Nunca va a ocurrir porque es algo que no puede interesarle a nadie pero si alguien, alguna vez, me preguntase qué es lo segundo que sé hacer bien, tengo muy claro qué le respondería: Montar en escaleras mecánicas.
Recuerdo ser yo pequeño, pero no demasiado pequeño, y quedarme sorprendidísimo una vez que mis abuelos paternos vinieron, no recuerdo por qué, a Madrid, y tampoco recuerdo por qué fuimos a algún lugar en Metro y descubrí que mi abuela Carmen no montaba en las escaleras mecánicas: Ella iba por las otras, las estrechas, abismales y arcaicas escaleras de toda la vida, de peldaños absolutamente inmóviles y, desde los ojos de aquel niño que era yo y no había leído aún a Cortázar, aburridas. Así que una vez reuidos donde ambas escaleras chocaban con el mismo pasillo le pregunté por qué no utilizaba las escaleras mecánicas como todo el mundo, porque por lo visto yo, aunque no lo recuerdo, preguntaba bastante (probablemente cuando era aún más pequeño y tenía la misma curiosidad pero menos vergüenza, menos timidez y más confianza en las respuestas de la gente), y me dijo que es que no sabía utilizarlas, o que les tenía miedo, no recuerdo cuál de las dos respuestas fue la que me dijo y cuál la que yo adiviné. A mí me sorprendió porque siempre me parecieron un invento divertidísimo, y no comprendía cómo alguien podía privarse o temer aquella diversión.
El caso es que desde entonces he estado perfeccionando el método de cómo utilizarlas, y a día de hoy creo que rozo la perfección a la hora de utilizarlas. Sé bajarlas haciendo que los escalones retumben, sé bajarlas a toda velocidad sin que se note mi peso, sé dar la última zancada larga en el momento justo después del abordaje y la primera de salida en la zona idónea de salida, y pertenezco a esa élite, por lo poco numeroso, que no por otra cosa, que cuando va a montarse en una coloca el pie de tal forma que se apoye, aún, sobre la superficie inmóvil, pero tan adelantado que la puntera y parte de la suela de la zapatilla están ya sobre la escalera, de tal forma que cuando sigues avanzando y tu pie rota entra en contacto con la escalera, y por el reparto de pesos y los rozamientos, aumentando delante y disminuyendo detrás, la escalera te lanza catapultado hacia arriba o hacia abajo, donde toque.
Sí, es una gilipollez sentirse orgulloso por algo así. Pero algo dentro de mí se siente precisamente así, algo que sobrevive de mi infancia.
Cuando yo era pequeño, adoraba el Metro. Siempre que montaba con mis padres en él pegaba mi cara contra el cristal que daba a la otra vía y pasaba el viaje entero alucinado por los zarandeos y la veloz y ruidosa oscuridad del otro lado del cristal, despedazada de tanto en tanto por el cruce vertiginoso e impredecible con otro convoy. Entonces los viajes siempre se me hacían cortos, y al salir de nuevo a la superficie me consolaba diciéndome que un día, cuando fuese mayor, me haría un par de bocadillos y me metería una mañana en el Metro y no saldría hasta por la noche, y así podría pasar todo el día mirando las vías deshechas en la oscuridad y el baile de las catenarias de los cables por las paredes de los túneles.
No es algo que, al final, haya terminado haciendo, pero a veces miro por la ventana y lo recuerdo, y me siento, en cierta forma, un traidor con respeto a aquel niño que era yo. Luego intento librarme de la culpa diciendo que yo soy aquel niño, y que si ahora no lo hago es por algo. Y claro, surge el miedo a que la razón por la que ahora que puedo no hago lo que quise entonces sea la madurez (ese ir a comprar acelgas al supermercado, que dice la filósofa que no hace caso al teléfono), al desgaste del tiempo sobre los sueños, la fantasía, la vitalidad, los juegos; la pérdida del mayor tesoro que tenemos en la infancia y, tal vez, en la vida.
Tener miedos raros también se me da de puta madre, ahora que lo pienso.
Sigo: Pero no, me tranquilizo en cuanto se detiene el tren y yo salgo a caminar por los pasillos, a probar mi habilidad en las escaleras mecánicas, a adelantar gente por la calle: En realidad no camino, en realidad no soy una persona que se mueve. Soy un barco, esquivando fragatas, navegando hacia alguna parte, ciñendo el viento en cada curva. Soy un coche a la fuga en mitad de una calle abarrotada. Soy un perseguidor, o un perseguido. Soy una nave espacial. Soy un fórmula 1. Siempre estoy jugando a ser otra cosa. No sé si más gente lo hace, imagino que sí, porque quién es único, hoy. Pero el caso es que yo lo hago, y eso significa que ese niño al que no traiciono por no pasar un día en el metro con dos bocadillos, uno de tortilla y otro de chorizo frito, sigue vivo, aquí dentro. Eso significa que él, efectivamente, ya no quiere pasarse un día bajo tierra mirando la oscuridad. Eso significa que sigo siendo lo que era, que no he perdido la fantasía que tuve, que no es que fuese ni mucha ni poca pero era mi fantasía, y que, en cualquier caso, si no juego a cumplir lo que entonces quise es porque estoy tranquilo pensando en y jugando a nuevos juegos.
Recuerdo ser yo pequeño, pero no demasiado pequeño, y quedarme sorprendidísimo una vez que mis abuelos paternos vinieron, no recuerdo por qué, a Madrid, y tampoco recuerdo por qué fuimos a algún lugar en Metro y descubrí que mi abuela Carmen no montaba en las escaleras mecánicas: Ella iba por las otras, las estrechas, abismales y arcaicas escaleras de toda la vida, de peldaños absolutamente inmóviles y, desde los ojos de aquel niño que era yo y no había leído aún a Cortázar, aburridas. Así que una vez reuidos donde ambas escaleras chocaban con el mismo pasillo le pregunté por qué no utilizaba las escaleras mecánicas como todo el mundo, porque por lo visto yo, aunque no lo recuerdo, preguntaba bastante (probablemente cuando era aún más pequeño y tenía la misma curiosidad pero menos vergüenza, menos timidez y más confianza en las respuestas de la gente), y me dijo que es que no sabía utilizarlas, o que les tenía miedo, no recuerdo cuál de las dos respuestas fue la que me dijo y cuál la que yo adiviné. A mí me sorprendió porque siempre me parecieron un invento divertidísimo, y no comprendía cómo alguien podía privarse o temer aquella diversión.
El caso es que desde entonces he estado perfeccionando el método de cómo utilizarlas, y a día de hoy creo que rozo la perfección a la hora de utilizarlas. Sé bajarlas haciendo que los escalones retumben, sé bajarlas a toda velocidad sin que se note mi peso, sé dar la última zancada larga en el momento justo después del abordaje y la primera de salida en la zona idónea de salida, y pertenezco a esa élite, por lo poco numeroso, que no por otra cosa, que cuando va a montarse en una coloca el pie de tal forma que se apoye, aún, sobre la superficie inmóvil, pero tan adelantado que la puntera y parte de la suela de la zapatilla están ya sobre la escalera, de tal forma que cuando sigues avanzando y tu pie rota entra en contacto con la escalera, y por el reparto de pesos y los rozamientos, aumentando delante y disminuyendo detrás, la escalera te lanza catapultado hacia arriba o hacia abajo, donde toque.
Sí, es una gilipollez sentirse orgulloso por algo así. Pero algo dentro de mí se siente precisamente así, algo que sobrevive de mi infancia.
Cuando yo era pequeño, adoraba el Metro. Siempre que montaba con mis padres en él pegaba mi cara contra el cristal que daba a la otra vía y pasaba el viaje entero alucinado por los zarandeos y la veloz y ruidosa oscuridad del otro lado del cristal, despedazada de tanto en tanto por el cruce vertiginoso e impredecible con otro convoy. Entonces los viajes siempre se me hacían cortos, y al salir de nuevo a la superficie me consolaba diciéndome que un día, cuando fuese mayor, me haría un par de bocadillos y me metería una mañana en el Metro y no saldría hasta por la noche, y así podría pasar todo el día mirando las vías deshechas en la oscuridad y el baile de las catenarias de los cables por las paredes de los túneles.
No es algo que, al final, haya terminado haciendo, pero a veces miro por la ventana y lo recuerdo, y me siento, en cierta forma, un traidor con respeto a aquel niño que era yo. Luego intento librarme de la culpa diciendo que yo soy aquel niño, y que si ahora no lo hago es por algo. Y claro, surge el miedo a que la razón por la que ahora que puedo no hago lo que quise entonces sea la madurez (ese ir a comprar acelgas al supermercado, que dice la filósofa que no hace caso al teléfono), al desgaste del tiempo sobre los sueños, la fantasía, la vitalidad, los juegos; la pérdida del mayor tesoro que tenemos en la infancia y, tal vez, en la vida.
Tener miedos raros también se me da de puta madre, ahora que lo pienso.
Sigo: Pero no, me tranquilizo en cuanto se detiene el tren y yo salgo a caminar por los pasillos, a probar mi habilidad en las escaleras mecánicas, a adelantar gente por la calle: En realidad no camino, en realidad no soy una persona que se mueve. Soy un barco, esquivando fragatas, navegando hacia alguna parte, ciñendo el viento en cada curva. Soy un coche a la fuga en mitad de una calle abarrotada. Soy un perseguidor, o un perseguido. Soy una nave espacial. Soy un fórmula 1. Siempre estoy jugando a ser otra cosa. No sé si más gente lo hace, imagino que sí, porque quién es único, hoy. Pero el caso es que yo lo hago, y eso significa que ese niño al que no traiciono por no pasar un día en el metro con dos bocadillos, uno de tortilla y otro de chorizo frito, sigue vivo, aquí dentro. Eso significa que él, efectivamente, ya no quiere pasarse un día bajo tierra mirando la oscuridad. Eso significa que sigo siendo lo que era, que no he perdido la fantasía que tuve, que no es que fuese ni mucha ni poca pero era mi fantasía, y que, en cualquier caso, si no juego a cumplir lo que entonces quise es porque estoy tranquilo pensando en y jugando a nuevos juegos.