12.5.08

y el domingo a misa

“Hay que reírse.

Es el mejor antídoto contra la estupidez.”

(Juan, Periodistas 21)

 

Celebramos hoy que después de una durísima prueba cuyo transcurrir narraré más abajo y cuyo resumen puede leerse en el título de esto he sido proclamado paladín del Palacete y ungido con tres armas de fieros y terroríficos filos, dos espadas anchas y un mandoble cuyo uso he prometido dedicar al Bien, al menos alguna vez, de vez en cuando, ya veremos. La ceremonia ha sido corta y emotiva, y no ha servido del todo para disipar los traumas sufridos para probar su merecimiento.

Todo sucedió ayer. Excepto la proclamación, que ya he dicho que ha sido hoy, y excepto un montón de cosas que han ocurrido en el mundo otros días, pero yo me refiero a lo que cuento, y eso sucedió ayer, y encima no me refiero a todo lo que sucedió ayer, sino solo a la parte que es relevante para esta historia, o a parte de ella. Ocurrió que la Muchacha se las ingenió, mediante engaños y malas artes, para meterme en un servicio religioso: Era la comunión de un primo suyo y ella me pidió que la acompañase, sospecho que porque por puro sadismo disfruta planeándome encuentros con cuanta más familia mejor para luego dejarme a merced de la malignidad confesa de sus tías y a la fieras e inquietantes mirada de sus padres, que responden a los beligerantes nombres de MacGregor y MacConchi.

–Podrías venirte –me había dicho, poniendo cara de pena.

–Pero si soy un ateo practicante, no pienso entrar en una iglesia –había protestado yo.

–Puedes quedarte en el bar de fuera mientras dure la misa –y más carita de pena.

–Y además es el Gran Premio de Hungría –seguí yo protestando.

–Seguro que hay alguna tele donde lo pongan en el restaurante –y carita de pena redoblada.

–Y tu familia me da miedo –intenté por último.

–Yo te defiendo –sonrisita victoriosa.

Así que fui tranquilo, pensando que no iría a misa, que vería la Fórmula 1, que no sería objeto de terceros grados por parte de su familia y que, como en todas las comuniones, me pegaría un banquete de tomo y lomo. Sólo logré lo último. Resultó que la comunión no era en una iglesia sino en el salón de actos de un colegio, resultó que en el restaurante el lugar que según todas las reglas de amor al prójimo debería situarse el televisor había una pecera y resultó que sus tías se lanzaron sobre mí para torturarme con sonrisas maliciosas y lamentando que la falta de confianza aún no les dejase ser muy malas conmigo, pero prometiéndome que este periodo de clemente cortesía durará poco.

Comenzamos madrugando, y van dos domingos seguidos que la Muchacha me hace madrugar, y haciéndome testigo de esa histeria femenina que siempre acompaña a estos aztoz mudtitudinadioz, con MacConchi, la Muchacha y su hermana MacConchita corriendo de un lado para otro hablando de largo de pantalones, de escotes de trajes, de dedicatorias en tarjetas (al final creo que no escribieron la que sin duda era la mejor, que hubiese dicho “felicidades, hoy te dan la primera hostia de las muchas que vendrán en la vida”) y de coherencias cromáticas, y antes de que pudiese darme cuenta estaba plantado a la puerta de aquel colegio desde la cual, horror infinito, no se divisiaba ningún bar. Casitas y más casitas en todas direcciones, muy en plan Agrestic de Weeds. Grité un rato y aprovechando el estado de shock la Muchacha me empujó por escaleras, pasillos, corredores y salas de trofeos de aspecto funesto (todas sin barras ni grifos de cerveza ni televisores) y de pronto plaf, ahí estábamos en el salón de actos, atestado de un montonazo de gente entre las que se contaban dos curas de blanco, una horda de niños cantarines de diversos tonos cromáticos y desconcertante uso de la percusión, otro montón de niños con vestiditos (ellas) y trajes (ellos; nada de travestismo visible más allá de las faldas de los curas) que eran los que se estrenaban en esto de las hostias, un montón de familias emperifolladas y más niños, estos gritones, ejerciendo de público y unas cuantas señoritas de un inapropiado rojo lujuria que ejercían de politik-polizei, por las miradas que me lanzaban cada vez que abría la boca. La primera fue instantánea e instintiva: Según cruzamos la puerta y me encontré ante esa escena, no pude contener un alarido,

–¡Hostia puta! –proferí, porque mis respuestas-reflejo siempre han dado lugar a mucha diversión en las iglesias. Así me gané, como decía, mi primera mirada de escandalizada reprobación por parte de la politik-polizei y la primera sonrisilla resignada de la Muchacha. Hubo bastantes más, porque fuimos a sentarnos en un rincón del fondo que consideramos muy anónimo y que luego resultó ser la despensa donde se guardaban las hostias y el vino. El cura, sospechosamente parecido en tono de voz, andares y gestos a un compañero nuestro de taller literario, procedió a oficiar la ceremonia hablando todo el rato de miembros penetrantes, y lanzándoles a los pobres críos consignas sexuales del tipo “venid todos a comer de mi carne”, hábilmente trenzadas con los adoctrinamientos supongo que habituales sobre lo que es una familia como dios manda, que la iglesia es un club que persigue la adquisición de traumas y frustraciones y no sólo era un medio más de conseguir una Wii, y en fin, lo de siempre sobre no votar a los comunistas y la charla de mitología absurda de rigor.

Cada uno de los curas adoptaba un gesto zen personal al hablar: uno separaba sus manos como si preparase un gran aplauso o sujetase ante su boca una caja de zapatos, no sé si como método para reforzar la acústica o por ser parte del rito, mientras que el otro levantaba sus brazos y hacía como si pellizcase algo muy en plan postura del loto, pero de pie. Estuvimos ahí un buen rato mientras la Muchacha miraba a su primo y alababa su porte, su carácter travieso y su cara de pillo y yo me entretenía permaneciendo sentado cuando había que ponerse de pie y canturreando “Salve a La Bestia, Devoradora De Mundos” cada vez que los decían cualquier cosa larga del estilo de “Palabra de Dios, Te alabamos Oh Señor”, y por fin me dieron ganas de fumarme un cigarro, convencí a la Muchacha para que me siguiera y salimos de allí para discutir sobre las posibilidades de que el cura aquel terminase protagonizando un discurso tipo “gggg, ffff, gggg, ffff, Luke, yo soy tu padre” con nuestro conocido del taller, sobre lo bien que le iría a este último, visto lo visto, vestir los hábitos y sobre la certeza del posterior advenimiento de un televisor. Al final, ya decía, tuve que conformarme con una pecera. Los peces iban despacísimo, y yo me consolé pensando que tampoco es que Renault corra mucho este año, así que me entretuve gritándole a uno “¡vamos, Alonsito!” hasta que se metió entre las algas de boxes por tercera vez. Para aquel entonces los dos peces de McClaren y Ferrari le llevaban tres vueltas a la pecera de ventaja, así que yo di la carrera por perdida y me concentré en la comida, en esconderme detrás de la Muchacha y en contar durante la comida a MacConchita esa anécdota tan apropiada en estos casos y tan habitual en mis labios sobre cómo yo nunca llamé puta a la Virgen.

Vamos, que si hubiese un infierno, ayer habría firmado mi inscripción en él. Otra vez, y van ya no sé cuántas.

 

P.D: ¡Óscar, dime, cómo era lo de la apostasía, Ley de Protección de Datos mediante!

2 comentarios:

  1. Jojojo, me descojono. Yo soy bastante más sosegado cuando me hacen entrar en una misa; trato de pasar desapercibido mientras voy desgranando falacias en el discurso del cura de turno: un ad verecundiam por aquí, un ad baculum por allá, algún ad hominem y muchos ad nauseam.
    Por cierto, ¿te volvió a tocar corbata?

    Y por alusiones (creo, porque no veo la Q que me hace -casi- único), información a cascoporro sobre apostasía aquín.

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  2. Eras tú; eres mi único Óscar, con o sin Q.

    Y muy mal ser tan suave en las misas, hombre: repite conmigo, "Salve a La Bestia, Devoradora de Mundooos"... anda que no se sale el mantrilla.

    Y tomo nota por fin del enlace.

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Hola, me llamo David, tengo un blog, me gusta la música que no le gusta a nadie y las películas de Clint Eastwood, aborrezco las fotos de anocheceres y cada vez más libros. Escribo bobadas, sin pensarlas mucho, y cuentos del oeste que, que no cunda el pánico, no cuelgo aquí.