“Los madrileños son gilipollas y compran bicis de montaña para pasear por el Retiro y un 4x4 para escalar la C. Atocha, así que es lógico que piensen que la súpervivencia de su hijo en medio de la Península depende de que sepa nadar, y visto el excelente drenaje de los túneles de la M-30, cualquier día lo será.”
El Teleoperador, en su blog.
Esta mañana, en el metro, iba sentado enfrente de una niña con gafas que iba, presumiblemente, al cole. Y yo la conocía, pero claro, mi memoria es de todo menos de fácil acceso, así que durante un par de paradas no he podido dejar de preguntarme ¿de qué conozco yo a esta niña, dónde la he visto?
Pero para responder, no para responder con lógica ni con rigor, pero para responder, tengo que rebovinar la cinta de mi pasado reciente hasta ayer por la tarde, cuando Pip y yo mirábamos sorprendidísimos el plano de la ciudad que Marcela, mi prima transoceánica, había desplegado ante nuestros ojos. Estábamos en San Bernardo, había que ir a Atocha, ¿por dónde? Y ahí en el plano las calles y los nombres de las mismas se arracimaban en un puzzle anguloso e imposible. O sea, el camino estaba claro, Callao, Sol, Santa Ana, calle Huertas, Paseo del Prado; es la mejor ruta, las más bonita, todo el rato cuesta abajo y bastante eficiente (encajada entre las alternativas de dejar a un lado el excesivo rodeo hacia la izquierda que supondría bajar por la Gran Vía hasta el final y luego torcer por el Paseo del Prado y la de coger la calle Atocha, tan horrenda a esa altura, y recorrerla hasta la estación).
Cuando yo voy por ahí, cuando yo soy turista, los mapas y yo somos uno. Pese a mi pésima orientación, yo con un planito y alguna forma de orientación, que si el sol a esta hora está al oeste o que si el musgo de los árboles de este parque dan al norte, valgo para hacer un apaño y encontrar el rumbo hasta algún bar, restaurante, parada de hotel o lo que se tercie: preguntadle a la Muchacha, preguntadle. Pero ayer, frente a ese mapa, no. ¿Y por qué no?
Pues no sé, debo responder. Pero sé que no sólo me pasa aquí en Madrid, en las zonas de Madrid que conozco. También me pasa en otros lugares que conozco, como las callejuelas de mi pueblo. Dame su vista aérea de Google Maps, y me perderás. Cuando los lugares se meten en mí, cuando las calles y sus esquinas y sus cuestas y sus meandros se me meten dentro, se vuelven incompatibles con cualquier mapa, y fue bonito ver que Madrid, o ciertas partes de Madrid, han descendido ya para mí del Madrid Provincia no ya al Madrid Ciudad, sino al Madrid Pueblo.
Que sí, que sí, que Madrid puede ser perfectamente un pueblo. ¿Dónde si no puede uno esperar reconocer así, sin más, a la niña que se le sienta enfrente en el Metro?
El misterio ha estado dando brincos por mi cabeza, saltando tan contenta a la comba entre las melodías de Extremoduro, hasta que la he visto mirar hacia su derecha y mi izquierda y sonreírle a un tipo con bigote, que le ha devuelto la sonrisa y le ha guiñado el ojo.
“Caramba”, me he dicho yo, “cómo se parece ese tipo a Rafael Reig”. Y devolviendo la vista al frente, a la niña, me he dicho “y caramba, también: cómo se parece esta niña a las fotos de la hija de Rafael Reig que éste cuelga en su blog”.
Ha sido más o menos entonces cuando he atado cabos. O quizá un poco más tarde, que es viernes por la mañana, teng sueño y el tratamiento de ayer contra la resaca post-Bremen, consistente en caminatas y cañas, no fue muy eficaz. Pero por fin los he atado. Así que he sonreído radiante y he hecho lo que hago siempre que me encuentro con alguien a quien admiro profundamente, emitir muy bajito un “¡ji ji ji!” de contento, mirar de reojo y dejar en paz al admirado, que como todo el mundo seguro que tiene sus cosas que hacer, sus cosas en las que pensar.
Y luego irme tan feliz, pensando que siempre pensé que si algún día me encontraba a Rafael Reig sería por algún bar del entorno del Palacete, no así, en el metro, por la mañana, pensando también que me había parecido simpático, que qué majete ese guiño a su hija, y que espero que a estas alturas del día el hombre no esté pensando que vaya mañana de mierda y que quién coño sería el psicópata ese que esta mañana les miraba a su hija y a él en el metro y se reía por lo bajini.
He salido del metro con todo mi contento, y casi me doy de bruces con Guillermo Ortiz.
–¡Guille, acabo de encontrarme en el metro con Rafael Reig! –he gritado, mientras me arrancaba a Extremoduro de las orejas.
–Buenos días a ti también, David –ha respondido Guillermo, dándome la mano.
–¿Cómo tú por aquí? ¡Iba en el metro, con su hija!
–Es que resulta que de vecina de arriba tengo una loca.
Y así hemos seguido. Yo insistía con lo de mi encuentro, y mientras él me ha contado que su nueva vivienda está bajo el piso de una loca, que vive entre basura y restos de comida (¿gatos no? Qué raro) y que anoche, en un arrance de artista post-moderna, le inundó el piso, que ahora es un museo de la gotera y un sitio la mar de húmedo, y que por eso estaba ahí, frente a mí, en el metro, sufriendo el exilio en casas familiares de quien espera las intervenciones de las aseguradoras, los bomberos, los pintores, los yesistas, los efectivos de limpieza del Exmo. Ayto. de Madrid y los buzos de la Guardia Civil, probablemente no en ese orden.
Así que al fin nos hemos despedido y yo me he venido pensando que ir por las calles de Madrid un viernes por la mañana es ir topándose con caras conocidas, y que Madrid, definitivamente, es un pañuelo, como corresponde a todo buen pueblo.
Y hoy dejo deberes: para mañana tienes que leerte ésta carta con respuesta que mi primer encuentro de hoy escribió en Público hace ya casi dos semanas. Haré preguntas, y pasaré lista. Ahí queda el aviso.