

–Un dos tres, responda otra vez, por veinticinco pesetas la respuesta, ¡frases de ese tipo para decir que algo es inútil! –dice el segundo compañero.

–Es como mearle al mar –dice un tercero.

–Es como soplarle a un avión –dice el segundo.

–Es como escupir en una piscina –insiste el tercero.

–Es como empujar una montaña –replica el segundo.

–Es como poner una bomba en una morgue –propone el tercero.

–Es como dar un salto para ir a la Luna –se revuelve el segundo.

–Es como mearle al viento –empieza el tercero, desesperado, con los crossovers.

–Es como hablarle a una piedra  –responde confiado, seguro de la victoria, el segundo.

Hay un silencio incómodo.

–¿Es como soplar en un huracán? –murmura por fin el tercero.

–¡Ja! ¡Esa es de las mías! –proclama victorioso el segundo–. ¿Nada de mear escupir, muertos ni tiros?

El tercero contiene las lágrimas, agacha la cabeza y se sorbe ruidoso los mocos.

–No –balbucea–. No puedo competir contigo… es… es.. es como…

Y busca, desesperado. Pero cuando toda esperanza muere, ¿qué nos queda? Queda Dios.

–Como… como sodomizar a Dios.

Silencio en la oficina. El tercer compañero da por zanjado el tema, agacha la cabeza, y se pone a teclear en esta ventanita, clá clá clá clá clá.

26.11.08

el milagro del botoncito de ahí

Por aquel entonces(*) yo fumaba. Así que aquella noche, cuando conducía a casa de vuelta de someterme a una sesión redentora de empacho de comida materna, bajé ambas ventanillas un par de centímetros, como tantas veces, y encendí un cigarro y fumé mientras conducía y escuchaba música, por hacer el viaje algo más ameno y por pensar asombrado que qué hábil soy, capaz de girar el volante con las dos manos mientras sostengo con una el cigarro sin quemarme el puño de la camisa de la otra mano. O de esa mano. De ninguna mano, doble maravilla.

Y en fin, por esas cosas del tráfico iba yo la mar de tranquilo hasta que en una calle por la que tengo que meterme obligatoriamente pasé sobre una serie de bandas de esas que se llaman sonoras pero que deberían llamarse saltarinas. Al pasar sobre ellas, como tantas veces, el coche pegó una serie de lozanos brincos en el aire. Boing, boing. De ahí a casa no hay nada: un giro a la izquierda, otro a la derecha, otro a la izquierda, otro a la derecha y a aparcar donde se pueda. Se pudo mal y lejos, después de otro giro a la izquierda, otro a la derecha, dos más a la izquierda, un amago de giro a la derecha y una rectificación a tiempo. Aparqué tras unos cubos de basura, junto a un parque que, como todos los parques de mi barrio, esconde la remota promesa de los yonquis y los atracos y los dulces sueños de atroces despertares de cicatriz en el costado y puntos frescos y sangre por todas partes y riñon en nevera portátil viajando rumbo a Hong-Kong (naturalmente, nada de eso es real. Naturalmente a mi subconsciente, que se crió escuchando leyendas urbanas de esas a todas horas, le importa un pito que nada de eso sea real). Eché el freno de mano, subí las ventanas, apagué luces y motor, salí del coche y me fui a casa (derecha, izquierda, derecha a fondo, y al final derecha otra vez y alehop, mi portal).

Dormí.

Me desperté.

Ese viernes iba a volver a por otro empacho familiar, y había quedado en llevarle a mi padre un libro que tenía en casa, así que como a comer con la familia iba a ir de nuevo en coche y como el coche lo cogería, sin pasar por casa, cuando volviese del trabajo, camino del metro pasé por el coche con el libro bajo el brazo, y cuando llegué y saqué la llave para dejar el libro ya en el coche vi que la ventana del copiloto estaba bajada dos centímetros. “Ups”, pensé. “Qué despistadillo soy”.

Así que abrí el coche desde el lado del copiloto, metí la llave en su sitio, activé la electricidad y le di a la palanquita que sube la ventanilla, pero la ventanilla no se movió.

Por probar otra variante me di la vuelta y entré por el lado del conductor, probé desde allí, probé poniendo el coche en marcha, activando y desactivando el seguro. La ventana, impertérrita, no se movió.

Yo, renegando, cerré el coche y me fui al trabajo, y volví, cogí el coche, fui a comer, volví, lo dejé aparcado con mucho miedo y me fui a pasarme el fin de semana por ahí. De vez en cuando pensaba en el coche, pensaba en mi barrio, pensaba en gente cachonda tirando colillas por esa rendijita (y mi coche convertido en un esqueleto al rojo vivo encharcado en goma quemada), dejando caer serpientes venenosas y arañas y bichos (y mi coche convirtiéndose en una escena de las viejas, o sea buenas, de Indiana Jones), tirando basura por ese hueco (y mi coche, bueno, quedándose como está). Y también pensé que algo debía haberse jodido en esos baches, que para mí habían marcado un antes y un después en el funcionar de la ventana, y pensé que algo se habría jodido o salido de su sitio o roto, y que me costaría un dinero arreglarlo, y que ya estaba otra vez en números rojos, hay que joderse.

Pero cuando volví a ver el coche estaba como siempre. Sólo quedó latente la amenaza del coste de la reparación. Así que con mucho miedo fui al taller que tengo más cerca de casa y pregunté al venerable anciano que lo regenta.

–Uy, lo siento –dijo, meneando la cabeza, cuando le dije qué coche era el mío–. Aquí coches japoneses no los trabajamos.

–Vaya por Dios –suspiré. Y me resigné a no poder hacer nada porque se me da de maravilla resignarme cuando hace frío y por las tardes ya es de noche y pasan cosas que requieren que hable con mecánicos o gente que amenaza con cobrarme dinero por arreglar cosas.

Esa noche la Muchacha me preguntó que cómo iba mi avería de la ventanilla. Le conté.

–¡No puedes dejar más días el coche en tu calle! –gritó, aterrada con motivos, puesto que en mi calle le robaron la antena del suyo–. Mañana mismo dejo yo el mío en el garaje y cojo el tuyo y me lo llevo a casa de mis padres, a encerrarlo tras las murallas de su fortaleza –pues ella es propietaria de un palacete, pero sus padres poseen un castillo en provincias–. A ver quién es el listo que salta el foso y trepa la muralla para quitarle la antena, hijos de puta –musitó.

–No tiene la antena, el día que dieron el coche la desenrosqué y la tiré al maletero, para que no me la robasen –comenté.

–¿Sigue ahí? –preguntóme.

–Supongo –respondile.

–Entonces la pondré de nuevo –continuó musitando–. A ver quién trepa por encima de los parapetos y los muros erizados de estacas.

Así que yo le di las gracias y al día siguiente me fui al trabajo tan contento sabiendo que el problema estaba en las manos de la Muchacha, que son las manos más eficaces del mundo. Tantísimo que a media mañana me mandó un mensaje diciendo que la ventanilla funcionaba de maravilla.

–¡Milagro! ¡Lo has arreglado! ¡Milagro! –dije yo, de rodillas.

–No, milagro no: el botoncito del bloqueo de las ventanas, al lado de los interruptores.

Yo hice memoria durante un buen rato, y por fin, respondí

–¡Milagro! ¡Había un botoncito ahí! ¡Milagro!

Y la Muchacha sonrió porque le encanta que a ratos yo me muestre así de imbécil, la verdad, no entiendo por qué (¡milagro!), aunque espero que le dure mucho, je.

 

 

(*: El jueves pasado, por la noche)

25.11.08

el salto del semáforo y la finta del diccionario

Qué cosa curiosa la de los cambios en los parámetros que definen el humor de uno. Recuerdo un tiempo en el que cuando un coche se saltaba el semáforo yo lo miraba indignadísimo, puño en alto, venas en el cuello y espumarajos en las fauces, ¡capullo, tenías que haber frenado, bla bla bla! Ahora sólo los veo pasar, premiándoles como mucho con un giro ocular o, si el transgresor conduce algo como un Ford Mustang (ayer, precisamente, vi uno), un giro de cuello y un “oooh” extasiado. Total, no suelo llevar prisa, para qué indignarme. Lo peor siempre fue cuando encima de pasar a destiempo se disculpaban alzando una mano (si es que se estaban disculpando y no te estaban avisando, “quieto ahí”, que todo podía ser). Ahora me dan una risa floja, como si me importase a mí su disculpa o como si necesitasen mi permiso para algo que van a hacer de todas maneras. Últimamente cuando alguien hace eso yo me lo tomo como un saludo y, educadísimo, se lo devuelvo, pero hoy, viendo pasar al último coche que se ha saltado el semáforo y detenerse al primero que lo ha respetado, he pensado si no debería empezar a cruzar los pasos de cebra pidiendo disculpas (o saludando, o avisando, “quieto ahí” a los coches que estén parados tras la línea blanca, esa frontera que marca el terreno que yo, bajo la éjida del hombrecillo verde espatarrao, puedo reclamar como pasto de peatones.

En fin. Recapitulando, sé que dejé a medias lo de la semana pasada, pero no fue cosa mía. Ni hablar de asumir culpas, que uno aprende rápido. Lo bueno de los contratos que uno firma consigo mismo es que puede romperlos en cuanto le de la gana. Ya seguiré otro día, pero es que los medios no acompañan: desde aquí no puedo poner ni ecuaciones ni gráficos, y para hablar de fractales o caos o geometría o toplogía, vienen bien. Pero ya seguiré, ya, quizá los fines de semana, aprovechando coyunturas.

Y también tengo otra cosa pendiente, contar del fin de semana, pero como habla de gente que se pasa las noches entretenidísima leyendo diccionarios mejor por ahora no lo cuento, que ya están las reputaciones lo suficientemente mal como para echarlas más fango encima.

Así que contaré sólo un diálogo.

–Es que te estás convirtiendo en una gran influencia para mí –le dije con fervor a la Muchacha–. Dentro de nada me voy a poner a escribir sonetos.

–¿A que te parto el diccionario en la cabeza? –me respondió, con más fervor aún.

Ah, las mutuas influencias, cuánto daño nos han hecho, y cuánto nos harán.

19.11.08

la semana de ciencia: 3, la música troceada, y entonces llegó Bach

Dejamos ayer a los teóricos musicales del XVI alterando sus notas musicales para que, a costa de perder la armonía de las quintas, les encajasen las notas en las escalas. Y supongo que llega la hora de preguntarse si todo esto era realmente necesario, y para qué narices sirve en última.

Las notas musicales son, digamos, el lenguaje de la música. Para que alguien le transmita una canción a otra persona necesita o bien hacérsela escuchar, o bien pasarle la información que necesite para hacerse una idea de cómo suena. Para que esto pudiese darse en la era previa al peer-to-peer, internet, el CD, el MP3 y los vendedores ambulantes de discos piratas, y para que dos personas puedan tocar dos instrumentos y que suelen iguales, hace falta todo esto, y coordinarlo todo con sistemas de afinación que nos garanticen que las notas de uno son las notas del otro. Si no llega el acabose, las disonancias, las reverberaciones y el ruido se abre de nuevo paso en los terrenos que ya eran de la música. Así que había gente que le dedicaba bastante tiempo a pensar en esto y los temperados, que es como se conoce a los diferentes métodos para distribuir las notas a lo largo de la escala, o lo que es lo mismo, de proponer formas de afinación de instrumentos. Pero claro, cambiar el esquema de afinación supone cambiar las notas, y esto es modificar la música, con lo que eso implica de faena para el compositor que diseñó su pieza pensando que las notas que escribía en el pentagrama iban a ser unas que de pronto a la gente le daba por pretender cambiar. Y ahí andaba todo el mundo a la gresca, divididos entre los más puristas que reclamaban respetar los afinados antiguos, y si no cuadraban pues bueno, nadie es perfecto, y los que decían que había que buscar un método en el que la relación entre dos notas consecutivas fuese la misma siempre, independientemente de en qué parte de un teclado estuviesen ubicadas las notas.

Y en mitad de la bronca a Johann Sebastian Bach se le ocurrió escribir Das wohltemperierte Klavier, el Clave Bien Temperado, que estaba formado por 24 conjuntos de preludios y fugas escritos en todas las tonalidades mayores y menores, cosa esta que la afinación pitagórica no permitía hacer. El temperado que uso Bach era el del organista  Andreas Werckmeister, que a costa de limar quintas permitía que las terceras sonasen mejor pero sin caer en quintas del lobo; las quintas son todas diferentes, pero mantienen la coherencia suficiente como para que no queden huecos por rellenar ni haya que terminar cortando una de manera abrupta (a base de limarlas todas). Claro, a medio estabishment musical aquello de “bien temperado” le sentó como un tiro.

Así que Bach y su influencia mediante, poco a poco se fue tendiendo a homogeneizar las notas de manera que más acordes fuesen posible, aún a costa de que algunos de ellos no fuesen perfectos, y a la equivalencia de las notas. No está muy claro si Bach abogaba por la homogeneidad –al empezar a escribir esto yo pensaba que sí, pero si leo por ahí que no está claro no voy a tirarme, desde mi analfabetismo, a la piscina–; hay quien dice que sí, y hay quien dice que no, que Bach no escribió aquello como alegato por el que todo sonase igual, sino como forma de mostrar las diferencias. Si tuviese que aventurar una opinión yo, pensando en Bach como ese tipo cachondo que era capaz de saludar a su afinador de órgano con un desquiciante acorde disonante, pensaría que como artista preferiría tener un catálogo de cosas distintas que poder emplear para conseguir efectos variados, pero a saber. El caso es que a partir de ahí los temperados fueron acercándose más y más al “temperado igual”; como lo que suena bien es lo que permite componer con más recursos, es coherente buscar la forma de maximizar eso. Desgraciadamente para ello hay que poder medir vibraciones y por aquellos siglos no tenían manera de hacer tal cosa, así que hemos tenido que esperar al siglo pasado para conseguirlo, al precio de saber, cuando escuchemos a alguien interpretar a Bach (o a cualquier compositor anterior al siglo XX), que lo más probable es que no estemos oyendo su composición, sino una “traducción” a un afinado moderno.

A día de hoy la solución se vuelve algo trivial (de afinar. De resolver ya era trivial): si de lo que se trata es de dividir en 12 partes una línea, de forma que cada una de las partes sea mayor que la anterior y que la proporción de cada una de ellas con la siguiente sea la misma, sólo hay que ir multiplicando por un factor. Entonces tendremos una tabla como la de ayer, solo que con una incógnita que será esa potencia del factor:

DO

DO#

RE

RE#

MI

FA

FA#

SOL

SOL#

LA

LA#

SI

k0

k1

k2

k3

k4

k5

k6

k7

k8

k9

k10

k11

…y el siguiente DO de la segunda escala sería K12. Nos cuadra, porque queremos que K0 = 1, y ahora sólo hay que hacer que K12 = 2. Entonces obviamente K = 21/12, es decir, la doceaba raíz de 2, que vale alrededor de 1,059463…

Venga, voy a poner otra tablita con la solución, que quedan bonitas.

DO

DO#

RE

RE#

MI

FA

FA#

SOL

SOL#

LA

LA#

SI

20/12

21/12

22/12

23/12

24/12

25/12

26/12

27/12

28/12

29/12

210/12

211/12

Entonces la proporción que tienen las quintas, y la gran ventaja es que ahora la tiene cualquier quinta, será que estará formada por una nota que tendrá un exponente i/12 y otra que tendrá un exponente (i + 7)/12, y que la proporción entre nota y nota será entonces 2((i+7)-i)/12 = 27/12 = 1,498307…, que es casi 3/2 = 1,5. Suficiente para que aún nos suene bien. Las terceras mayores son de sea 24/12 = 1,259921…, muy cerquita del 5/4 = 1,25. Las terceras menores son de 23/12 = 1,189207…, que anda cerca del 1,2 de 6/5, la cuarta, de la que nada hemos hablado, que es una nota y la que esté cinco semitonos por encima, tiene un 25/12 = 1,334839…, muy cerquita del 4/3, y así con las sextas, las séptimas... nada encaja del todo, porque no puede (estamos utilizando raíces irracionales todo el rato para aproximarnos a números racionales: no puede encajar), pero todo se parece a lo que debería parecerse de una forma que ningún otro temperado logra; en todos los intervalos nos encontramos con dos notas que cada cierto número de ciclos parece encajar, y nos produce esa sensación de armonía que nos da la música. En los clásicos, cuando algo cuadraba, o aparecían quintas del lobo o se nos descuadraba otro algo (o las dos cosas). Aquí nos resignamos al parecido razonable, nos encomendamos a la disipación de las notas en el tiempo (o a la distorsión de un buen amplificador), y tiramos millas, sabiendo que no tendremos unas cosas que funcionen de perlas con algún pero y muchas otras que no vayan, sino que nada será perfecto, pero todo será utilizable.

Y así, niños y niñas, es como funcionan las notas musicales y por eso algunas suenan bien juntas.

 

Hoy me he notado yo con menos ganillas (y encima me dejo en el tintero explicar que bemoles y sostenidos no son la misma cosa; miedo me da mi asesora), no sé si porque esta mañana no me ha dado tiempo a tomarme un café que estoy echando de menos cosa mala, porque no me gusta tener temas pendientes de un día para otro o porque al final lo que iba a contar de Bach se queda en incertidumbre. A ver si mañana puedo redimirme: me pongo a trabajar en ello desde ya, NO pensando ningún tema.

18.11.08

la semana de ciencia: 2, la música troceada de Pitágoras al lobo

Iba a ir con el post que habla del matemático cuyos trabajos todos, sí, tú también, habéis oído, pero me ha quedado un poco largo así que hoy cuento la primera mitad.

¡Y toca hablar de música!, y remitirnos a Pitágoras, que aparte de detestar a los irracionales y de cuadrar triángulos rectángulos hizo más cosas.

Si nos preguntamos por qué nos gusta la música y no el ruido, es decir, por qué podemos tararear una cancioncilla tan felices y aborrecer al vecino que se pone a dar martillazos a una pared, esto es porque el ser humano está adiestrado para reconocer patrones, y el ruido no tiende a seguirlo. La diferencia entre un martilleo y una canción es que la segunda tiene una estructura, un ritmo y una armonía, mientras que el ruido no tiene nada de eso (y cuando tiene algo, cuando el ruido es armónico, o regular, o sigue alguna pauta reconocible, entonces se vuelve más tolerable). Todo esto sucede porque por lo visto tenemos osciloscopios incrustados en el oído interno.

Para llegar hasta él, como decía, hay que rebobinar un tanto la cinta, hasta Pitágoras y su alegre pandilla.

De todos es conocido, supongo, que Pitágoras era un friqui de las matemáticas, que alrededor de estos montó una secta que abobinaba de las habas, y que veía los números y sus relaciones por todas partes.

Además, a los pitagóricos les debía gustar la música, así que se pusieron a buscar números y relaciones en ella.

Los antiguos griegos, como nosotros (más bien nosotros, como los antiguos griegos) dividían las notas musicales en escalas que a su vez subdividían en 12 semitonos; do, do sostenido (abreviado do#), mi, fa, fa#, sol, sol#, la, la# y si, después del cuál iría el do de la siguiente escala. Hasta aquí tenemos lo que se da en el colegio en solfeo y no se ven matemáticas por ninguna parte. Pero aparecen a la que uno da el siguiente paso y se pregunta ¿y cómo se relacionan las notas entre sí?

Lo primero que vieron los antiguos teóricos musicales fue que cuando uno, en un instrumento, tocaba un do en una escala y otro do en la siguiente, aquello sonaba bien. A día de hoy sabemos que esto es porque la frecuencia de la nota (la longitud de la onda sonora que esta genera en el aire, que de hecho constituye su sonido) es la mitad exacta en el do de la escala superior. Esto hace que mientras la onda del do más grave tiene tiempo para hace su sube y baja una vez, a la otra le ha dado tiempo a hacerlo dos veces. Por alguna razón, esa coincidencia le resulta grata a nuestro oído. Pero a nuestro oído también le gustan otras coincidencias más enrevesadas. Vieron los griegos que cuando suenan dos notas que están separadas por siete semitonos, también nos gusta. A esto se le llama una quinta (si parece raro que al tomar 7 divisiones de algo nos salga algo relacionado con un 5, siempre se puede pensar que eso es porque las quintas, al andar brincando por notas normales y sostenidas, abarcan 5 notas con sus siete pasos, a no ser que uno empiece a contar por el sí), y su efecto estético puede escucharse por ejemplo en la legendaria Also Sprach Zarathustra de Richard Strauss. ¿Y por qué nos gusta? Porque resulta que la frecuencia de la nota más aguda es 3/2 de la de la nota más grave (o sea, que su longitud de onda es de 2/3 de la otra; cuando la onda de la nota grave ha hecho dos ciclos, a la nota aguda le ha dado el tiempo justo a hacer 3). Y a nuestro oído, en serio, le encantan las coincidencias. En función de esto y como a los pitagóricos les encantaba andar con fracciones y a cada número le daban su sentido, se dijeron pues ya está, a multiplicar las cosas para que cuando cojas las 12 notas, contando las 7 de la escala y las 5 sostenidas, salgan sus quintas con 3/2 de la frecuencia de la nota original. El asunto les encantó porque resulta que todo podía conseguirse multiplicando y dividiendo por doses y treses, y les quedó algo así:

DO

DO#

RE

RE#

MI

FA

FA#

SOL

SOL#

LA

LA#

SI

1

256/243

9/8

32/27

81/64

4/3

729/512

3/2

128/81

27/16

16/9

243/128

(y a la derecha de esa tabla iría otra que empezaría con el 2, y cuyos numeradores serían el doble de los de esta, y luego otra con el 4, y así sucesivamente)

Esto significa que si una cuerda de un instrumento tiene que vibrar con longitud 1 para producir el do,  el do sostenido se hará con una cuerda igual de longitud 15/16 que vibrará con una frecuencia 16/15 mayor, el re con una cuerda de longitud 8/9 que vibrará con una frecuencia 9/8 mayor, etcétera. Se puede ver que cogiendo cualquiera y yendo siete columnas más allá, el numerito que tiene es el original multiplicado por 3/2, por ejemplo partiendo del RE#, (32/27)·(3/2) = 96/54 = 16/9 que es precisamente lo que pone en LA#. Todas las quintas encajaban, para inmenso jolgorio de Pitágoras y compañía.

Pero había un problema, y es que cuando se avanza así doce quintas perfectas (12 quintas x 7 semitonos cada una = 84 semitonos) deberían tenerse exactamente sietes octavas perfectas (7 octavas x 12 semitonos = 84 semitonos), pero las cuentas no salen; al avanzar de quinta a quinta estamos multiplicando todo el rato por 3/2, es decir que por un lado avanzamos (3/2)12, pero por el otro con cada octava lo que hacemos es doblar la frecuencia, así que al subir 7 octavas estamos multiplicando por 27, y esos dos números no son lo mismo. Casi, pero no. La diferencia que sobra se llama una coma pitagórica, y es un incordio cuando uno tiene que afinar un teclado, porque en nuestra concepción de la música esas 12 quintas y las siete octavas son tratadas como el mismo intervalo. Pero estuvo en uso durante toda la Edad Media y durante el Renacimiento.

Durante el siglo XVI alguien ya no pudo soportar más esa dualidad y decidió que si se le robaba a cada quinta un cuarto de la coma pitagórica se obtendrían notas que tendrían terceras mayores, que son notas con una relación de frecuencias de 5/4, que por ser una fracción también racional y también sencillita también nos suena bien. Presentaba la ventaja de que ahora más notas juntas sonaban bien, y el destrozo que se le hacía a las quintas, al no ser muy grande, tampoco se notaba mucho. Esto presentó otro problema, porque las cuentas, esta vez, tampoco salían, y se podía ir restando más o menos bien un trocito de las once primeras quintas, pero en la última el sonido quedaba tan fuera de lugar que se la conoce como la quinta del lobo; supongo que les recordaría al aullido de uno.

Y esto es todo por hoy que está quedando largo. Mañana cuento cómo ese matemático que todos conocemos luchó contra el lobo y le dio para el pelo.

 

17.11.08

la semana de ciencia en la cama deshecha: 1, el teorema del sandwich

Como por lo visto (no es que me fie mucho pero bueno) andamos en la semana de la ciencia o sus alrededores, he pensado que voy a pasarme la semana entera hablando de matemáticas en el blog, aprovechando que quien alguna vez llegase para leer algo sobre ellas ya estará huido sin posibilidad de retorno y que la gran mayoría de la gente que me lee ahora aprovechará este párrafo para tomarse una semana de descanso de esta cama mía (aunque más de uno verá en esto un plan para reducir visitas y aprovechar para hablar de pornografía o algo así en la intimidad: ya veremos). Todo sea por tocar las narices.

Así pues hoy me he puesto a pensar en matemáticas y matemáticos, en qué  se sabe y qué se conoce de unas y de otros. Y así me he puesto a preguntarle a la memoria colectiva, léase Google, y a unos cuantos contactos de correo electrónico. Estos últimos, preguntados por los matemáticos más famosos, me han respondido bastantes nombres (a tres matemáticos por cabeza han salido Arquímedes, Boole, Cauchy, Descartes, el conde Draco –ejem–, Euclides, Euler, Galois, Gauss, Germain, Gödel, Fourier, Hipatia, Kepler, Kovalevskaya, Laplace, Lagrange, Legendre, Leibniz, L’Hôpital, Von Neumann, Newton, Pitágoras, Poincaré, Shannon y Tales). Preguntándole por estos Google lo tiene claro: el ganador es Newton, con 65,9 millones de menciones. En resto se las ve y se las desea para alcanzar los 10 millones de menciones. Y yo pensaba, esta semana, hablar de un matemático que pese a ser famosísimo no está en esa lista, de cuyos trabajos todos hemos oído y que para Google anda en el mismo orden de importancia que Newton (buscando su apellido me aparecen 53,4 millones de páginas).

El problema es que el asunto suyo que iba a contar es un tanto largo y enrevesado, y yo pensaba contarlo así como de oídas, en plan ligero, pero me he ido enredando y enredando y ya lo contaré a lo largo de la semana, cuando pueda. Pendiente queda también hablar de las cosas que mis encuestados han considerado como las más importantes de las matemáticas, pero para eso iba a necesitar un mes y un par de cursos de postgrado, pero para ponerme monotema una semana, creo que me da y me sobra.

Y hoy, para romper el hielo, aprovechando que llega la hora de la merienda y por dejar el tema zanjado de una vez, empezaremos con el teorema del sandwich.

Una vez traté de explicarle este teorema a la Muchacha. Le quedó más o menos claro, cuando sale en cualquier conversación, ella lo formula así: si por la cocina hay revoloteando dos lonchas de pan bimbo y una de jamón, todo ello terminará en mi estómago. No tengo muy claro si es una formulación válida del teorema, pero por su inapelable certeza hay que darle el visto bueno como teorema.

El original dice que si tienes dos funciones que convergen hacia algo, y una tercera que está encajada entre las otras dos, entonces esta tercera también converge hacia ese algo.

Hace muy poco, en una sesión del taller, Nán leyó un cuento, del que después ha renegado, en el que hacía un uso impecable de este teorema. Hablaba en él de un tipo que estaba en plan hermitaño, encerrado y dejadísimo de sí mismo. Contaba que la comida se la llevaba una vecina, y que pese a que cada vez le llevaba platos más pequeños, cada vez le sobraba más comida. A mí me pareció una forma estupenda de sugerir por éste teorema lo que el hombre hacía con su alimentación diaria.

Otros usos inmediatos del teorema del sandwich son aquellos que nos hacen evitar pasar por detrás de coches que están aparcando marcha atrás o exterminar un mosquito al vuelo mediante una palmada en el sitio exacto y en el momento preciso. Junto con el teorema de Pitágoras y el del palomar (del primero no hay nada que decir que no se sepa: el segundo dice que si tienes un palomar con N casitas para palomas y N + 1 palomas, entonces al menos dos palomas duermen juntas), forma parte de ese conjunto de resultados matemáticos que utilizamos más o menos naturalmente sin preguntarnos mucho qué diablos estamos haciendo. A su manera, prueban que las matemáticas no son una cosa tan fría y abstracta como alguna gente piensa que son, sino algo que hace que la realidad funcione, y que nosotros podamos adaptarnos a ella sin terminar chafandos por un coche que aparca, o caminando de mas para ir de Bilbao a Plaza de España pasando por Callao en vez de atajar por Noviciado, o sin extrañarnos mucho cuando alguien nos comenta que en Madrid existen al menos ocho personas con el mismo número de pelos en la cabeza. Y de manera recíproca prueban que hasta lo que consideramos más simple, a poco que se rasque, termina siendo un asunto bastante abstracto y que algún matemático, alguna vez, trató de la forma más rigurosa. Esto a veces da un poco de risa floja, porque muchos de estos resultados son bastante intuitivos y podrían parecer la mar de tontos (la complicación suele estar a la hora de demostrarlo rigurosamente y de forma que valga para algo cuando uno anda manejando objetos abstractos en vez de panecillos bimbo y lonchas de jamón). Y como esto me está quedando bastante largo y yo tengo que trabajar un rato, hacer deberes y seguir investigando sobre ese matemático de los 50 millones de referencias en Google, ya iré tratando de probarlo con ejemplos a lo largo de estos días, y ya vale por hoy.

 

(Por cierto, que también existe otro teorema gastronómico, el de Stone-Turkey, al que se le llama “teorema del sandwich de jamón”, que no tiene nada que ver con este y que nos asegura que si tenemos N objetos en un espacio de n dimensiones, podemos partirlos todos por la mitad con un único hiperplano (n-1)-dimensional, o sea, que si tienes un trozo de jamón y dos de pan en un espacio de tres dimensiones puedes pegar un corte plano que parta los tres en mitades igual de grandes; cuando los objetos son un trozo de pan, uno de jamón y uno de queso, el teorema, previsiblemente, se llama el teroma del sandwich de jamón y queso, y esto, por mucho que lo parezca, no es broma)

13.11.08

xxx

En el salón de casa tenemos una bandera de Amsterdam. Roja, negra y roja con las tres X en blanco (como toda bandera de Amsterdam, por otra parte). Me la compré para mi 30 cumpleaños; me pareció tremendamente emotivo que la ciudad pusiese mi edad en su bandera, y en la mitad de los escaparates de las callejuelas del Barrio Rojo.

En tiempos, íbamos a Amsterdam, los amigos y yo, un mínimo de una vez al año, tradición esta que era tremendamente terapéutica y que hemos roto, sospecho, por culpa de Juanito, que un año fue tres veces y terminó saturado, el pobre, de canales y de humo y de pasear por calles cercadas por escaparates con putas bellísimas.

En total, creo que he ido cuatro veces a esa ciudad. En esas cuatro visitas, que han durado de un fin de semana a cinco días, no he pisado ningún museo ni la casa de Ana Frank. La verdad es que no soy gran fan de los museos. No siento nada de mí que se alborote de ganas de hurgar por una serie de habitaciones pensando dónde se escondería Ana, ni de ver las ristras y ristras de botellas verdes que por lo visto pueblan el Museo Heineken (cerveza que por otra parte aborrezco y a la que mis amigos holandeses, con gran criterio, siempre se han referido como “pis”, palabra esta que significa lo mismo en holandés que en español). Tampoco es que me guste ir a Amsterdam a ponerme hasta las cejas de costo o marihuana legal, o a zamparme unas setas e ir por ahí viendo cómo aparece San Nicolás en un zaguán o cómo una calle inmensa se convierte sin transición en un callejón retorcido y oscuro: que estas cosas hayan pasado no las convirtieron en la justificación de ningún viaje. A Amsterdam a mí me gusta ir a pasear por esas calles infinitamente silenciosas y absolutamente bellas, a esquiva bicis y a admirar sin palabras a los holandeses, esa gente formada por abuelitos que van pedaleando a por el pan, gente que vive en barcos anclados en los canales y gobernantes que han decretado que follar en los parques es perfectamente normal siempre que uno no monte mucho jaleo. A Amsterdam me gusta ir porque la segunda vez que fuimos nos perdimos de noche en el Vondelpark y pasamos sin miedo alguno junto a un banco en tinieblas, medio oculto por un inmenso árbol, en el que un tipo fumaba en silencio, y porque luego dos policías (un indio y una morena escandalosamente bonita) no nos supieron indicar la dirección del hostal, pero nos hicieron sonreír de alegría (y de envidia: si nuestras guardias civiles fuesen como aquella mujer). A Amsterdam me gusta ir porque la ciudad es paz, por el placer de sentarme junto al ventanal del Susie’s Saloon y ver como no pasa nadie, como el canal parte la calle y cómo refleja las luces del primer coffe shop al que fuimos en aquel segundo viaje. A cierta hora bajan la música, tocan la campana y avisan: ladies and gentlemen, last round, y uno puede levantarse y pedir la última sabiendo que le van a dar tiempo para que se la termine antes del paro definitivo de la música y del triste ladies and gentlemen: we are closeeed.

Con su mapa de tela de araña, Amsterdam es la primera ciudad, aparte de Madrid, que he aprendido a recorrer sin miedo a perderme, sabiendo que al fin voy a dar con el Dam y que desde ahí sé dónde cae todo. Y recuerdo aquella mañana en la que yo volvía de Rotterdam y sin avisar a mis amigos fui a ver si los veía, y pateaba las calles fumando y caminando tranquilo, escuchando música y dejando que la levísima llovizna que caía adornase las calles. Nos vimos en el Susie’s –donde estaban televisando, en diferido, el partido del Madrid de la noche anterior, 4-1 contra no recuerdo quién–, que encima tiene la terrible manía de que casi siempre que llegas, a la hora que sea, está comenzando una hora feliz. Allí las horas felices no son dos copas por una, sino copas a mitad de precio, pero eso nunca nos impidió, cuando fuimos siete, pedir las rondas de ocho en ocho. Al final nunca sobró ninguna.

En ese viaje fuimos con un par de amigos que, por no tener vicios, ni bebían, y se agobiaban terriblemente con nuestros días de escasas horas de sol perdidas y noches de paseo y de pintas de cerveza de bar en bar. Ellos querían museos y paseos y visitas y voces en inglés diciendo y aquí vivió tal, y esta es la típica no se qué. A mí las ciudades no me gustan así, abiertas para el turista profesional. A mí me gusta mirar los ventanales de las casas, desnudos de puro orgullo, y ver a la gente que vive en ellos, y ver las caras de los ciclistas que van y vienen enfrascados en sus vidas. Ellos, insatisfechos, decían que podríamos hacer tal cosa y tal otra cosa, y yo nunca entendí por qué no lo hacían, por qué teníamos que ir todos, por qué estaban allí donde no querían estar.

Estando en un coffe shop entró un tipo mayor que evidentemente salía del trabajo. Se pidió un zumo, se lio un cigarrillo de marihuana, y se puso a leer el periódico. Al rato, se fue, probablemente a su casa. Mientras no habló con nadie. Nosotros, los turistas, íbamos siempre en manadas, y yo les veía pasear sólos y me moría de envidia. Id, decía yo a mis amigos, id todos si queréis. Yo os espero paseando, y ya nos encontraremos en el Susie’s. Pero no se fueron. Peor para ellos, supongo.

Amsterdam es una de mis pequeñas patrias secretas, como pueden serlo Budapest, el Monte de San Vicente o las callejuelas de Plaza de España. Cuando la Muchacha me habla de Córdoba, Veracruz (y lo hace a menudo, preocupada por ponerse pesada, cuando lo que se pone es deliciosa), yo pienso que sí, que tenemos que ir, que tiene que darse el placer de hacerme ver aquello. Y luego pienso que yo tendré que corresponder a eso, y que hace demasiado que no voy a Amsterdam, y que ya va siendo tiempo de volver.

11.11.08

google vs dios, con sarah palin de por medio

No, esto no va de tríos hardcore-tecnológico-metafísicos. Aunque podría y probablemente debería.

Según recoge hoy El País, Sarah Palin dice que espera que Dios le enseñe el camino a la Casa Blanca.

En un gesto que espero me reconozcas voy a ser bueno: renuncio a escribir regodeándome sobre cuánta razón tenía yo al decir que tenía que haber ganado McCain, que el mundo iba a haber sido un lugar muchísimo más divertido, sobre todo si McCain no sobrevivía a algún invierno y la Palin ocupaba su sitio. En lugar de ello pongo a pensar que qué cosas tienen los católicos; si yo fuese ella le preguntaría a Google, no a Dios. Yo no sé a cuantas preguntas habrá dado respuesta Google desde el año 2000, pero me apostaría la barba a que son bastantes más que las que ha dado Dios, y eso que Dios ha tenido media eternidad para responder sin competencia (ni leyes antimonopolio, que en tiempos del Antiguo Testamento a ver quién se atrevía).

Así que por un momento me he dedicado al experimento mental de fingir que soy Sarah Palin y pese a las irresistibles ganas de ir corriendo al baño a bajarme la falda, sacar una foto con el móvil y subirla a Internet (donde la vería antes Google que Dios, seguro) he ido a Google Maps y le he dicho “Googelcito Googelcito, ¿quién es la candidata a vicepresidenta más guapa y más bonita? ¿Y cómo se va desde mi casa de Wasilla, Alaska, hasta la Casa Blanca?

La respuesta de Google no se ha hecho esperar (*): dice que camines unos 300 metros por la AK-3 hacia el oeste, gires a la izquierda por la Swanson Avenue y recorras casi un kilómetro, que gires a la izquierda por Main Street / Wasila Fishhook Road, y así durante 4190 millas (unos 6750 km), porque le he dicho que me busque la ruta para ir caminando. Así estima que se necesitarían 56 días y 5 horas. Daba oportunidad para elegir un viaje en coche, pero qué duda cabe de que así es mucho más gracioso (además advierte Google que hay que tener cuidado porque no en toda la ruta hay aceras y no siempre hay un paso de cebra donde se lo necesita), y además, ese tiempo, los 56 días y pico, me sirven como cota para esperar a que suceda el milagro y Dios conteste a Sarah Palin. Si caminando la hace llegar antes de ese plazo, entonces Dios será más poderoso que Google. Si no, qué decepción para un tipo omnipotente.

 

 

 

(*: De hecho, LAS respuestas. A la de que quién era la candidata más guapa y más bonita, Google, naturalmente, también ha respondido. Naturalmente sale Sarah Palin. La segunda. De la primera no digo nada, que da mucho susto)

 

 

 

10.11.08

200.000 extremos zurdos blancos

El sábado me fui al campo. Tras la comida en familia pensé en echarme una siesta cortita para librarme del sueño que genera la barriga llena y la acumulación de noches de pocas horas al por mayor, y luego pretendía irme al monte a hacer algunas fotos, aprovechar la puesta de sol y ver cómo andaban de fotogénicas las nieblas que rondaban los valles. No pudo ser, porque lo que iba a ser una siesta de media hora se convirtió en un coma profundo de cuatro horas, y cuando me desperté era de noche y el Madrid iba a jugar en diez minutos. Así que me bajé a un bar a embutirme un café y unas cañas, mientras veía el fútbol.

Y ahí estaba yo, viendo el partido y disfrutando como sólo el Madrid le deja disfrutar a uno, gol va gol viene (nada que ver con ese descuartizamiento metódico e incontestable que practica el Barça, que al fin tiene el mismo interés que el de ver a un cirujano descuartizar pacientes anestesiados), intentando abstraerme de los gritos con los que los parroquianos van entreteniéndose durante el partido y que, la Muchacha puede dar fe, pueden resultar de lo más enervante. Y se me estaba dando bastante bien hasta que en una jugada Drenthe cogió la pelota y, como de costumbre, puso todo su fervor en intentar librarse de su marcador y, como de costumbre, descubrió a los tres pasos de galopada que el balón no sólo no estaba ante sus pies, sino que se dirigía, rápido y preciso, hacia su propia área.

Entonces un tipo un tanto venerable que estaba en la barra demasiado cerca de mi tímpano izquierdo exclamó

–¡Ya está el negro de los cojones! ¡Como ese, hay doscientos mil tíos mejores aquí, españoles y blancos!

Yo lo miré extrañadísimo.

Según parece en la Real Federación Española de Fútbol había inscritos a principios del verano del año pasado 697.195 futbolistas.

Las cuentas sobre zurdos en España dan como mucho un 11,5% de zurdos, y considerando que los zurdos se distribuyen más o menos al azar esto nos da que en españa habrá unos 80.177 futbolistas zurdos federados –de los cuales algunos no estarán en edad o no cumplirán alguna otra condición; nos da igual–. Asumiendo que los zurdos puedan jugar como defensas, porteros centrocampistas o delanteros y estimando que la distribución de jugadores por puestos se verá reflejada en la frecuencia con la que ocupan su lugar en el campo –no deja de ser una aproximación burrísima, pero voy tan sobrado con las cifras que tampoco importa– , menos de un 20% de los jugadores zurdos serán extremos izquierdos; es decir, que habrá menos de 16.000 españoles varones zurdos que jueguen en esa posición, todos ellos (además de otras 184.000 personas que no sabemos de dónde saldrán) deben jugar mejor que Drenthe para que la afirmación de mi compañero de barra fuese cierta. Lo cuál es una soberana tontería.

Por eso yo miré a aquel tipo como si estuviese loco, porque antes del descalabro mental que siempre supone ver a un racista tratar de argumentar preferí refugiarme en las cifras, porque a fin de cuentas haberle respondido…

–¡Valiente gilipollez racista!

…no habría servido de absolutamente nada y hubiese implicado discutir en terrenos de principios con alguien que basa los suyos en fantasías de orgullo endogámico, pigmentaciones dérmicas y miedo a lo de fuera, y por eso echando una rápida cuenta me contesté con responderle

–¿No te parecen muchas, doscientas mil personas?

Y él me miró, se puso a contar con los dedos y antes de responderme agachó la cabeza y dijo

–Bueno, no sé, es que cuanto más exagerada sea la cifra más fuerza tendrá mi argumento, ¡ay!

Y lo de ¡ay! lo dijo porque en ese mismo instante lo cogí de su venerable oreja y tirando de ella lo arrastré hasta las escuelas del colegio, donde tuvimos que escalar una tapia, romper un cerrojo y forzar una puerta para plantarnos delante de la pizarra donde, tiza en mano, dejé a aquel energúmeno con la tarea de escribir doscientas mil veces “no me inventaré cifras absurdas para sostener hipótesis estúpidas”.

Y yo me volví justo a tiempo de ver a Higuaín (que también es extranjero, pero como es blanco dará más igual) marcar otro golito.

7.11.08

mírame, hazme caso

Estoy en la acera, esperando a que el hombrecillo rojo sea reemplazado por el hombrecillo verde espatarrao, escuchando música, con un libro en la mano. Delante de mí pasan coches (con su ruidito de “…mmm…”), motos (“…rrr…”), furgonetas (“…brlogbrofbrom…”), y veo que viene un autobús escola. Veo que en una ventana hay un niño que golpea el cristal, tratando de llamar la atención de la gente que hay en la acera. Frenético. Así que doy unos pasos atrás para encajar de pleno en su ángulo visual cuando, en cuestión de segundos, el autobús pase bufando frente a mí, y aparto la vista. Pasa el autobús (“…MMM…”). Creo –o imagino: también me sirve– que el niño golpea el cristal a mi altura (*ploc ploc ploc*), tratando de llamar también mi atención. Y el autobús, metáfora vital, se va. Yo sonrío, feliz por haber podido darme ese pequeño pero sublime placer de poder ignorar a quien reclamaba atención.

Luego, por culpa de todas las películas de acción que he visto, pienso que igual el niño tenía un buen motivo para llamar mi atención, que igual había sido secuestrado por un terrorista afgano que se los lleva a usarlos de pequeños niños-bomba en los arrabales de Basora. Pero me digo que, de ser así, el niño estaría o bien llamando a sus padres por el móvil o, más probablemente, tirándoles chicles al pelo a las niñas y poniéndose muy plasta para que el terrorista le dejase jugar con su AK-47.

Y el hombrecillo rojo desaparece, y aparece el verde, espatarraísimo, y yo comienzo a cruzar, alegre. Con decisión. Constante en mi ritmo de zombie matinal.

6.11.08

duelo en el ok corral

Hoy toca entrada doble porque la Legendaria y yo nos apostamos una botella de ron a ver cuál de los dos escribía el cuento más angustioso para el miércoles pasado. No es que seamos unos intensos, que también (sobre todo ella, ¡¡¡eeella!!!, que es poeta), es que era el tema del taller, la Angustia, el Angst ese de los germanos. Como se empeña en no reconocer mi victoria hemos decidido someter el asunto al populacho; postear los dos cuentos y que en las respuestas se vote por uno o por otro. Así que este es el mío, y luego pongo el link al suyo. Los votos, dándole a responder aquí debajo y manifestándolo. Mi cuentito, sutil, delicado y buenísimo (me limito a ser objetivo) se llamaba "Madre". Y es este.

edit: El link al cuento de la Legendaria.
edit 2: resulta que al final no éramos 2 concursantes, sino 3, duelo al más puro estilo la buena, el feo y la mala. El otro link es este.



Madre



«A mother she never had... a daughter she never was. (…)
I didn't know why a Replicant would collect photos.
Maybe they were like Rachael. They needed memories.»

–Rick Deckard, Blade Runner (Ridley Scott, 1982)


Sólo cuando termina de dar el último brochazo —Titanlux verde mate 2.004/42IIA: relajante, inspirador y tranquilo— a la pared del cuarto se concede un respiro mientras mira satisfecha ese muro perfectamente pintado que representa la culminación de todos los preparativos. Ha sido una tarea titánica, una eternidad de enviar y recibir correos certificados y burofaxes a las empresas de pintura indagando sobre la composición de sus productos y su comportamiento ante las luces artificiales y naturales, y de cruzar mientras tanto esas informaciones con las del laboratorio que, por sumas increíbles de dinero, había elaborado los estudios de toxicidad de sus componentes químicos. Han sido meses de recopilación y archivo minucioso de información y de subscripciones a las revistas que ya abarrotaban las estanterías del pasillo (Padres Hoy, Crecer, Madre moderna y la prestigiosa Children’s Care, así como los fascículos y DVDs de los cursos de inglés que le serían necesarios para entenderla). Semanas de meditación sobre las virtudes y defectos de los carritos de tres o cuatro ruedas, de la estabilidad de sus estructuras, la resistencia de su chasis y el funcionamiento de sus frenos. Había almacenado comida de bebé suficiente para resistir un asedio, un millar de potitos de cremosos colores que brillaban alegres bajo el brillo aséptico del fluorescente de la cocina. Los productos de limpieza y el resto de sustancias venenosas propias de cualquier vivienda están ya guardadas bajo llave en el altillo más inaccesible de la cocina. Se ha suscrito a tres compañías de televisión por cable y dos por satélite, contratando todos los canales educativos, formativos y de entretenimiento infantil que había considerado adecuados después de indagar a conciencia en sus contenidos y en las opiniones que padres y pedagogos habían volcado sobre los mismos en Internet. Había decidido también qué leche sería la adecuada para cada mes de crianza, y se había asegurado mediante complicados y caros precontratos que no le faltaría el abastecimiento de las mismas cuando le llegase el momento. Hasta había logrado, gracias a un brillante y extrañado abogado que le había salido carísimo, que su compañía telefónica no le pasase ninguna llamada telefónica entre las ocho de la tarde y las 9 de la mañana y una preinscripción en una de las guarderías más prestigiosas de la ciudad. Tenía un calendario de vacunación completo y exhaustivo que iba semana a semana desde los 0 hasta los 12 años, y el frigorífico de la cocina estaba forrado de listados de teléfonos y mapas con las rutas más eficaces para ir a los distintos centros médicos que cualquier emergencia pediátrica podría requerir.

Camina brocha en mano (con cuidado, para que no gotee) hacia la cocina mientras lo repasa todo por enésima vez. Esto es algo demasiado importante como para dejar ningún cabo suelto. Pero se ha empleado a conciencia y ha sido meticulosa, eficiente y sistemática: todo está preparado. Al darse cuenta, en su cara se dibuja una sonrisa victoriosa, triunfal. Los preparativos han terminado. Ya sólo falta una cosa.

Así que deja la brocha en aguarrás, coge su paraguas y su bolso y sale a la calle decidida a buscar un padre para su hijo. Frente al portal juegan a la pelota unos niños, esos angelitos adorables que ella ama con todo su corazón. A su paso renqueante de anciana de 83 años ellos la señalan con el dedo y se ríen.

carta abierta al señor x (francisco brines)

Estimado señor Brines, me dirijo a usted desde este lugar público aprovechando su carácter público; al ser de libre acceso cualquier persona, aunque sea evidentemente por error, puede acceder a estas líneas y yo tengo la esperanza de que alguna búsqueda de Google salga mal y termine usted leyendo esta carta abierta.

Aliviado del cargo imbécil de sentir la necesidad de dar explicaciones sobre el complemento circunstancial de lugar, si se me permite tomarme la libertad de referirme a este “sitio” como un “lugar”, cuando en realidad es una dirección de internet cuya ubicación física (algún siniestro, descomunal y monolítico servidor de Google) desconozco, y bien podría ser la bodega de algún barco de carga de bandera chipriota anchado en la Bahía de China o un viejo 486 medio quemado y abandonado en las ruinas de Chernobil, utilizado mediante troyanos y hackware, aliviado de eso, decía –perdone, es que estoy nervioso, ejem ejem, a mí los poetas es que cof, cof–, debo ahora matizar las razones por las que me refiero no aquí a usted sino a usted aquí: me consta, porque lo dice la Wikipedia, que es una chivata, que usted es el Señor X, sospecho que no el que durante mi adolescencia tuvo tantas líneas en la prensa jotera, sino el hombre que ocupa el sillón correspondiente a tal letra, la X, en la Real Academia Española; me consta que usted, y no otro, es la persona indicada a quien debo referirme.

El motivo de esta carta es exponerle una gravísima injusticia que se comete con la letra que usted luce en el respaldo de su butaca realista, la X, o como se dice en plan largo, la equis; quizá escribiéndola así, equis, entienda usted ya el motivo de mi queja, aunque lo explicaré pues esta página, como dije en el primer párrafo, es de público acceso, y a veces viene gente un poco berzotas y de mermadas capacidades intelectuales.

La injusticia que denuncio es la de que todas las letras, en sí mismas o convertidas en palabras, se contienen a sí mismos: Así la A, como las vocales, es también la a, y la B tiene la b en be, y la C en ce, y la D en de, y la E en sí misma también, como decía de las vocales, y la F en efe, y la G en ge, y la H, letra que de no ser, las más de las veces, sería insoportable, en la hache, y la I en la i, insisto, es una vocal, y la J en la jota, y la K en la ka, y la L en la ele, y la M en la M, y la N en la ene, y nuestra ibérica Ñ en la eñe, y O, vocal, en la o, y la P en la pe, y la Q, bueno, no sé, quizá merezca carta aparte o quizá, como travestida entre la K y la C no merezca ni esta nota, y la R para sufrimiento de los que no pueden pronunciarla por partida doble en la erre, y la S en la S, y la T en la t, y la U como decía de las vocales tal cuál en la u, y la W con dos uves en la uve doble, y la Y en la y griega, y la Z en la zeta; pero la X es equis, sin rastro de sí misma.

Tal barbaridad, suficiente para que alguien solidario como yo se alarme por la injusticia, tiene el agravante de que, como matemático, aficionado a las películas de piratas (donde la X, recordemos, marca el lugar) y ferviente consumidor de cine X durante mi dilatada adolescencia, mantengo con ella una densa, fogosa y barroca relación de aprecio. Así que ¡haga algo, hombre de bien!, y luche para que su letra, nuestra letra si me permite, tenga el mismo trato que las demás, y deje de llamarse alevosamente “equis” para llamarse, qué sé yo, exi, o si eso nos originase conflictos con los ingleses al pensar que podríamos ser andaluces hablando de la salida, equix.

Sin más reciba un cordial saludo y mi más manifiestas felicitaciones, como integrante del mundo de las letras, por la muerte de Michael Crichton.

Un abrazo,

 

D.

5.11.08

fuma negro sucio blanco

edit: ¡música!





Disclaimer: hoy no voy a resistirme contra esa manía de los blogueros de lanzar discursos sobre la actualidad desde nuestros altares (iba a seguir “de mierda” pero me parece demasiado explícito) de heces (mucho mejor), como si a alguien fuese a importarle, y sí, voy a hablar de las elecciones americanas. Así que yo, si no fuese yo y me estuviese leyendo, dejaría de leer aquí mismo y me iría, no sé, a buscar en la Wikipedia a ver si encuentro algo de consuelo descubriendo en qué año palmó Lassie, la perrita aquella de mierda de heces.

Vaya vaya. Sorprendentemente en las elecciones de EEUU ha ganado Obama, el tipo ese que por lo visto es una especie de Gallardón negro al que nosotros, Europa, por lo visto esperábamos como si fuese el Mesías. El Mesías negro. Qué satánico.

A mí, primero, me sorprende. Las encuestas le daban como claro ganador, pero yo confiaba en que eso lo dijese la gente para no quedar como racista y que hoy, a estas horas, hubiese ganado McCain. Porque sí, oh público, insúltame, porque yo prefería que ganase McCain. Y que el pueblo yanqui siguiese siendo racista, obstinado, brutote. Que nos dejasen a nosotros la gazmoñería. Al menos seguiría sabiendo quién es quién. O que alguien sigue siendo alguien. ¿Qué pasa ahora con mis estereotipos, dónde quedan? ¿Qué va a ser de mi esquema del mundo? ¿Tanta gente preguntándose qué pasaba con un fontanero cualquiera, y nadie se ha interesado por un bloguer anónimo de allende mares? Es vergonzoso.

El triunfo republicano tendría ciertas ventajas. La primera sería ahorrarnos la confusión que supondrá que con Obama el mundo no se convierta en el Jardín del Edén así de repente, cuando veamos que EEUU sigue siendo EEUU y el mundo un campo de tiro y el negocio de esas filantrópicas corporaciones que habían apostado por McCain y que, presumiblemente, han financiado también a Obama. La segunda sería el carácter de McCain: fantaseaba yo con su primer día como Amo del Mundo y me le imaginaba en la Casa Blanca, sentado en el Despacho Oval, justo después de que le expliquen dónde estaba el baño, cómo funciona el dvd y dónde están los vasitos para la máquina del café.

–¿Y lo del botón rojo ese para lanzar los misiles, my son, eso dónde está?

–En este maletín, Mr. President.

–¿Y este es el botón rojo?

–Sí, Mr. President, pero…

–¡Pues a la mierda Vietnam! ¡Años prisionero allí! ¡Ha ha! ¡Tragad uranio, hijos de puta! ¡Quién se ríe ahora!, ¿eh?

Clic, clic, clic, clic

Mr. President…

–Espera hijo. Estoy ocupado salvando la democracia, Dios bendiga América.

–Ya pero Mr. President

Clic clic clic clic clic

–¿Qué pasa? No noto que huela a libertad.

–Es que el maletín no tiene pilas.

–Vale. Tráigame unas. Vaya a los chinos de la esquina, y tráigame unas pilas. Alcalinas. Para que duren. Igual luego me apetece bombardear, Moscú, o Teherán, o algo.

–Como usted ordene, mi Amo.

–Voy a gastar este puto botón, hijo, será divertidísimo.

–Sieg Heil América, señor. Ya mismo se las traigo.

Y clic, a la mierda Vietman. Sería un jaleo, vale, sobre todo para los Charlies, pero tendría su aquel.

También confiaba en que en mitad de su legislatura se muriese de viejo. Entonces Sarah Palin sería la Presidenta Yanqui, o sea la Ama del Mundo, y eso sería aún más gracioso que una legislatura más de José María Aznar. Ah, serían años en los que cada telediario parecería un late night inspirado.

Y nada, tengo que abandonar mi fantasía comicoapocalíptica. Claro que siempre puedo hacer lo que se hace cuando una fantasía se muere, pensar una mejor. Pensar que en el 2012 hay otras elecciones. Puedo soñar… puedo soñar… ¡puedo soñar que las gana Aznar! ¡Qué imagen! Nazca aquí la campaña Aznar for President 2012. Go Ansar go!

Ya me quedo más tranquilo, aunque haya ganado el negro. Sólo queda refugiarme en mis sueños húmedos políticos y, respecto a estas elecciones, lo obligado en estos casos; restregárselo por la cara al perdedor.

Y para eso, qué mejor que la canción de Siniestro Total que da nombre a este post.

Ah, si pudiese colgar música desde la oficina.

4.11.08

la anécdota como herramienta para definir personajes: caso práctico

Supongo que una de las cosas entretenidas que tiene ser un narradorcillo (y llevo dos horas pensando si era presuntuoso asumirme uno o no, y bueno, escribo cuentecillos, por malos que sean, así que narradorcillo soy, aunque sea malo: hay que ver qué paseos por la estupidez le hace a uno dar la modestia) es que no deja de ser un deporte que, además de por escrito, puede practicarse en tiempo real, en vivo y en directo. O más que eso, darse cuenta de que quien más y quien menos ya lo hace, darse cuenta de cómo se hace, y de que ese juego está ahí. A veces no somos nostros, somos personajes, que siguen un papel. E igual que uno va aprendiendo truquillos para definir un buen personaje, puede uno practicar y, como ejercicio, utilizarlos en el día a día, en la definición del personaje que representa, con el maravilloso aliciente de que el público, quien escucha, le va a dar instantáneamente una idea de lo creíble que resulta.

Para eso, no hay nada como un ambiente en el que uno no habla mucho, porque estar actuando todo el rato tiene que ser un coñazo y producir cierta esquizofrenia (un síndrome del agente doble, una confusión de pero quién coño soy yo en el fondo). En mi caso, el trabajo. A mí en el trabajo me gusta definirme como un tipo un tanto desquiciado y un tanto echado a perder… lo que muchos dirán que no tiene mucho mérito, porque eso es exactamente lo que soy, aunque yo a eso contestaré que ahí está probada mi valía inventándome mi propio personaje y haciéndolo creíble, mientras por lo bajini musito que bueno, tampoco es cosa de complicarme y de hacerme pasar por un músico negro de jazz, que algo parecido a mí tendré que hacer.

A lo que iba: contar anécdotas es una forma estupenda de ayudarle a uno a construir el papel de un personaje. Me viene a la cabeza así a bote pronto el policía infiltrado de Reservoir Dogs, con su historia sobre el bolso lleno de coca, el lavabo y los policías con perro, o al Bill de Kill Bill contando la masacre de la casa Shaolin como ejemplos magistrales de lo mismo, mayormente porque en estos tiempos ando yo viendo mucho Tarantino. Y hoy durante la comida hablábamos de anécdotas de coches y de amigos teniendo sexo en coches, cuando yo he visto ahí mi lucecita de “clase práctica a la vista” y me he lanzado a contar mi anecdotilla.

En el instituto, bueno, como en todos los institutos, los alumnos de un mismo curso nos dividían por clases, y durante años no tuvimos mucha relación los unos con los otros. Pero según nos fuimos decantando por ciencias, letras y perdidos de la vida que daban bandazos entre las unas y las otras, hubo gente de unas clases que terminó con gente de las otras y todos terminamos un tanto mezclados. Yo creo que todos salimos ganando con la mezcla aunque me consta que los profesores pensaron justo lo contrario.

En cualquier caso ya en el último año de instituto éramos todos una amalgama curiosa y los chacarrillos de unos eran los chascarrillos de todos, y así fue como me enteré de que una noche de sábado unos se iban de juerga y llamaron a un compañero mío al que llamaré José Luis (que por mi mala memoria probablemente no fuese su nombre real: a la protección de datos por la desmemoria, toma ya). José Luis, con una voz muy tenue, les dijo que pasaba, que estaba malo, y que se lo pasasen bien sin él, cosa que estos se encargaron de hacer como hacíamos los adolescentes de entonces, o sea, bebiendo, drogándose, quemando mobiliario urbano y ese tipo de cosas. Como eran del mismo barrio, volvieron a casa caminando, y en ello estaban cuando, en un descampado, alejado de las pocas farolas operativas y entre otros vehículos solitarios, vieron aparcado la chatarra de coche de José Luis, con los amortiguadores bamboleantes y las ventanillas empañadas.

–¡Qué hijoputa el José Luis –gritaron–, nos dice que está malo y es que se ha ido con la novia a pinchar!

E hicieron lo que cualquier adolescente habría hecho embargado por la alegría de saber que un colega estaba echando un polvo: se abalanzaron sobre el coche y comenzaron a zarandearlo y a golpearlo y a gritar “¡HUH!, ¡HUH! , ¡HUH! , ¡HUH!”

Y cuando se cansaron, muertos de risa, siguieron su zigzagueante camino a casa.

Al lunes siguiente estábamos en uno de esos descansos entre clase y clase que al final eran la única razón que justificaba los madrugones que nos pegábamos cuando apareció un ojeroso José Luis, y claro, comenzaron a bromear sobre lo cansado que se le veía y lo extenuante que tenía eso de estar enfermo. José Luis, extrañado por tanta manifestación solidaria, asentía, algo confuso, mientras mis compañeros de instituto se iban mostrando cada vez más y más sorprendidos sobre el apego que José Luis le mostraba a su coartada de la noche anterior. Que si no sé de qué me habláis, que a qué te refieres, etcétera. Y ya por fin alguien perdió la paciencia y le dijo

–Vamos a ver, José Luis, que no disimules, que no te rías de nosotros, que te pillamos anoche en el descampado, follando con la novia, en el coche.

Y José Luis, perplejo, respondió

–Que no, coño, si yo ni cogí el coche ayer, si se lo llevaron mis padres para ir al Teatro.

Cuando terminamos de reírnos alguien le preguntó si sus padres le habían comentado algo del teatro y un José Luis muy pensativo (quizá inmerso en uno de esos malos tragos que, de adolescente, supone cualquier pensamiento sobre los padres de uno haciéndose guarrerías, quizá tan sólo pensando sobre alguna mancha de la  tapicería de su coche cuyo origen sólo ahora descubriese), contestó, con aire ausente, que no, que no le habían dicho nada sobre el teatro, sus padres.

Cuento la historia durante la comida y la gente se ríe. Yo también, malévolo, pensando que otra batallita más de golferío que pasa a adornar la historia de este personaje que soy yo. Y eso que aún me queda por contarles la historia de cuando en Amsterdam nos topamos con San Nicolás, o aquella otra de aquel coleguita de mi pueblo que se cruzó Alemania y Suiza en un tren, sin billete, sin dinero y con una mochila llena de marihuana, encerrado en el baño, mientras los revisores aporreaban la puerta y se turnaban para gritarle. Ah, qué placer contar historias de otros y sentir cómo se te pegan a la piel y quedan aquí, como tatuajes en mi piel, definiéndome ante los pobres compañeros de la Secta a quienes les toca escucharlas.

3.11.08

fomentando el darwinismo

Somos tan distraídos que a veces llegamos a olvidar que somos extremadamente distraídos y nos sorprendemos por situaciones como la de ayer: quedamos la Muchacha, mi agente y yo para darle a mi compañero de piso su regalo de cumpleaños, y habíamos olvidado el detalle de quedar también con él. Así que nos sorprendimos, como decíamos, pero luego nos pareció lo más normal del mundo, por cómo somos, y nos fuimos a tomar un café y a llamarle para que mientras viniese a por su regalo.

Le llamé yo y le dije

–Juanito, vente, que hemos quedado para darte tu regalo de cumpleaños y se nos ha olvidado llamarte.

–Es que estoy viendo la Fórmula 1 –protestó.

–Hostia –dije yo, ¿¡ya ha empezado!? ¿No era a las ocho?

–No –dijo–. Ahora, a las seis.

Entonces la Muchacha y mi agente, dándose cuenta de que me perdían, saltaron sobre mí, me arrebataron el teléfono y lo amenazaron con los fuegos del infierno si no se venía.

–Vale, pero tengo que ducharme y afeitarme –dijo él–. Tardaré un rato.

–¿Como cuánto? –preguntaron escamadas.

–Como la hora y media que dura la carrera –murmuré muerto de envidia.

Ellas me miraron con odio cuando él les respondió que entre unas cosas y otras como una hora y media.

Cuando quedaban tres vueltas para el final le llamé, oficialmente para meterle prisa, así que viví el ridículo de Ferrari y el espejismo de victoria final de Felipe Massa retransmitido por teléfono.

Después de una serie de cafés jamaicanos y otra de tanques de cerveza apareció y nos invitó a cenar. La Muchacha amenizó la velada contándonos su historial de psicópata del reino animal. No sé por qué nos pusimos a hablar de bichos y ella, con cara circunspecta, nos contó que cuando era pequeña su hermana tenía una tortuga que se llamaba Encarna, y que Encarna desapareció. Y que un día estaba ella tan feliz de la vida cortando el cesped cuando de pronto sonó “crock” y pensó que ya se había dado con una piedra, pero no: cuando levantó el cortacesped ahí, ensartada por un aspa, estaba Encarna, la tortuga desaparecida.

Nos contó que otra vez tuvo un pececito negro, y que cuando durante una limpieza alguien le dijo que le cambiase el agua al pez ella fue tan contenta y sacó al pez de la pecera y lo echó en el barreño que había junto a la pecera. Ella pensaba que era agua, sin más, pero resultó que era lejía. Dice que el pez quedó blanquito y muy, muy mustio.

Las aves tampoco se han librado de su azote: una vez dice que le regalaron uno de esos pollos pintados de colores que regalaban a los niños de pequeños cuando no había tamagochis; el suyo venía en rosa. A ella le dio una pena inmensa y se sintió ofendidísima por el pobre pollo, así que decidida a devolverle al pobre pollo su color original llenó un lavabo de colonia y lo echó dentro. El pollo murió medio ahogado medio intoxicado.

La mirábamos horrorizados mientras ella pasaba por encima del reino de los insectos contando, precisamente, lo poco que le importaba pasarle por encima a cucarachas, escarabajos y demás, cuando se puso a meditar sobre si lo suyo no sería algún tipo de herencia paterna. Contaba que una vez su padre llevó a un montón de críos a no sé qué sitio que regalaban animalitos, y que todos volvieron con un hamster o un ratoncillo o algo así. Y que en el camino de vuelta a casa detuvo la furgoneta en la que los trasladaba y les propuso invitarles a un helado. Los niños, claro, dijeron que vale, y McGregor, viendo el zoológico que se montaría con tanto bicho en la cafetería a la que iban dijo que los animales tendrían que esperar en el coche. En pleno agosto y a más de 40 grados a la sombra, cuando los niños volvieron manchados de helado aquella furgoneta era un inmenso cementerio de mascotas.

La mirábamos un poco asustados cuando terminó de enumerar sus crímenes. Entonces me miró, leyó el temor en mis ojos y me dijo

–Pero no te preocupes, Davicillo. Sólo mato animales…

Yo sonreí, más tranquilo, y ella me abrazó, y mientras lo hacía me pareció escucharla decir, muy, muy bajito.

–…animalito mío.

1.11.08

cata (informal) de vinos



Los ingredientes son unas frascas anónimas e idénticas, un par de pegatinas por frasca y tantas botellas de vino tinto (había escrito "tonto", lo que visto de cierta manera, pega perfectamente) como frascas menos una. La otra es para rellenarla con un cartón de Don Simón. Una pareja de asistentes rellena las frascas, pega en cada una una pegatina con un número y, en papelito que se esconden, escriben qué vino corresponde a qué número. Entonces otra segunda pareja de asistentes reemplaza las pegatinas con los numeritos con otras con letras, y apuntan a qué letra corresponde cada número. Y cuando, así, ya nadie sabe qué frasca contiene qué vino, comienza la cata (informal). Es (informal) así entre paréntesis porque no tiene la tiquismitencia de las catas: mientras se van probando vinos se hincha uno de quesos y canapes y patatas, fuma y sobre todo habla, y de cada vino se va apuntando su color, su aroma, su sabor y su textura, se le puntúa del 0 al 10 y finalmente se lanza la hipótesis de qué vino es. Y nadie escupe al suelo, claro, y todo el mundo se bebe el vino enterito, y cuando a una pareja de tórtolos les da por manifestar su cariño en seguida llega alguna pareja de envidiosas a decir "¡eh eh mira mira, nosotras también, nosotras también!", para sonrojo y/o ojos en blanco de terceras personas que con sus sarcasmos intentaban disimular sin gran éxito la gracia del asunto, que la tenía.

Como la idea es divertirse, las descripciones tenían su cosa. Yo recuerdo un par (una mía y otra de la Legendaria), una que hablaba de de un vino como "rojizo como el capuchón de mi bolígrafo -rojo- en la penumbra de un desván en la Toscana durante una puesta de sol" y la otra que decía "más rojo que el de antes". Dejo al público que piense cuál era la mía y cuál la de la Legendaria (y me reservo el placer de regodearme con las equivocaciones). También recuerdo suspensos que en segunda ronda se convertían en notables altos, y que como había vaticinado Zoe el Don Simón se llevó la nota más alta con diferencia.

La idea la trajeron la ya mencionada Zoe y la nunca suficiéntemente mentada Legendaria. La anfitriona fue la Muchacha. Marina, sus ojos en blanco y yo el resto de participantes (si no contamos a la tía esa acoplada que apareció después, a quien no nombro por anónima y porque no, a cuénto de qué voy a tener que dar explicaciones yo, leñe, vale ya, ¿no?, que este es mi blog y nunca llueve a gusto de todos y a quien a buen árbol se arrima etcétera etcétera). Se supone que el ganador, que es quién más identidades de vino acierte, se lleva un premio que suele tener mucho de simbólico, un librillo, algo así. Esta primera vez, por improvisado, no había un regalo elegido de antemano, pero en fin, como la ganadora fue la Muchacha su premio ha sido una noche conmigo que, hey, no es por echarme flores, pero no estuvo mal.
Con la tecnología de Blogger.

Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.